Salvar los viejos sabores de la extinción - EL ÁGORA DIARIO

Salvar los viejos sabores de la extinción

Salvar los viejos sabores de la extinción

Son los regalos de una tierra que siempre guarda secretos. En Madrid, aún se descubren y recuperan variedades de tomates y frutas que se creían desaparecidas.


Analía Iglesias
Madrid | 15 octubre, 2021


Parece increíble que en un suelo tan poblado, pisado y explorado como el de Madrid todavía contenga viejos misterios biodiversos ligados a nuestra alimentación. Hace unos años, el Instituto Madrileño de Investigación y Desarrollo Rural, Agrario y Alimentario (Imidra) de la Comunidad de Madrid consiguió restablecer la producción de tres variedades de tomates tradicionales en la región, que habían desaparecido de las tomateras de la región en los años 60, con el éxodo rural, y volver a ponerlos en el mercado.

Estos tres tipos de tomates madrileños –antiguo, moruno y gordo– nos llamaban a ampliar el gusto hacia variedades que no son las de la gran escala industrial. Pero, en realidad, la cantidad de cepas tradicionales rescatadas eran más de cuarenta –casi todas autóctonas–, en una larga travesía que empezó, con un proyecto del Instituto, en 2008. En muchos casos, se trata de frutos menos resistentes, con piel más fina, que toleran peor las condiciones del tráfico, el almacenamiento y la distribución del mercado actual.

La colección de semillas del Imidra, que se nutre también de la información de asociaciones rurales y de cultivos tradicionales, siempre es un punto de partida para iniciar la senda de la recuperación de variedades  que han ido quedado al costado del camino central, el más transitado. A continuación suele hacerse una evaluación agronómica de la viabilidad de cada tipo, su aporte nutricional y, posteriormente, se recupera la memoria del gusto de un sabor que quizá un día concebimos.

Al rescate de los tubérculos pobres

Se cuenta que antes de la bienaventurada patata (o papa) llegada de América, en estas tierras se comían tubérculos de muy variados colores. Uno de ellos es casi blanco como la patata y servía a preparaciones similares: la chirivía. De aspecto parecido al de una zanahoria, también al del jengibre, la chirivía tiene, al parecer, las mismas virtudes para la vista que la delicia de los conejos.

Chirivía (‘Pastinaca sativa’)

La chirivía –o pastinaca sativa– es una umbelífera  (como el apio, el hinojo y la zanahoria), originaria de Europa y Asia, que cayó en desuso cuando la patata colonizó los gustos europeos y se convirtió en el plato nacional de varios países de un continente en el que no había nacido. Pero en los duros tiempos entreguerras del siglo XX, la chirivía volvió a comerse con fruición, sobre todo durante los inviernos, reemplazando casi a todas las hortalizas inexistentes: solo bastaba con sembrar unas pocas plantas agradecidas y luego  desenterrar sus bulbos, incluso de las tierras más áridas.

En algunos remotos tiempos, se utilizó su azúcar para endulzar infusiones o hacer mermeladas. Poco a poco, fue convirtiéndose un tubérculo despreciado o ignorado por estos comensales de dirección única que somos. Desde hace unos años, sin embargo, ha habido ciertos movimientos gastronómicos que pretenden  recuperar sabores que son muy particulares por terrosos y muy vivificantes, que aportan la sensación de solidez y resistencia, además de otorgar variedad a los platos con legumbres.

Grosellas como perlas de un viejo galeón hundido

Al grosellero de roca, los técnicos del Imidra lo califican como un “tesoro escondido en el Parque Nacional de Guadarrama”. De este fruto del bosque de distribución natural en el eje cantábrico y pirenaico de la Península ibérica se desconocía por completo su existencia en el sistema montañoso central, hasta que, unos pocos años atrás, un grupo de curiosos botánicos descubrió unas pocas matas en el parque madrileño.

Fue la pertinaz búsqueda del naturalista Rubén Bernal, frente a un grupo de gente apasionada por la flora de la región, quien dio con ese tesoro semi-oculto entre las rocas graníticas, del cual ya se obtienen semillas para abastecer a un banco de germoplasma que permitirá salvar al grosellero de la amenaza de extinción.

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Grosellero de roca (‘Ribes pretraeum’).

El hallazgo vino a completar la obra de un ingeniero de Montes llamado José Jordana y Morera, quien, en el siglo XIX escribió Memoria de la garganta de El Espinar. Un documento para la ordenación de los montes de España, ya que, a pesar de su exhaustivo trabajo, no había vislumbrado la posibilidad de encontrar un grosellero de roca en estas latitudes. De hecho, el naturalista decimonónico mencionaba al grosellero como una planta de la que le habían hablado en la zona, pero sobre cuyos frutos él concluyó que los observadores seguramente confundían con los del sangüeso, un tipo de pequeña frambuesa silvestre.

Estos son apenas algunos de los ejemplos de lo minuciosa y paciente que es la búsqueda de viejas variedades de plantas silvestres comestibles y el rescate de cultivos antiguos de la región, con el fin de conseguir multiplicar esas plantas autóctonas y salvarlas de caer en el olvido y, con ellas, perder una parte de la riqueza de los ecosistemas. Esta tarea de observadores cuidadosos, naturalistas, botánicos e ingenieros, y tanto de aficionados como de profesionales, también incluye la recopilación de conocimientos tradicionales sobre las plantas de parte de los pobladores que heredan semillas, técnicas, saberes y sabores . La gastronomía, siempre ávida de nuevos matices que despierten nuestras papilas adormecidas, es una aliada indiscutible de estas búsquedas de galeones que parecían hundidos en los pliegues de la memoria natural.



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