El presidente Joe Biden desgrana poco a poco sus planes verdes, que son ambiciosos en muchos sentidos y conforman la esencia misma de su administración. Nunca antes un gabinete norteamericano había tenido puestos dedicados únicamente a la lucha contra el cambio climático dentro y fuera de Estados Unidos; nunca antes un gabinete había puesto el acento medioambiental en toda la operación del Gobierno.
Pero no todo el mundo mira con ojos esperanzados la promesa ecológica del presidente. Hay regiones del país, sobre todo rurales, y grandes industrias, sobre todo la energética, que tiemblan cada vez que escuchan las palabras “clima”, “solar” o “verde”, como si el fantasma del desempleo y la bancarrota apareciese con su enorme guadaña.


Uno de los campos de batalla más simbólicos, y que refleja los equilibrios que tiene que hacer el presidente demócrata, ha sido el del Keystone XL: un oleoducto cuya construcción ha detenido la Administración Biden. Las filas ecologistas, que llevaban años oponiéndose al Keystone, aplaudieron la decisión. No así las empresas implicadas, ni tampoco los sindicatos: uno de los pilares del apoyo a Biden.
“Si miras a un oleoducto y estás diciendo que lo vas a sacrificar, ¿entonces qué vas a hacer para crear los mismos trabajos bien pagados en esa área?”, declaró al portal Axios Richard Trumka, presidente de la Federación Estadounidense del Trabajo y Congreso de Organizaciones Industriales, más conocida como AFL-CIO: el sindicato más grande de Estados Unidos. “Si destruyes 100 empleos en Greene County, Pensilvania, donde yo me crie, y creas 100 empleos en California, eso no le hace mucho bien a esas 100 familias”.


Otros sindicatos, como el de construcción y el de plomeros y fontaneros, han criticado la decisión y han dicho estar “muy decepcionados” con el presidente. El Sindicato Internacional de Trabajadores calcula que la cancelación del Keystone destruirá 1.000 empleos existentes y evitará la creación de los 10.000 que estaban previstos. El mismo día que Biden firmó la orden, la empresa responsable de construir el oleoducto, TC Energy, anunció un millar de despidos.
Conservar el empleo
Aquí está la línea fina por la que transita la Casa Blanca: entre los jóvenes y siempre exigentes activistas climáticos, que gozan de la simpatía de gigantes tecnológicos como Amazon y sus planes verdes que publicita a voz en cuello, y el viejo, tradicional y disminuido tejido manufacturero. El mundo al que pertenecen Trumka y otros sindicalistas; los trabajadores que respaldan las políticas sociales demócratas, pero temen a sus políticas ambientalistas.
El Keystone, en realidad, solo es un pequeño detalle. La guinda del pastel que tiene a los medios entretenidos. La agenda verde presidencial amenaza con golpear sectores y regiones diversos: comunidades que sufrirán lo que se ha bautizado con el eufemismo de “transición”, como si al otro lado del cierre de una acería o una planta de carbón se garantizase un lustroso paisaje de oportunidades y empleos verdes.


Esa “transición” no se ha materializado, por ejemplo, en Virginia Occidental. Hace un siglo más de 100.000 habitantes de este estado trabajaban en las explotaciones de carbón, hierro o aluminio. Las minas eran el corazón de la actividad económica de Virginia Occidental: el fundamento sobre el que se sostenían sus familias y sus ciudades. Bajar a las tripas de la montaña era una tarea dura pero también honrosa, y si uno viaja a esta hermosa región de los Montes Apalaches, con sus valles y cascadas y su recia cultura clánica, a menudo verá el débil eco de lo que para muchos residentes supuso una edad de oro. Una edad de empleo.
Ahora el sector petrolero estadounidense emplea a unas 160.000 personas, en torno a la cuarta parte que hace una década
Pese al aumento de población, el número de mineros ha descendido hoy a una quinta parte: son apenas un 2,5% de la fuerza laboral. Las técnicas mineras más sofisticadas y agresivas, como el llamado mountain top removal, que consiste en descabezar a las montañas con explosivos, propiciando una lluvia de rocas y gravilla por los alrededores, han suplantado a la mano de obra. Pero los empleos han sido afectados, sobre todo, por el avance de fuentes energéticas más limpias y eficientes que el carbón. Un proceso que se ha reflejado, también, en la política.
Virginia Occidental, con su tradición obrera, siempre había sido territorio progresista. Entre 1932 y 1996, el estado votó demócrata en 14 de las 17 elecciones presidenciales. Era una parte del preciado “muro azul” de la izquierda. Esto cambió, sin embargo, en el año 2000. El entonces candidato Al Gore fue pionero en incluir en su campaña medidas contra el novedoso concepto de “calentamiento global”. Medidas como subir los impuestos a la explotación del carbón y otros combustibles fósiles, y dar ventajas fiscales a las nuevas energías verdes. El estado minero percibió la amenaza y ha votado, desde entonces, republicano.


Aunque los conservadores ganasen la presidencia varias veces, la transformación energética avanza lenta pero imparable, y el nivel de vida de Virginia Occidental ha ido empeorando desde hace 20años hasta convertirlo en el estado más pobre de EEUU, solo por detrás de Misisipi.
Los virginianos occidentales padecen hoy todo tipo de problemas relacionados con la decadencia económica: sus comunidades están siendo lastradas por la obesidad, el tabaquismo, las enfermedades cardiovasculares y el abuso de medicamentos opiáceos y su alternativa ilegal, la heroína.
Según Bill Raney, presidente de la Asociación del Carbón de Virginia Occidental, la raíz de estos males se encuentra en el declive del carbón. “La pérdida de los empleos y la pobreza son el terreno fértil en el que crece el abuso de las drogas”, declaró en 2016. “Muchos de nuestros conciudadanos simplemente han dejado de buscar trabajo. Han perdido sus casas, sus coches, sus sueños y su esperanza”.
Cuando Donald Trump, hace cinco años, se presentó en Charleston a dar un mitin, se puso un casco de minero y empezó a dar paladas como si recogiese carbón, se ganó el corazón de los allí presentes, que todavía recuerdan el momento. El magnate republicano sacó en Virginia Occidental su mayor porcentaje de votos de todo Estados Unidos: más del doble que Hillary Clinton y, después, que Joe Biden.
Los paisajes industriales en decadencia fueron la médula espinal de la campaña de Trump, conocido escéptico del cambio climático y sempiterno mercantilista en su defensa del sector manufacturero, guerras comerciales mediante. Su discurso de investidura de 2017, recordado como “Masacre Americana”, evocó las “factorías oxidadas, desperdigadas como tumbas por el paisaje de nuestra nación”.
Por eso, la prédica de los peligros del cambio climático, que en ambientes urbanos, donde las fuentes de prosperidad tienden a ser la tecnología, las finanzas, la cultura o los servicios, encaja mejor que en determinadas zonas del interior: más ligadas históricamente a sectores como el automovilístico, el acerero o el energético.


Las autoridades temen estos cambios y han tratado de amortiguarlos. Colorado y Nuevo México han creado “oficinas de transición” para suavizar los efectos colaterales que puede traer una economía más verde. “La cuestión básica es de equidad”, dijo a CNBC Wade Buchanan, director de la Oficina de Transición Justa de Colorado. “Como nación, y como mundo, estamos transitando desde una economía de en combustibles basados en el carbono a una economía de combustibles más limpios, pero creer que los trabajadores van a transicionar de trabajadores basados en el carbón a trabajadores de energía limpia es la manera equivocada de pensar en ello”.
Buchanan y otros encargados de amortiguar el golpe socioeconómico tienen planes y agendas. Lo único que les falta es dinero: el apoyo económico decisivo del Gobierno federal, que era de lo que carecía la llamada Iniciativa Energética aprobada por Barack Obama en 2015, rica en intenciones pero no en dólares.
El reto económico del país
Incluso cuando se produce dicha transición, los empleos nuevos no están siempre mejor pagados. Una diferencia de salario evidente cuando miramos al sector de los hidrocarburos. “Según los datos de la Oficina de Estadísticas de Empleo en mayo de 2019, la paga anual media de los trabajadores de extracción de gas y petróleo era 96.600 dólares: el doble que la de quienes instalan paneles solares (46.850 dólares) y casi un 60% más alta que el salario medio de un técnico de turbinas eléctricas”, dice un comunicado de American Energy Alliance, un think tank financiado con donaciones de gigantes como Exxon Mobil. La asociación sostiene también que los trabajadores despedidos tendrían que empezar prácticamente de cero en los sectores que tengan a bien contratarlos.


El experto en tecnología y mercados Andy Kessler, columnista del Wall Street Journal, incide en esta perspectiva: asegura que muchos de los empleos verdes que quiere crear Biden no solo estarán mal pagados, sino que supondrán un lastre para la economía. “La mayoría de los trabajos verdes no son trabajos productivos”, escribe Kessler. “Son trabajos de proyectos públicos, trabajos basura, que aumentan el precio de la energía. Lo sé: en California la energía es un 52% más costosa que la media de los estados. Eso es productividad negativa”.
En cierto modo no es algo que dependa solo del criterio de Joe Biden. La propia modernización de la economía va acabando con muchos de estos empleos tradicionales. En el caso del petróleo, por ejemplo, Estados Unidos tuvo una nueva edad de oro la década pasada gracias al alto precio del barril y a las técnicas de fracturación hidráulica, o fracking, que permitieron a las corporaciones acceder a yacimientos antes impensables. La primera potencia mundial ha llegado a producir 12,7 millones de barriles diarios y a emplear a 600.000 personas en el sector, responsable primordial de la recuperación posterior a la crisis financiera de 2008.
El boom del petróleo fue una lluvia de maná para regiones como la Cuencaa Pérmica, entre Nuevo México y Texas; la Cuenca Marcelo entre Ohio y Pensilvania, o zonas de Dakota del Norte, Colorado y Luisiana. La alta producción, paradójicamente, fue en parte responsable del exceso global de oferta y de la caída de los precios, que la pandemia de coronavirus ha terminado de rematar. Ahora el sector petrolero estadounidense emplea a unas 160.000 personas, en torno a la cuarta parte que hace una década. Y Joe Biden no ha tenido nada que ver.
Otros análisis, como este del Brooking Institute, aseguran que el daño económico duradero no lo va a causar la destrucción de algunas decenas de miles de empleos, sino los efectos del cambio climático: los huracanes cada vez más devastadores, los incendios récord, el aumento del nivel del mar o las olas de frío que en las últimas dos semanas han arrasado las infraestructuras de Texas.
La intención del presidente, además de preparar el terreno para reducir a cero las emisiones de dióxido de carbono 2050, modernizar las infraestructuras y multiplicar por 20 el número de vehículos eléctricos en las carreteras, es crear, durante el proceso, 10 millones de empleos verdes y bien pagados. Una tarea para la que necesitará orquestar una miríada de intereses, en ocasiones, contrapuestos.
