Hemos visto la imagen muchas veces. Una imagen confeccionada para los libros de historia. En ella se ve al presidente americano del momento, sentado en una mesita al aire libre, rodeado de miembros de su gabinete, congresistas y otras celebridades. Su actitud es serena y sobria. La de los demás, entusiasmada y risueña. Cuando las cámaras están listas, el presidente abre la pluma y estampa su firma en una importantísima ley. Lo vimos, por última vez, el pasado lunes, cuando Joe Biden certificó, por fin, su ley de inversión masiva en infraestructuras. Un billón de dólares para carreteras, puentes, puertos y aeropuertos, y con un fuerte cariz climático. O eso nos dice la Casa Blanca.
Técnicamente, se trata de la mayor inversión climática de la historia de EEUU. En torno a la quinta parte del paquete, casi 200.000 millones de dólares, irán destinados a incentivar el uso de energías limpias y preparar las infraestructuras contra los efectos del calentamiento global, como las inundaciones, las sequías o los incendios.
El desglose de la parte climática de la ley, según CNBC, es el siguiente: 65.000 millones de dólares para desarrollar energías limpias; 55.000 millones para potenciar el acceso a agua potable; 50.000 millones para dotar a múltiples construcciones de “resiliencia climática”; 21.000 millones para tapar los yacimientos de gas y petróleo abandonados; 7.500 millones para expandir la red nacional de estaciones de carga de vehículos eléctricos, y, finalmente, 5.000 millones para comprar buses escolares híbridos y eléctricos.
“El acuerdo bipartidista de infraestructuras creará una generación de empleos sindicados y bien pagados, construirá mejores carreteras y puentes, puertos y aeropuertos, internet de ancho de banda para todos y transmisión energética para combatir la crisis climática”, dijo la secretaria de Energía, Jennifer Granholm, poco antes de que se firmara el paquete. La Casa Blanca espera que este cree en torno a dos millones de empleos en los próximos ocho años.


Se trata del penúltimo gran proyecto de la agenda de Joe Biden. Su otro gran plan de gasto, de 1.75 billones de dólares, dedicado a ampliar las protecciones sociales e invertir, también, en numerosas iniciativas verdes, todavía sigue atascado en el Congreso. Varios expertos afirman que el plan que acaba de ser aprobado, pese a ser ambicioso, se ha quedado corto en varios aspectos.
La ley de infraestructuras “es un importante pago por adelantado en la construcción de la economía limpia y resiliente que Estados Unidos necesita para prosperar”, dice por correo electrónico Dan Lashof, director para EEUU del World Resources Institute, una asociación sin ánimo de lucro que investiga los modelos de sostenibilidad medioambiental. “Incluye grandes inversiones para actualizar los sistemas hídricos, refozar la red eléctrica, electrificar el transporte y aumentar la resiliencia frente al cambio climático. Pero ella sola, sin embargo, no es suficiente para abordar los desafíos a los que nos enfrentamos y cumplir los compromisos del presidente Biden para abordar el cambio climático”.
Según el periodista Jake Blumgart, especializado en transporte e infraestructuras, casi la mitad del dinero total del plan irá destinado a pagar actualizaciones rutinarias de los programas de transporte y energía. Y hay un aspecto muy destacado: pese a las intenciones del Gobierno federal, quienes van a decidir en qué se gastan esos dólares van a ser los gobierno estatales, muchos de ellos deseosos de tapar agujeros o ampliar sus carreteras. Medidas que, al final, pueden no tener nada que ver con el medio ambiente. Sobre todo en los estados republicanos.
“América ha desarrollado y construido un ambiente que es particularmente dependiente de los automóviles personales”, escribe Blumgart en Governing. “Como resultado, el 29% de las emisiones de carbono en Estados Unidos proviene del transporte, con coches y camiones privados representando la vasta mayoría del total. Esta es la mayor contribución de la nación al cambio climático. En el compromiso alcanzado con los demócratas moderados del Senado”, continúa, “muchas de las provisiones climáticas fueron sacadas de la ley. Con un fuerte énfasis en las autopistas, los expertos (…) dicen que la ley de la demanda inducida se asegurará de que las nuevas y ampliadas carreteras solo atraerán más conductores”.


Casi la mitad del plan, 500 millones de dólares, reparará la infraestructura vial de Estados Unidos, construida, en gran parte, por la administración Eisenhower en los años 50. El Gobierno federal calcula que unos 280.000 kilómetros de carreteras, y 45.000 puentes, están en malas condiciones y necesitan ser restaurados.
Mientras tanto, una victoria es una victoria, y el presidente Joe Biden ha salido de gira para promocionar las bondades de su ley. El martes visitó una de las dos plantas de la automovilística Ford en la que se producen vehículos eléctricos: la llamada Factory Zero. Antes de dar su discurso, el presidente se dio una vuelta en un Hammer eléctrico blanco. “Este es un pedazo de vehículo”, declaró ante la prensa. “¿Quiere alguien subirse a la parte trasera, o al techo?”.
El mercado de los vehículos eléctricos en EEUU está en auge: aparece todos los días en las portadas. La compañía que representa un 66% de este sector, Tesla, ha pasado en una década de ser una curiosa startup a volverse un temido gigante: una especie de ídolo ante el que se inclinan los inversores y las autoridades. Su valor bursátil, en 2010, apenas superaba los 2.000 millones de dólares. Hoy va ya por el billón largo. Se ha multiplicado por 500. Un valor equiparable al de las 10 automovilísticas más grandes del mundo, incluyendo las japonesas y alemanas, juntas.
Otras compañías tratan de seguir a Tesla y aprovechar el entusiasmo de los inversores. Lucid Motors, por ejemplo, ha visto cómo el valor de sus acciones se doblaba en un mes, hasta superar a Ford en capitalización bursátil. Y eso que Lucid apenas vende vehículos. Su sueño es colocar 20.000 al año. Ford, que se ha quedado atrás, vende 4,2 millones de coches. 210 veces más.


El periodista económico Andrew Ross Sorkin sugiere que podemos estar delante de una burbuja. “El impulso de los políticos para estimular las ventas de V. E. [vehículos eléctricos] ha ayudado al sector, como también lo ha hecho la conciencia climática entre algunos de los compradores de coches”, escribe Sorkin en su newsletter diaria del New York Times. “Pero la manía también refleja un entusiasmo general alcista que ha elevado muchos activos, lo cual es difícil de ligar a fundamentos financieros tradicionales”. Algunas de estas empresas ni siquiera fabrican coches todavía.
Pese al idiolo de estos días con el Gobierno y la opinión pública, los coches eléctricos solo representan, de momento, un 2,5% del parque automovilístico de Estados Unidos, por cuyas carreteras, a punto de recibir una mano de pintura, circulan en total unos 286 millones de vehículos.
Las esperanzas medioambientales de la administración Biden, al final, dependen de que se aprueba en el Congreso el otro gran paquete legislativo: el plan de gasto climático-social. Incluiría, entre otras cosas, 320.000 millones de dólares en créditos fiscales para incentivar la energía limpia: para los compradores de vehículos eléctricos, las corporaciones que reduzcan anualmente sus emisiones contaminantes y los propietarios que remodelen sosteniblemente sus viviendas.
El camino de este plan, sin embargo, está lleno de espinas. Según el portal Axios, los donantes del Partido Republicano están descontentos con el hecho de que 19 senadores y representantes conservadores dieran su apoyo a la ley demócrata. Las últimos indicadores electorales dicen que el partido está en una posición de fuerza de cara a las legislativas del año que viene, y algunos de sus líderes, y de sus mecenas, no ven una razón para otorgar nuevas victorias a un presidente demócrata que realmente las necesita.
