Hubo una época en que tirar comida era un pecado. Y no hace tanto tiempo. Derramar la sal, en España e Italia, sigue siendo motivo de superstición, como lo es que se te caiga el pan en Rusia. Cuanto más pan se te ha caído en la vida, dice la tradición, menos posibilidades tienes de ir al Cielo. Quienes han vivido años de hambre, como algunos de nuestros abuelos, saben lo que esto significa. El mío presumía de pelar la monda de las manzanas muy finita, como papel de fumar, para así aprovechar mejor la carne de la fruta. Al acabar de mondarla, siempre mostraba una larga tira de piel ondulada y casi transparente.
Miles de años de supersticiones ligadas a comer y a pasar hambre han sido barridas de golpe en las sociedades ricas. Si nos agobia un salero caído sobre el mantel, ¿qué sucede con ese 30% de los alimentos que terminan, anualmente, en los vertederos del mundo acaudalado?
Este drama se vive con mayor intensidad en Estados Unidos. Cada año, los norteamericanos tiran a la basura entre un 30% y un 40% de su comida: unos 103 millones de toneladas, según cifras de 2018. El equivalente en peso a 450.000 Estatuas de la Libertad. Estamos hablando de más de 160.000 millones de dólares en productos: algo así como el PIB de Ucrania. Un derroche familiar de 1.500 dólares en alimentos de media. Muchas veces a poca distancia de familias en situación de “inestabilidad alimentaria”; es decir, aquellas que se suelen ir a la cama con hambre. Esto le pasa, según Feeding America, a entre 35 y 42 millones de estadounidenses; la tercera parte de ellos, niños.
Todo esto sucede prácticamente en secreto. El neoyorquino, por ejemplo, que arroja a la basura unas salchichas caducadas, no sabe hacia dónde van ni lo que sucede con ellas. No sabe que se van a un lugar llamado Newtown Creek, en el mismísimo centro de la Ciudad de los Rascacielos, en el sucio y purulento estuario que divide Manhattan, Brooklyn y Queens. Por allí pasan tantos camiones de la basura que las aceras traquetean y el aire tiene un pesado regusto metálico.
Newtown Creek es desde tiempos inmemoriales el bajo vientre de Nueva York. Allí solían estar las refinerías de Standard Oil y otras bestias industriales. Aún hoy las entrañas de este lugar, que colinda con Williamsburg y Greepoint, están rellenas de una “mayonesa negra” formada por 140 años de residuos humanos e industriales. La mayonesa negra tiene de todo: sobre todo petróleo, pero también fertilizantes, arsénico, pegamento y heces.
Esto no lo saben los neoyorquinos, que viven, la mayoría, una vida de escaparates y baldas repletas de comida, una parte de la cual jamás consumirá nadie. Acabará en la parte de atrás de un camión de la basura, después irá a Newtown Creek, y luego a probablemente a la activa planta incineradora de Chester, en la vecina Pensilvania. Una localidad venida a menos, en la que se concentran las industrias más contaminantes de la Costa Este.


Aquí termina la parte más cruda y deprimente de este artículo, porque diferentes actores, tanto el Estado como la iniciativa privada, están intentando limitar ese derroche anual de comida de las maneras más imaginativas.
La publicista Jody Levy, exempleada de gigantes como Toyota o HP, fundó la empresa WTRMLN WTR, o “agua de sandía”, en 2013. Levy escuchó a un amigo comentar de pasada la cantidad de sandías que se malgastan cada año en Estados Unidos. Aquí cultivan en torno a dos millones de toneladas de sandías cada año, la mayoría en Texas, Florida, Georgia y California. Y una gran parte de ellas, al carecer de esa forma perfecta que buscan los clientes, se van al traste en los campos.
Así que a Levy se le ocurrió la idea de entablar relaciones con esos granjeros y obtener los melones a buen precio para hacer zumos de ocho dólares la botella, envasados en el estilo hipster más descarado: toda una oda a la sostenibilidad, la energía, la felicidad, la vida sana, o, como dice su portal, “la más pura, sin adulterar, mistificadora de la boca, salvación de saludable hidratación que no tiene rival”.
Incluso la reservada estrella del pop Beyoncé, conocida por dar esquinazo a los periodistas y mantenerse a cien millas de los focos, dio su apoyo a la marca: invirtió y le dedicó palabras bonitas a la cruzada por “los granjeros americanos, la salud de la gente y de nuestro planeta”.
Algo muy parecido realiza la empresa Barnana. Al igual que ocurre con las sandías, algunos plátanos ligeramente envejecidos o que se han llevado algún raspón ya no sirven para colocar en las baldas de un supermercado, pero siguen siendo perfectamente disfrutables. Es ahí donde entra Barnana: llega a un acuerdo con la granja, se lleva las toneladas a buen precio, y las convierte en todo tipo de snacks deshidratados de plátanos a los que nadie quería. La compañía se fundó en 2012 y para 2019 ya había “supraciclado” más de 20 millones de toneladas de bananas.
Coffee Cherry Beans hace lo mismo con las cerezas del café que se pudren en los campos. Lo creó un ingeniero de Starbacks escandalizado por este derroche. Lo que hace es recuperar esas cerezas, que contienen granos de café, y hacer con ellas unos polvos que se pueden echar a algunas bebidas, bollos y pasteles.


En esta misma línea tenemos a Planetaria, que convierte los granos de girasol en alimento para animales; Baldor, que recupera los restos de verduras para zumos, harina o bolsas de vegetales mezclados; o Salt & Straw, dedicada a crear helados con las sobras de la mantequilla de manzana de una destilería de Portland, en Oregón.
Hay quien ha llevado toda esta filosofía a un nuevo nivel. Lucie Basch, extrabajadora de la alimentaria Nestlé en Reino Unido, ha creado una aplicación que permite a los restaurantes, supermercados y panaderías vender la comida sobrante en asequibles ofertas. En lugar de acabar el turno tirando a la basura las dos docenas de donuts que no se han vendido, por ejemplo, una bollería puede evitar el derroche y dárselos a los vecinos a un buen precio. Esto es lo que permite la aplicación fundada por Basch junto a varias empresas europeas, de nombre Too Good To Go (“demasiado bien para tirarse”). Según el portal Grist, ya se han bajado la aplicación 38 millones de personas.
Basch y compañía no son los únicos que han visto oportunidades de negocio en este sector. La aplicación OLIO ofrece un servicio parecido: una plataforma para que la gente ofrezca a sus vecinos alimentos en buen estado que no se van a comer.
A pesar de que, en EEUU, 2018 fue el año en que más comida fue a parar a los basureros nacionales, hay indicios de que este tipo de aplicaciones ya están haciendo mella en el ahorro y aprovechamiento de comida. Too Good To Go asegura estar distribuyendo una media de 200.000 comidas diarias que de otra manera acabarían seguramente en un vertedero. Un estudio publicado en la revista Nature refleja que la comida compartida en OLIO, según el análisis de 170.000 mensajes, ahorró un millón de dólares y pudo reducir las emisiones contaminantes de los alimentos que, de otra manera, se habrían descompuesto: hasta 156 toneladas métricas de dióxido de carbono.
Porque ese es otro vector. Como apunta Adele Peters en el portal Fast Company, la comida destragada emite tantos gases del efecto invernadero como 37 millones de coches. “Globalmente, si el derroche de comida fuesde un país, sería el tercer país más contaminante del mundo”, escribe Peters. “Cuando la comida se pudre en los vertederos, desprende el potente gas de efecto invernadero de metano”.
El camino para recorrer es largo. Los hogares estadounidenses malgastan hoy un 70% más de comida que hace cuatro décadas, y el problema tiene múltiples dimensiones: derroche de energía, contaminación y la sórdida paradoja de que una parte de la población se atiborra o tira comida mientras otra tiene dificultades en llevar una nutrición sostenida; y eso si nos atenemos solo al mundo industrializado.


Por eso el Gobierno de EEUU también ha tomado algunas medidas. Varios estados, entre ellos Nueva York, California, Vermont o Rhode Island, han aprobado leyes para limitar el derroche de alimentos. Connecticut, por ejemplo, fue el primer estado del país en obligar a los supermercados y empresas alimenticias a mandar sus sobras a plantas de reciclaje orgánico. Una manera de transformarlas en fertilizante o alimentos para animales, y de contener la expansión de los vertederos.
Para saber qué hacer con la comida, hay una pirámide de prioridades: en la cúspide, simplemente reducir la comida que se produce, porque no necesitamos tantas calorías. Ajustar la producción, comprar menos, tener algo más de sentido. Si aún así sobra comida, mandarla a un banco de alimentos para ayudar a los necesitados. Este es el siguiente escalón. Más abajo, transformarla en comida para animales. Siguiente nivel: transformarla en energía para la industria o en fertilizantes. El vertedero o la incineradora son la última opción.
Quizás, entre todos estos proyectos, vuelva a recuperarse un poco de la vieja actitud respetuosa las viandas; hacia la sal de la tierra.
