Argemino Barro vuelve a la carga en El Ágora, esta vez para contar la historia del gobernador del estado de Nueva York, Andrew Cuomo, una persona tenaz y dominante que está luchando en primera línea contra una de las peores crisis vividas en el país y en la gran urbe



“Estamos hablando del 1 o 2 % de la población, y son viejos, y vulnerables, y de todas formas están enfermos. Entonces, ¿por qué parar la economía? ¿Cuánto vamos a pagar por ese 1 o 2%? Son viejos, son vulnerables. Van a morir de todas formas. ¿Por qué detener el tren por un 1 o un 2%?”.
El gobernador hizo una pausa, como para dejar que las espinas de sus palabras lacerasen a los presentes, a la audiencia. Luego continuó:
“Pero no estamos dispuestos a sacrificar a ese 1 o 2 %. No estamos dispuestos a hacerlo. No es lo que somos. No es lo que creemos. Vamos a luchar de cualquier manera posible para salvar cada vida. Porque eso, creo, es lo que significa ser americano. Es lo que significa ser neoyorquino. Así que no voy a dejar ninguna piedra sin levantar hasta asegurarnos de que todo el mundo está protegido”.
“Oh, my God”, dijo mi novia. Una lágrima le resbaló por la mejilla.
Como cada mediodía, escuchábamos la comparecencia del gobernador del estado, Andrew Cuomo. Una mezcla de reunión corporativa y homilía. Cuomo se apoyaba en un PowerPoint en el que aparecían los casos confirmados, las cifras de muertos, los ritmos y las medidas para mitigar el impacto de la pandemia.
Si bajáramos el volumen, parecería un consejero delegado dirigiéndose a la junta de accionistas. Todo precisión, estimaciones y curvas de resultados.


Pero Cuomo sabe más, y va anudando esos datos en historias sencillas y personales. La historia de una madre soltera, superviviente de cáncer, que tiene un sistema inmunitario frágil y que está confinada con sus revoltosos hijos. Historias de médicos y enfermeros valerosos, e historias suyas: de la saga de los Cuomo.
El hermano del gobernador, el presentador de televisión Chris Cuomo, convalece de COVID-19 en el sótano de su casa. “No lo van a ver ni sus perros”, dice el gobernador. Los hermanos conectan en vídeo, durante la comparecencia, y se ponen a bromear. Andrew Cuomo usa a su hermano como ejemplo: quédense en casa.
También utiliza a su madre. El conjunto de medidas contra la propagación del virus, como el cierre económico y el confinamiento, se llama “Ley de Matilda”. Todo el mundo tiene a una persona como su madre, Matilda Cuomo, de 88 años, en quien pensar.
Su alquimia de datos e historias da resultado. Según una encuesta de Siena College, el 87 % de los neoyorquinos aprueba la gestión de la pandemia por parte de Cuomo. Números de república exsoviética: impropios de una democracia.
Tres razones explican su popularidad.
La primera razón es que estamos asustados. El coronavirus ha suspendido nuestras vidas y trastocado nuestros planes. Somos como los vagaudas: los restos de las poblaciones romanas que huían de los bárbaros y de las ciudades vacías, arrimándose a las guarniciones, cobijándose en las iglesias.
El gobernador Cuomo llena ese vacío, conjura nuestros miedos: ahí está él, de lunes a domingo, a las once de la mañana. Con sus anécdotas y números fríos. Con sus gráficos y moralejas. Un narrador, un guerrero. Un político hábil que ha sabido aprovechar, recodo a recodo, el desamparo emocional de la audiencia.La segunda razón es su experiencia de gestor.
Gobernar es como cabalgar un mamut, una bestia grande y fuerte, pero difícil de controlar. Los jinetes más tibios no podrán ni moverlo. El mamut será una mole cachazuda, impertérrita; una masa de pelo inútil. Los jinetes torpes enviarán al mamut en la dirección equivocada: destruirán poblados y aplastarán a gente. Pero de vez en cuando aparece un jinete avezado, capaz de combinar firmeza y cariño, de susurrar al oído del mamut y de guiarlo con tiento.
“El Gobierno está siendo llamado a rendir de una manera en que no lo ha hecho, probablemente, en la vida de la mayoría de las personas”, dijo Cuomo en una entrevista. Se le notaba estimulado, vivo ante el desafío.
El neoyorquino ha pasado por todos los escalafones públicos: ha sido abogado, activista, jefe de campaña, secretario de Vivienda, fiscal de Nueva York y finalmente gobernador, desde hace diez años.
Una carrera de obstáculos, leyes, maniobras, decretos, zancadillas y problemas logísticos que habrían afilados sus rudimentos, con una bonificación: el aprendizaje por ósmosis junto a su padre, Mario Cuomo, gobernador entre 1983 y 1994.
En Albany, la capital del estado, se habla de su “agenda de hierro”: una especie de rodillo burocrático que no se detiene ante nada. Una serie de proyectos que avanzan como si tuvieran ruedas de oruga. Si alguien se pone por delante, Cuomo lo convierte en un cadáver político.
Porque el gobernador tiene fama de ser un tipo vengativo, dominante y artero.
Su familia materna es siciliana. Dicen que es difícil ganarse la confianza de Cuomo, pero, si uno lo consigue, si logra entrar en su círculo, el lazo es eterno. Por eso Cuomo, en esta hora de crisis, ha convocado a los ejecutores más cercanos.
Gente como Bill Mulrow, antiguo asesor suyo y de su padre, o Steve Cohen, viejo confidente en los días de la fiscalía, o Larry Schwartz, su nuevo jefe de gabinete.
Tres viejos leones arrancados de su cómodo retiro en el mundo financiero.
El gobernador va rotando tres líneas de batalla: los equipos A, B y C. Si el equipo A cae o se quema, el equipo B ocupa su puesto, como ha sucedido en el departamento de prensa. Uno de sus miembros dio positivo de coronavirus y todo el grupo fue puesto en cuarentena.
“Es una crisis absoluta de nivel nacional, donde el Gobierno tiene que funcionar”, decía Cuomo con los ojos encedidos. “Esto no es abstracto, no es hipotético. Tienes que coger los hospitales y hacer que trabajen juntos, tienes que encontrar los equipamientos, tienes que coger a los pacientes y moverlos, y no en un gráfico, sino en un coche, en las carreteras. Y si el Gobierno no funciona morirá gente que no tenía por qué morir”.


La tercera razón es su afán de compartir el riesgo, de predicar con el ejemplo. Un afán de tener, como dice el pensador Nassim Nicholas Taleb, “la piel en el juego”.
Imaginemos dos escenas de guerra.
En la primera escena, digamos durante la Primera Guerra Mundial, un general maneja uno de esos viejos teléfonos de dos piezas. El general ordena a 10.000 hombres tomar una colina lejana, defendida por el enemigo. De esos 10.000 hombres, mueren 7.000 y casi todos los demás son mutilados. Pero la colina es importante. Así que el general envía otros 10.000 hombres. Y así sucesivamente.
En la segunda escena, digamos en la Guerra de las Galias, el general carece de teléfono. La única comunicación posible es el papiro o el boca a boca, así que el general tiene que estar en el campo de batalla, dirigiendo las maniobras, dando órdenes de viva voz, sudando, matando, arriesgándose.
Quizás el general de la primera escena tenga éxito y conquiste la colina, poniendo fin a la guerra. Quizás el general de la segunda escena se equivoque y acabe masacrado por los galos.
Pero lo que sí sabemos con seguridad, con una garantía del 100 %, es que el general de la segunda escena hará todo lo posible por ganar. Simplemente porque su vida está en ello. Porque tiene la piel en el juego.
Su incentivo está ahí, a la vista de todos. A la vista, especialmente, de sus tropas.


“Mi manera de hacer las cosas es salir ahí fuera”, decía Cuomo en la entrevista. “Se lo digo a mi Guardia Nacional en cada desastre: no os voy a pedir que vayáis a ningún sitio al que yo no vaya. No voy a pediros que hagáis nada que yo no haga también. Y me da igual que sea una inundación, una tormenta de nieve, o lo que sea. Si le voy a pedir a alguien que salga ahí fuera, personalmente, necesito ir también”.
El gobernador no está ahora mismo en un hospital de Queens, cubierto con bolsas de basura y una mascarilla usada, poniéndose a tiro del coronavirus.
Pero hay otras maneras de proyectar ese compromiso.
“Asumo toda la responsabilidad”, dijo el día que decretó el impopular cierre de los negocios no esenciales. “Si alguien no está contento, que me culpe”.
Algunos líderes florecen en tiempo de paz. Proyectan salud y optimismo, quedan bien en televisión, tocan el saxo, besan bebés y dan discursos que parecen pequeñas catedrales.
A otros les va mejor en tiempo de guerra.
