En los últimos días se ha hablado del presunto avistamiento de un cocodrilo en aguas del río Pisuerga que, al parecer, según los expertos, no se trataba más que de una nutria confundida por los vecinos con un reptil. En este artículo, el escritor de naturaleza Antonio Sandoval reflexiona sobre la belleza de este fascinante mustélido y narra encuentros con ellas, algunos literarios y otros reales, como uno reciente, justo después del confinamiento
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Mis primeros recuerdos de nutrias son literarios y televisivos. Leí mucho sobre ellas antes de poder verlas. Sobre todo, en los libros de divulgación de naturaleza para niños que llegaban a mis manos, por ejemplo los editados por Auriga Ciencia o Plesa, que todavía conservo. Varios de ellos están tan desencuadernados que, al abrirlos, parecen una colección de cartas escritas por aquel niño al señor de barba en que me he convertido.
Una pequeña nutria asiática u oriental (‘Aonyx cinerea’). Foto: Gary Perkin
Por las noches, cuando la familia nos sentábamos a ver los programas de Félix Rodríguez de la Fuente, y aparecía en ellos un río, y bajo sus ondas uno de estos animales, yo interpretaba sus movimientos como una ecuación perfecta entre el agua, lo salvaje, la elegancia, lo inasequible y lo amenazado. Aunque sin tanta palabrería, claro: lo que hacía era admirar ojiabierto aquellas imágenes y desear que no se terminaran jamás. Cuando la nutria daba paso a otra criatura fluvial, rogaba que apareciera de nuevo. Aprendí leyendo, mirando y escuchando, que era una especie en peligro. Había sido perseguida. Sus hábitats habían sufrido infinidad de alteraciones. Nos quedábamos sin ella.
«Yo interpretaba los movimientos de la nutria como una ecuación perfecta entre el agua, lo salvaje, la elegancia, lo inasequible y lo amenazado»
Un día pusieron en la tele una película cuyas imágenes se reemitieron luego, durante muchísimo tiempo, en mi imaginación. Aún hoy soy capaz de recrear varias de ellas, no sé hasta qué extremo transformadas por esos filtros que introduce la memoria en el pasado más distante. Contaba la historia de un sujeto que se iba a vivir a una remota isla escocesa con la única compañía de una nutria. La había encontrado a la venta en una tienda de mascotas de Londres. Convivían en una cabaña al borde del mar. Él pescaba, escribía, paseaba. La nutria, sobre todo, jugaba. En cierto momento, el protagonista construía con ventanas, para su amiga, una gran pecera de madera en la que ella buceaba encantada. Un día gris, mientras la nutria correteaba por una cuneta, caía sobre ella el azadón de un hombre que trabajaba la tierra. La película terminaba casi de inmediato. Un poco como la niñez a veces.
«Soy un devoto absoluto de los paisajes costeros norteños, de la soledad en plena naturaleza, del mejor pulso narrativo»
Estatua en recuerdo de Gavin Maxwell y su nutria esculpida por Penny Wheatley y colocada cerca de dónde vivió el escritor en Escocia. | Foto: KAppleyard
Sólo mucho después supe que estaba basada en el libro Ring of Bright Water, escrito por Gavin Maxwell en recuerdo de la temporada que vivió en las islas Hébridas intentando ganarse la vida como pescador de tiburones peregrinos. Su única compañía allí había sido una nutria llamada Mijbil que se había traído poco antes de Irak. Publicado en 1960, ha vendido desde entonces, en inglés, más de un millón de ejemplares. La versión más reciente en español, de 2015, es una estupenda traducción de Manuel de la Escalera para la editorial Hoja de Lata, titulada El círculo de agua clara. La portada, obra de Charles Tunniclife, es irresistible. Nueve gaviotas reidoras en plumaje de invierno planean sobre una ola en el instante que rompe entre unas rocas oscuras. No se ve ninguna nutria: está bajo esa ola, seguro.
Lo compré en cuanto salió, y me zambullí en él en busca tanto de buena literatura naturalista como de evocaciones. Soy un devoto absoluto de los paisajes costeros norteños, de la soledad en plena naturaleza, del mejor pulso narrativo. Encontré mucho de todo esto. No en todas las páginas, pero sí en muchas. También sonrisas. Y varios dibujos a plumilla, obra del propio Maxwell, que describen tan bien las actitudes y coreografías de su nutria como muchos de sus párrafos. Y ciervos, cisnes, delfines, cuervos…
Poco antes del confinamiento responsable consecuencia de la pandemia, mi hijo y yo vimos una nutria a menos de un kilómetro de donde yo vivía de niño, en plena ciudad de A Coruña. Acababa de recogerlo a la salida de sus clases de natación. Como tantas tardes, fuimos a merendar junto al paseo marítimo, en unas rocas en las que, durante el curso, vemos siempre vuelvepiedras, esas aves regordetas y de patas naranjas que cada primavera vuelan incluso hasta el norte de Canadá, para criar allí a sus familias.
«Durante mucho tiempo, en el tiempo de mi formación infantil, de mis primeros descubrimientos, entre otros los de mis querencias más intensas, las nutrias sólo vivieron en mi imaginación»
Un grupo de gaviotas volaban excitadas y a baja altura junto a las rompientes, cerca de nosotros. Nunca dejo los prismáticos en casa, ni siquiera para este tipo de salidas rutinarias. Los saqué de la mochila y busqué entre las olas el objeto de su interés. Una nutria. Nadaba entre los brillos del agua y la espuma. Desaparecía bajo las olas en busca de alimento. Reaparecía varios metros más allá o acá. Cada vez que emergía, nos avisábamos: “¡Allí está!”. Varios paseantes se acercaron a compartir nuestro júbilo. Un par de niños con sus padres. Un señor en silla de ruedas con su familia. “¡Allí está otra vez!”. La nutria se acercó aún más y después se fue, siguiendo la línea de costa.
Ahora es fácil ver nutrias. Ayudadas por su protección y por una creciente sensibilidad social por lo salvaje, han recolonizado multitud de rincones de la costa y del interior. Encontrarlas ya no es difícil. Incluso pueden aparecer en plena ciudad. Con todo, cada vez que contemplo una se activa en mí algo muy particular.
Nutria euroasiática (‘Lutra lutra’) avistada en la Isla de Mull, en Escocia. | Foto: Chanonry
No he logrado identificarlo del todo. Pero tiene que ver con el hecho de haber comenzado a saber de ellas a través de libros y documentales. Me refiero a que, durante mucho tiempo, en el tiempo de mi formación infantil, de mis primeros descubrimientos, entre otros los de mis querencias más intensas, las nutrias sólo vivieron en mi imaginación. En ella nadaban y buceaban, fabricadas con unas pocas lecturas y dos o tres escenas pregrabadas. ¿Lograría verlas de verdad algún día? Quizá sí. Soñar con ello fue una de las bases sobre las que se iba edificando mi condición de naturalista.
Estuve a punto de explicar todo esto a mi hijo. No lo hice. Decidí que una disertación así estaba fuera de lugar. Bastaba con aquella nutria. Con sus inmersiones. Sus bigotes. Su cola serpenteando entre las olas. Con los dos gritando, a la vez “¡Allí está!”.