El Oeste de EEUU sufrió en 2020 un récord de incendios ... y temen más

El Oeste de EEUU sufrió en 2020 un récord de incendios … y temen más

El Oeste de EEUU sufrió en 2020 un récord de incendios … y temen más

A medida que el cambio climático se extiende, el oeste de los Estados Unidos se vuelve más vulnerable a los incendios de sexta generación. Las medidas de prevención son variadas y están sobre la mesa, sin embargo, aún deben pasar los duros obstáculos políticos y sociales que parecen frenar la lucha contra un enemigo imparable


Argemino Barro
Madrid | 7 enero, 2021


La Costa Oeste de Estados Unidos todavía tiembla ante la memoria de sus recientes incendios. 2020, también en este sentido, ha sido el peor año que se recuerda, con más de 40.000 kilómetros cuadrados de bosque reducidos a cenizas. Casi el doble que el territorio de Cataluña. Diversos estudios tratan de calcular el impacto de la catástrofe en el medio ambiente, la fauna y la salud de las personas, y apuntan a que el azote del fuego, probablemente, irá a peor.

Según un estudio de la Universidad de Colorado Boulder, la inmensa mayoría de los incendios se deben a la actividad humana. Entre 1992 y 2015, este ha sido el caso del 97% de los fuegos ocurridos en zonas urbanas y del 59% de aquellos que se dieron en tierras salvajes. Las colillas encendidas, las barbacoas descuidadas y los actos de piromanía no son algo nuevo. La novedad es que, una vez iniciados, los incendios tienden a multiplicarse mucho más rápido y con más fiereza que antes.

“El cambio climático crea las condiciones que favorecen a los incendios: temperaturas más cálidas, sequías más profundas y vegetación más seca”, dice un informe del Council of Foreign Relations, publicado el pasado septiembre. “A medida que se calienta el planeta, los fuegos empiezan antes en el año, duran más y se vuelven más grandes. El cambio climático tiene la culpa de más de la mitad del aumento de áreas vulnerables al fuego desde 1984”.

Tras los incendios, los paisajes se decoran con una estampa desoladora

No es casualidad que el estado más afectado, California, tuviese también en 2020 el verano más caliente de su historia. En Los Ángeles se registró por primera vez una temperatura de 49,4 grados centígrados. Los bosques del Estado Dorado fueron el pasto perfecto de las llamas. Una inmensa alfrombra de árboles secos o muertos que chisporrotean a la mínima. Solo en el Bosque Nacional de Sierra hay 150 millones de árboles muertos. Cada uno de sus acres, o media hectárea, contiene 2.000 toneladas de materia combustible, según el Servicio Forestal de Estados Unidos.

El profesor de Berkeley y especialista en fuegos Scott Stephens ha dicho que los incendios de esta zona pueden volverse tan intensos como el bombardeo de Dresde, durante la Segunda Guerra Mundial. “No quiero ser alarmista. Pero creo que se dan las condiciones”, declaró Stephens a Los Angeles Times. “Si tienes troncos caídos y muertos (…), los fuegos descritos en la guerra son posibles”. Dresde fue prácticamente aplanada por los aliados en febrero de 1945.

Stephens y otros siete científicos publicaron un informe en el que recomendaban aligerar los bosques: reducirlos a un tamaño más seguro y manejable. Una opción es talarlos, aunque esto presenta problemas. Muchas zonas boscosas son inaccesibles, sea porque están en el interior de espacios naturales, sea porque las colinas son muy empinadas y de difícil acceso.

La madera muerta, además, ya no tiene un mercado y no existen incentivos económicos para talarla. Otra opción son los incendios controlados. Hace años que diferentes expertos recomiendan a las autoridades californianas que practiquen esta medida; expertos como Tim Ingalsbee es uno de ellos.

Un cartel advierte del riesgo de incendio cerca del lago Hughes, California | Foto: Joseph Sohm

Este californiano se hizo bombero en 1980. Preocupado por las políticas forestales, Ingalsbee fue a la universidad y en 1995 se sacó el doctorado en sociología medioambiental. Diez años después creó la asociación de Bomberos Unidos para la Seguridad, la Ética y la Ecología (FUSEE, por sus siglas en inglés). Su objetivo era hacer ver a las autoridades que sus políticas de prevenir los incendios a cualquier precio eran contraproducentes.

Dejar crecer el bosque a su antojo es un peligro, dice Ingalsbee, dado que los árboles mueren y su madera seca se acumula, apelmazada durante cientos y miles de hectáreas. Luego una colilla encendida puede provocar hecatombes como las que se suceden desde hace años.

“Es horrible”, dijo el bombero a ProPublica el pasado septiembre, cuando su estado experimentaba los peores incendios. “Es horrible ver cómo ocurre esto cuando la ciencia es muy clara y lo ha sido desde hace años. Sufro del mal de Casandra. Cada año advierto a la gente: se acerca el desastre. Tenemos que cambiar. Y nadie escucha. Y luego ocurre”.

California aplica los “buenos incendios”, solo que no en la escala recomendada por algunos estudios. Entre 1982 y 1998 los forestales quemaron de forma controlada y prescriptiva una media de 12.000 hectáreas al año. De 1999 a 2017 el número bajo a poco más de 5.000. Un informe de Nature Sustainability calculó que, para tener una masa de combustible manejable, el estado tendría que deshacerse de ocho millones de hectáreas.

El emblemático puente de San Francisco se decoró de naranja por el resplandor y el humo de los incendios

Andar quemando porciones de bosque pensando en el futuro, sin embargo, no es una tarea sencilla. El estudio de Nature refleja varios obstáculos: barreras que separan las ideas de su ejecución. Un obstáculo son los físicos: la conveniencia del tiempo o la accesibilidad de los bosques que se quieren aligerar.

Otro, el obstáculo regulatorio. California ha tratado de flexibilizar las leyes para poder aplicar estas medidas, pero todavía quedan recovecos legales que pueden generar problemas. Un tercer obstáculo sería el miedo a las consecuencias legales, en caso de que uno de estos “buenos incendios” se vaya de las manos. Un cuarto impedimento, la opinión pública. Quizás una parte de los californianos no entiende o no apruebe los fuegos, aunque estén justificados en el largo plazo.

Los escépticos climáticos del Partido Republicano, empezando por el presidente saliente, Donald Trump, han culpado a las políticas forestales de la virulencia de los últimos incendios. Una manera de desviar la preocupación por el calentamiento global y sus probados efectos en la sequedad y en la escasez de lluvias.

La expectativa general de incendios no es alentadora. Una estimación de Fourth National Climate Assessment dice que, a mediados del siglo XXI, las áreas quemadas cada año en la región occidental de Estados Unidos crecerán en un factor de entre dos y seis.

La paradoja de la extinción

Hay una cuestión de fondo que tiene que ver con la ecología y la intervención humana en los procesos naturales. Algo contraintuitivo, pero demostrado en los últimos tiempos de forma teórica y aplicada en casos reales.

En terrenos de clima mediterráneo, como California, el fuego forma parte del esquema natural de funcionamiento de los ecosistemas.

La intervención humana para atajar incendios practicada durante décadas ha provocado que estos fenómenos naturales dejaran de suceder de la forma habitual. Eran fuegos rápidos, a ras del suelo, que aligeraban de material combustible al monte y que a menudo no afectaban a los grandes árboles como pinos y secuoyas, adaptados a resistir este proceso natural de rasuración del monte bajo gracias a su gruesa corteza ignífuga.

La consecuencia de la insistencia en atajar cualquier conato de incendio es que, en ausencia de fuegos pequeños y repetidos durante años, se acumula una gran masa de bosque sin arder. Una pira preparada para arder de golpe cuando se genera un gran fuego imparable. Y en ese caso las llamas alcanzan un volumen e intensidad que alcanza las copas y sí destruye a los gigantes del bosques.

Se ha visto en California, pero también en terribles deflagraciones en Portugal, España, Australia o Grecia en los últimos años, todos ellos lugares de dinámica climática y vegetal mediterránea como el Estado norteamericano.

Es lo que se llama entre los expertos la paradoja de la extinción: los esfuerzos humanos por evitar pequeños siniestros generan las condiciones para uno imparable.

A todo esto hay que añadir la cada vez más cercana interconexión entre zonas boscosas y áreas habitadas. Los pueblos y ciudades se acercan al bosque. Y además hay muchas viviendas dispersas en pleno monte.

Cuando estalla un incendio, los bomberos tienen que elegir entre salvar vidas y activos humanos o sofocar las llamas que afectan a la vegetación. Lógicamente, la elección es la primera. Pero derivar recursos a los intereses humanos acaba haciendo que el bosque se abandone a su suerte durante estos grandes incendios.

Los técnicos estadounidenses tienen un nombre para definir esta llamada interfaz urbano-bosque: la zona estúpida.



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