Cualquiera que viva en un barrio donde se fume habitualmente cannabis, sabe que su olor es tan denso y poderoso que atraviesa las paredes. No hay muro de ladrillo, cartón yeso o madera que impida su invasión, tan denodada como el empuje de un ejército mongol del siglo XIII. Si quiere entrar, el olor a yerba entra, palpable y aceitoso como una porción de pizza, a cualquier hora del día o de la noche. Una situación habitual, incluso antes de su legalización, en los barrios neoyorquinos.
Esta cualidad extremadamente olorosa, que emana de los 140 terpenos que se han encontrado en el cannabis, no es la única huella aérea que deja la planta. Varios estudios demuestran que su cultivo masivo, como sucede en algunas regiones estadounidenses, puede contaminar el medioambiente de manera significativa.
El epicentro de estas investigaciones es Denver, en Colorado. La bucólica postal del Gran Cañón y de parte de las Montañas Rocosas, donde se pueden ver osos rebuscando en la basura y cérvidos cruzando tranquilamente las carreteras, fue el primero de los 13 estados que legalizaron el consumo de marihuana, en 2012. Como consecuencia, el área de Denver ha desarrollado desde entonces unas 600 plantaciones, lo cual, en principio, permite medir más fácilmente sus efectos medioambientales. En principio.
Los científicos que tratan de calcular el impacto ecológico del cannabis se encuentran, fundamentalmente, con dos baches. El primero, que la gestión de la marihuana depende de la autoridad de los estados y no del Gobierno federal, así que son los estados los responsables, también, de efectuar los estudios al respecto. Y ahí está el problema: que los estados no suelen tener el dinero, la infraestructura o la experiencia necesarias para hacer investigaciones científicas a gran escala.
El segundo bache es que los científicos requieren el apoyo, o al menos la simpatía, de los productores de marihuana. Son estos quienes tienen las instalaciones grandes, las mayores variedades de plantas y una buena base de datos sobre sus métodos productivos. Pero, al ser un mercado emergente y políticamente sensible, la mayoría de los productores prefieren colocarse de perfil, lejos de la lupa de los científicos y de los medios de comunicación.


Aún así, todavía quedan investigadores voluntariosos. Uno de ellos, William Vizuete, de la Universidad de Carolina del Norte, consiguió los apoyos suficientes para emprender sus pesquisas en Colorado y alcanzar algunas conclusiones.
Resulta que esos terpenos olorosos de la marihuana son “compuestos orgánicos volátiles” (COV), sustancias químicas que contienen carbono y que se pueden detectar, como apunta el reportero medioambiental Michael Elizabeth Sakas, en productos tan dispares como el borrador de esmalte de uñas, los fogones o las barbacoas. Según las investigaciones de Vizuete, los COV del cannabis generan ozono cuando se mezclan con gases contaminantes; tal sería el caso de las plantaciones cercanas a centros urbanos e industriales como Denver.
El científico plantó y monitorizó, con ayuda de académicos de la Universidad de Colorado Boulder y del inglés Lancaster Environment Centre, cuatro tipos de cannabis (Critical Mass, Elephant Purple, Lemon Wheel y Rockstar Kush) en un área cerrada, durante 90 días, para calcular su muesca contaminante. Los académicos descubrieron que las explotaciones de Colorado pueden emitir a la atmósfera hasta 657 toneladas de ozono cada año, lo que representaría, en la horquilla alta, un 3,5% de las emisiones contaminantes del estado. Colorado tiene, además, una de las peores calidades de aire en Estados Unidos: por debajo de los niveles federales exigidos. Según la investigación, el cultivo de 10.000 de estas plantas al aire libre emitiría a la atmósfera unas 2.000 toneladas anuales de ozono.
Los autores del estudio avisan de que estas cifras dependen de las condiciones del terreno, del clima local, del tipo de planta y de los métodos usados para hacerla crecer. Las instalaciones intensivas, que aceleran el desarrollo del cannabis, por ejemplo, tienden a ser más contaminantes.
Pero la polución aérea de la marihuana es una vertiente de estudio relativamente nueva. Los daños que dejan algunos cultivos en la tierra o en las aguas están mucho mejor documentados. Para empezar, el cannabis es una planta extraordinariamente sedienta, que requiere, en la temporada de crecimiento, una media de 22 litros de agua diarios; es decir, 300.000 litros de agua por kilómetro cuadrado de invernaderos en el periodo de junio a octubre. Una exigencia importante si tenemos en cuenta la prolongada sequía que sufre la región occidental de Estados Unidos, especialmente en el primer estado productor, California, donde se han generado tensiones entre los agricultores y los conservacionistas.


“Estas son organizaciones de tráfico de drogas que se lucran de nuestros recursos naturales”, dijo Mourad Gabriel, co-director del grupo ambientalista Integral Ecology Research Center, a la revista académica JSTOR. Gabriel se refería a las explotaciones ilesgales que aparecen en las preciadas zonas californianas ricas en recursos hídricos; unos recursos que los piratas desvían para alimentar a sus voraces plantas.
Uno de los caladeros favoritos de estos grupos son las tierras tribales o bajo control federal, que suelen tener ríos y lagos prístinos, protegidos por la ley. En ocasiones, estas explotaciones secan totalmente las vías de agua, como las de la comunidad costera de Mendocino, al norte de California.
Otro problema es el uso de pesticidas y venenos contra roedores, que terminan matando a la fauna autóctona. Un estudio publicado en la revista Plos One reflejaba que casi el 80% de las martas pescadoras muertas en California, entre 2011 y 2016, habían estado expuestas a los pesticidas de los cultivos ilegales de cannabis.
En el lado legal del negocio, hay productores que se esfuerzan en practicar un cultivo sostenible. No es fácil. Hay que invertir en filtros de carbono de alta calidad que tienen que ser reemplazados constantemente, o en sistemas de aislamiento que minimicen la exposición a roedores e insectos y limite el impacto de los desechos de la plantación en el entorno, o bolsas especiales para deshacerse limpiamente de la basura, entre otras tecnologías.
Los productores que lo hacen todo de manera legal, además, tienen que dedicar mucho tiempo y recursos en proceder con los trámites burocráticos, pagar caras licencias y atenerse a unos límites legales particularmente estrechos. En este sentido, se trata de una industria muy peculiar: prácticamente una recién nacida, pero, al mismo tiempo, una de las más reguladas de Estados Unidos.


Dice Lewis Koski, consultor experto en la industria del cannabis, que las autoridades mantienen al sector en un delicado equilibrio: entre unas regulaciones estrictas que exigen altos niveles de transparencia y responsabilidad, para que el consumo de esta droga legal no salga fuera de radar, y el tiento necesario para no sobrecargar demasiado a los empresarios. “No es raro que los negocios con licencia en el sector del cannabis operen en una desventaja competitiva con actores ilegales que se niegan a pasar al sector regulado”, escribe Koski en Forbes.
Algunos productores, como Rob Trotter, que tiene su granja en un recoveco de Colorado, a 2.400 metros de altura, en un microclima que ha sido comparado con el de Afganistán, buscan un punto intermedio: una explotación relativamente pequeña, relativamente estable, que pueda navegar las aguas de la competencia ilegal y de las apretadas leyes. Lo que llaman craft weed, o “yerba artesanal”, una apuesta por recuperar la figura de la empresas familiar, sostenible y dirigida con cariño. Una alternativa a la corporización del negocio que han predicho algunas agencias.
A medida que más estados legalizan el consumo de cannabis con fines recreativos, es posible que las pequeñas invasiones diarias de terpenos entrando por los muros del salón o del dormitorio se intensifiquen. Nueva York ha sido, de momento, el último estado en dar el salto: legalizó la marihuana el pasado 31 de marzo y, desde entonces, los policías tienen órdenes directas de no arrestar a quienes vean fumándose un porro. Carta blanca, o verde, para expandir el sector del cannabis. Un mundo con sus luces y sombras.
