El oso polar, el salmón o el playero rojo, un augusto pájaro que anida en las costas siberianas, aún no lo saben, como tampoco lo saben el permafrost ni, en general, el futuro del planeta, pero los misiles de Rusia que llueven sobre Ucrania desde hace más de un mes también han tenido un impacto en el estudio de su hogar, de su hábitat: el Ártico. Una de las víctimas, de los daños colaterales, de la invasión rusa de Ucrania.
La ecuación es sencilla: una buena parte de los efectos del calentamiento global se estudia en el Ártico, y la mitad del Ártico está en Rusia. Si los climatólogos ya no pueden colaborar con Rusia, ni visitar sus helados parajes, gran parte de la ciencia climática deja de tener sentido. Y esto es lo que ha pasado, en gran medida, desde que Moscú descendió al estatus de paria internacional y quedó condenada a la marginación por parte de Occidente. Incluyendo la marginación académica y científica.
«Es como un Tsunami», explica Bruce Forbes, profesor e investigador americano-finés de la Universidad de Laponia y coordinador de CHARTER, un proyecto multinacional que espera adaptar al cambio climático la vida en las regiones árticas. «Estamos todo el rato en modo de crisis», continúa. «Llevo trabajando con los rusos desde la época soviética. 31 años. Todos mis proyectos han estado, en gran parte, fundamentados allí, y ahora están completamente cerrados».
Las instituciones más competentes de Europa y Estados Unidos se han unido al escarnio generalizado contra Rusia, y han tomado medidas. En las últimas semanas, el Servicio de Pesca y Vida Silvestre de EEUU suspendió su programa de observación de osos polares, que desempeñaba junto a científicos rusos desde el año 2000. Sus miembros tienen orden de no comunicarse con sus contrapartes euroasiáticos. Lo mismo han hecho la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica, que tenía en curso varias iniciativas en el Ártico, el estudio MOSAiC y la Unión Europea: lo cual ha congelado indefinidamente los ambiciosos proyectos de Bruce Forbes.


La experiencia de Forbes abarca numerosas disciplinas. En estas tres décadas ha estudiado el uso de la tierra y los efectos del cambio climático en las regiones árticas: desde Alaska y Canadá hasta el norte de Rusia, pasando por Finlandia, donde vive y trabaja. Su especialidad es el permafrost: la tierra que permanece congelada junto a los polos y que actúa de pilar para sus variados ecosistemas.
«Es un gran problema porque la mitad del Ártico es Rusia y la mayor parte del permafrost está allí, y muchos de los gases del efecto invernadero está contenidos en el permafrost ruso», dice Forbes. «Estamos aislándonos, voluntariamente, de los datos. Y no tiene sentido porque, durante la Guerra Fría, la colaboración con Rusia continuaba. Hubo altibajos, pero no se detuvo. Ahora estamos en una fase crítica, con los objetivos de recorte de emisiones, y nos estamos aislando de la mitad del Ártico».
Sin Rusia no hay Ártico
Además de hacer su trabajo de campo y de laboratorio, el gremio científico se congratula de haber ido comunicando cada vez mejor sus descubrimientos al gran público. Desde que Al Gore perdió las elecciones hace 22 años, y dedicó sus energías a alertar sobre los gases del efecto invernadero, los investigadores, con ayuda de los periodistas y de cada vez más políticos, han ido traduciendo el amasijo de datos científicos en imágenes concretas: huracanes, inundaciones masivas, desertificación, deshielo… Y su impacto directo en las comunidades humanas. Un relato que, finalmente, puede huir de la abstracción y contarse con nombres y apellidos.
La debacle de la colaboración con Rusia, como indica Forbes, llega en un momento clave: la época en la que por fin los gobiernos parecen ponerse serios con el calentamiento global, fijando objetivos y financiando iniciativas. Un impulso político que necesita seguir siendo alimentada por el denodado trabajo de los climatólogos. Sobre todo de aquellos que se centran en el permafrost, donde yacen algunas de las llaves de lo que puede pasarle al planeta si continúan aumentando las temperaturas.
«En una de las últimas charlas, un colega dijo que no podemos dejar de vigilar el permafrost y el clima porque nuestros modelos no son los suficientemente sólidos«, cuenta Bruce Forbes. «Seguimos infravalorando cómo será el calentamiento. Estamos rebasando constantemente las predicciones más pesimistas porque el calentamiento va muy rápido. Ahora nos aislamos justo cuando dependemos más de estos datos. Nos aislamos en el momento crítico».


En torno a este deshielo, además, se producen numerosas oportunidades de explotación económica que los científicos quieren vigilar. Bajo el permafrost se encuentran poderosas reservas de gas, petróleo y minerales como el oro. Sería conveniente que alguien pusiera en ellas la lupa antes que el taladro.
«Los científicos sociales trabajamos en un pequeño nicho», explica Seija Tuulentie, investigadora y profesora del Instituto de Recursos Naturales de Finlancia. “Ahora estamos investigando los recursos naturales, cuestiones relacionadas con el turismo y con el uso de la tierra. Por ejemplo, el estudio de las manadas de renos o la reconciliación en torno a los conflictos del uso de la tierra, la minería o la energía». Tuulentie dice que la organización para la que trabaja vive un proceso parecido al de las demás: les ha pedido a sus empleados que no viajen a Rusia y que corten toda comunicación con los centros rusos.
La burbuja que estalló
Hasta ahora, los estudios árticos se habían preciado de estar relativamente aislados de las tensiones geopolíticas. La Guerra Fría no impidió las fructíferas colaboraciones entre ambas orillas del Telón de Acero, ni tampoco la anexión rusa de Crimea en 2014, que sí inspiró sanciones políticas y financieras.
«El Ártico ha sido una región relativamente pacífica, y muchos de nosotros que trabajamos allí presumimos de ello, y de trabajar con la Federación Rusa», declaró a la agencia Reuters Michael Sfraga, fundador y director del Instituto Polar del Wilson Center, y presidente de la Comisión de Investigación del Ártico de EEUU. «Ha habido una burbuja en torno al Ártico, que ha mantenido a distancia las tensiones«.
Hasta que la burbuja de protección se vino abajo con los misiles rusos el 24 de febrero. El Arctic Council, una organización fundada en 1996 y a la que pertenecen ocho países septentrionales, ha cancelado la cumbre que tenía planeada en Arjángelsk, en Rusia, el próximo mes de mayo. Los biólogos marinos americanos que estudian los salmones ya no podrán subir a los barcos rusos, ni los ornitólogos llevarán sus prismáticos a la península de Taymyr, en Siberia, donde anidan los calidris canutus, o playeros rojizos.


Occidente ha cerrado la puerta de la fascinante fauna y flora de Rusia, y también de otros campos. La Organización Europea de Investigación Nuclear, el CERN, una de las colaboraciones científicas más longevas y ambiciosas, compuesta de 23 países, condenó la invasión de Ucrania y retiró a Moscú el «estatus de observador».
El proyecto que dirige Bruce Forbes, CHARTER, que cuenta con 21 gobiernos miembros y un presupuesto, aportado por la Unión Europea, de casi 6 millones de euros, ha frenado sus diversas operaciones. «Tenemos que reorientarnos a los países nórdicos, pero eso no puede sustituir el trabajo realizado en Rusia. Ahora no nos podemos ni comunicar con nuestros colaboradores rusos», asegura Forbes, que dice estar en la frustrante situación de no poder pagar a quienes llevaban meses trabajando para CHARTER, ya que no tienen la opción de ingresarles el dinero en sus cuentas.
«Estoy fuertemente en desacuerdo con que la ciencia deba de sucumbir a las presiones geopolíticas«, añade. «Sobre todo cuando el clima está calentándose. No hay que ser un científico de cohetes para saber que esto está perjudicando a la humanidad. Después de pasar años intentando grabar las esencias en la mente pública, ahora cortan este esfuerzo».
