Con motivo de la celebración del Día del Libro, nuestro corresponsal en Nueva York, Argemino Barro, nos presenta la realidad de las librerías y escritores de la icónica ciudad norteamericana, a los que el coronavirus ha desplazado hacia una situación si cabe más delicada



Las librerías de Nueva York se apagan. No es un fenómeno nuevo, ni tampoco único en el mundo. La lectura cae o se fragmenta, los alquileres suben y el voluptuoso papel rivaliza con la frialdad del aluminio y el plástico. Encima de estas razones, como un búfalo del averno, resoplando y rascando los tomos con sus pezuñas, se ha sentado la pandemia de coronavirus: el último desafío a un sector que ya vivía al día, muy cerca de las balas.
Pero los libreros resisten y han sacado todas sus herramientas.
Las librerías facilitan los pedidos por correo electrónico, por llamada, por mensaje. Los propios libreros llegan en bicicleta a la casa del comprador y la entrega se efectúa, observando las distancias, en la acera. Hay más clubs del libro por Internet y más charlas con autores.
Algunas librerías neoyorquinas se han juntado para reunir dinero y ayudarse mutuamente. La librería en el fin del mundo, por ejemplo, representa a varias de estas tiendas independientes. Cada negocio aporta sus títulos y el 10% de las ventas se destinan a un fondo común para aliviar el sufrimiento económico del gremio.
La situación, como decimos, ya era difícil.
Solo Manhattan tenía en 1950 casi 400 librerías. En 2015 apenas había una fracción, 106. El año pasado, según las cuentas del icono librero Strand, ya solo quedaban 80. Hubo una vez una calle donde había 48. Se llamaba Book Row y Jack Kerouac era uno de sus mayores aficionados.
Los escritores, vivos o muertos, aún habitan esta ciudad mágica.
Entre los primeros, Paul Auster sigue escribiendo a mano en su brownstone de Park Slope. Usa cuadernos de Clariefontaine, hechos en Francia, donde pasó una parte de su juventud como poeta y traductor sin una perra en el bolsillo. Su trabajo es minucioso, casi físico. Un día normal escribe una página, un buen día escribe dos.


El estudioso del azar en libros como o La noche del oráculo o Brooklyn Follies se deja ver a menudo, y habla igual que escribe: de una forma artesanal y pausada, como si el aire fuese una hoja de cuadernillo y su voz una pluma italiana de la marca Aurora.
La dama de las letras Joan Didion vivía de joven en el Barbizon 63, un hotel para mujeres que venían a trabajar a Nueva York. Liza Minelli y Lauren Bacall se alojaron allí, y otras escritoras como Sylvia Plath, que dejó retratado el hotel en su libro La campana de cristal.
“Nueva York no era una ciudad cualquiera”, escribió Didion al marcharse, en 1967. “Era una noción infinitamente romántica: el misterioso nexo de todo el amor y el dinero y el poder, el sueño brillante y perecedero en sí”.
En 1988 volvió al Upper East Side. A pocos bloques de su casa, en Central Park, hay un pequeño memorial en honor a su marido y a su hija, fallecidos en el plazo de dos años a principios de siglo. De aquella tragedia ha quedado, además de las placas con sus nombres en un banco del parque, El año del pensamiento mágico: uno de los testimonios más dolorosos y finos sobre la pérdida.
En la Gran Manzana viven dioses del panteón literario, como Don DeLillo, y los titanes Richard Ford, Siri Hustvedt, Tracy Smith, Colson Whitehead o Jonathan Safran Foer, además de centenares, sino miles, de “autores emergentes”.


Muchos salen del semanario The New Yorker, la radiografía de esta ciudad compleja, vertiginosa y encantada de haberse conocido. Renata Adler empezó allí, como Donald Barthelme o Calvin Trillin. El melancólico Joseph Mitchell dedicó 50 años de su vida a la revista.
A veces, en medio de la suciedad y del vapor que sale de las alcantarillas, en los túneles del metro, los vestíbulos de los grandes hoteles, los conciertos o las construcciones ciclópeas, se ve un señor atildado. Un anciano vestido con sombrero de Fedora, corbata y un pañuelo de seda saliendo del bolsillo de su chaqueta; una aparición, un fantasma que mediante su forma de vestir se separa del mundo, se coloca en otra dimensión. Una dimensión de neutralidad y atención al detalle.
El periodista Gay Talese, veterano del New Yorker, ha publicado una docena de libros: monumentos a la intrahistoria de la mafia, la revolución sexual o la arquitectura neoyorquina. Talese no está contento con las nuevas generaciones periodísticas.
“Cualquiera que te responda al email en 20 minutos es un mierda”, dijo una vez. “Significa que están con el culo pegado al asiento en lugar de andar deambulando, descubriendo cosas. Los periodistas no saben qué demonios pasa”.
Otro neoyorquino de adopción, padre también del Nuevo Periodismo y de varias novelas, Tom Wolfe, iba siempre de blanco: de los pies a la cabeza. Más neutral que un copo de nieve. Nos dejó en 2018.
Las voces de los muertos resuenan con idéntica fuerza. Voces como la de Herman Melville.
Su novela Moby Dick fue un fracaso. “Una mala mezcla de romance y hechos prosaicos”, dijo un crítico de Londres. En Reino Unido vendió 500 copias, 13 veces menos que su primer libro. En Estados Unidos fue su novela peor vendida.
Un siglo y medio más tarde, Moby Dick está entre las aspirantes a Gran Novela Americana. Las universidades la estudian y los neoyorquinos la honran cada otoño, en el aniversario de su publicación. Durante 24 horas repartidas en tres días, en diferentes bares y clubes de lectura, la multitud lee el libro de principio a fin.


También es neoyorquino Walt Whitman. Su canto colectivo y en verso a la historia del pueblo americano, Hojas de hierba, tuvo una primera edición de 800 copias. Se la imprimió un amigo de Brooklyn. Sus primeros lectores fueron sus familiares y amigos, a los que Whitman importunaba con una copia del poema.
Décadas después, la Casa Blanca repartió cientos de miles de copias de Hojas de hierba entre la sufrida población. El país se había hundido en el paro y el hambre y el segundo Roosevelt quería reverdecer el amor a la patria, el orgullo de ser americano.
La década siguiente, los soldados que partieron a liberar Europa llevaban en el macuto reglamentario, además de la cantimplora, el botiquín y las balas, una copia del libro de Whitman.
Otras voces se escuchan, vivas o no: la de Philip Roth, James Baldwin, J.D. Sallinger, Edith Wharton, Henry James, Toni Morrison, Patti Smith, Oscar Hijuelos.
Las balas suenan cerca del sector de los libros y el coronavirus se le ha sentado encima, como un gran búfalo. Pero los libreros resisten y también resisten los escritores: las voces que han ido tejiendo, de manera solitaria y constante, las historias que componen esta reverberante catedral humana, llena de remiendos.