Cuando la pandemia de coronavirus parecía situarse, por fin, en el espejo retrovisor, la invasión rusa de Ucrania ha vuelto a demostrar que nuestros planes y previsiones son más frágiles que la porcelana, empezando por lo que se refiere a la sangre de nuestras economías: la energía. Como suele suceder cuando sube el precio de la gasolina, y por tanto el del transporte y el de los productos transportados, el sistema se ve contra las cuerdas y reaparece un dilema clásico: ¿Perforar más o acelerar la soñada transición verde?
Atrapado en la encrucijada está Joe Biden. El presidente de EEUU llegó al poder con una buena panoplia de propuestas medioambientales bajo el brazo. Sus grandes planes de infraestructuras y de rescate económico post-covid, aún aguados por las negociaciones, tienen la intención de reducir a la mitad las emisiones contaminantes en menos de una década, en relación a los niveles de 2005. Un camino que pasa, entre otras cosas, por enterrar el uso de combustibles fósiles.


Este era el objetivo hasta que empezaron a caer los misiles en Ucrania. Las tropas rusas extendieron sus líneas de ataque en la estepa, como filas de patos sentados esperando a ser emboscados, y una nube de sanciones sin precedentes descendió sobre la economía rusa.
Desde el 1 de marzo, Estados Unidos y otros países dejaron de comprar petróleo ruso; los más dependientes, como Alemania o Italia, prometieron empezar a distanciarse; los grandes bancos de Rusia ya no pueden comerciar la energía y sus barcos petroleros han tenido que redibujar las rutas.
“El galón de gasolina, en Estados Unidos, se colocó este mes a 4 dólares y 30 centavos, un récord histórico”
Las turbulencias se notan al llenar el depósito: el galón de gasolina, en Estados Unidos, se colocó este mes a 4 dólares y 30 centavos. Un récord histórico que ha elevado como una marea el resto de la economía. La inflación estadounidense creció un 8,5% interanual en abril. El ritmo más rápido de las últimas cuatro décadas. Y eso que el mercado petrolero ya estaba sobrecalentado antes de la invasión.
“Lo que hemos visto en los últimos meses es una de las perturbaciones más significativas, si no la más significativa, por lo menos desde los años 70”, dice a El Ágora Daniel Raimi, director de la Iniciativa de Equidad en la Transición Energética, parte del think tank Resources for the Future.
“Tuvimos rápidos aumentos de precio antes, el último en 2008, cuando nos aproximábamos a la Gran Recesión, pero esta vez es diferente, porque los precios han pasado de estar muy bajos a muy altos en solo dos años. Ha sido un periodo histórico de volatilidad”. En otras palabras, el precio del barril se ha multiplicado por seis en dos años.
Explica Raimi que la agresión a Ucrania solo elevó unos precios que ya estaban altos gracias a la pandemia. “Cuando apareció el covid, a principios de 2020, la mayoría de las compañías petroleras detuvieron sus proyectos de traer crudo nuevo a los mercados. Así que la oferta era baja. Pero luego, cerca de un año después, la economía se recuperó más rápido de lo que la gente esperaba. Así que la demanda era alta y la oferta baja. Y la invasión no ha hecho otra cosa que elevarlos aún más”.
“La inflación estadounidense creció un 8,5% interanual en abril, el ritmo más rápido de las últimas cuatro décadas”
Ahora, se manifiesta el dilema. El presidente de las políticas verdes, Joe Biden, está facilitando a las petroleras abrir nuevos pozos. Lo dicta la ley más básica del capitalismo: nada mejor que subir la oferta para rebajar los precios. Esta semana la Casa Blanca ha puesto en alquiler más de 60.000 hectáreas de tierras federales en nueve estados, que las petroleras podrán explotar para aumentar la producción.
El Departamento del Interior ha dicho que la medida es “equilibrada” y tiene en cuenta los intereses energéticos nacionales y los derechos de quienes viven en esas tierras. Por eso, el Gobierno ha prometido escuchar las opiniones de los habitantes de las zonas afectadas, en muchos casos tribus de nativos americanos.
El único problema es que, al abrir más territorio al apetito de las energéticas, Biden está rompiendo una de sus promesas de campaña. Lo cual ha enfadado a muchos de sus aliados ambientalistas. “La afirmación de la Administración Biden de que debe de alquilar estas tierras es una pura ficción y un temerario fracaso del liderazgo climático”, dijo Randi Spivak, director de tierras públicas del Center for Biological Diversity, en Arizona. “Es como si estuvieran ignorando el horror de las tormentas de fuego, las inundaciones y las megasequías, y aceptando que las catástrofes climáticas son parte de la normalidad”.


El problema para Biden es que abrir tierras a la explotación tampoco es una panacea. Al menos en el corto plazo. “A las compañías les lleva meses contratar a empleados y contratistas, y preparar la organización para empezar a perforar nuevos pozos. Y lograr un gran aumento de la producción llevaría entre cuatro y seis meses”, explica Daniel Raimi.
El sector energético, como tantos otros, adolece de falta de mano de obra. La fuerza laboral de esta industria disminuye gradualmente desde 2015 y sufrió una intensa bajada al comienzo de la pandemia, de la que no se ha recuperado. Distintos análisis apuntan a que esos trabajadores pueden no volver. Se trata, además, de un sector donde la media de edad es cada vez más alta.
“La energía nuclear también suena como alternativa en círculos que se dicen ambientalistas pero pragmáticos”
Tampoco está claro que, ante el histórico aumento de precios, alquilar unas cuantas tierras federales sea suficiente. “Es importante destacar que la Administración Biden solo tiene influencia directa en las perforaciones que se efectúan en las tierras y aguas que son propiedad del Gobierno federal”, explica Daniel Raimi. “Eso incluye el Golfo de México y partes del oeste americano, donde hay muchas tierras federales. Pero la gran mayoría de las perforaciones de gas y petróleo se produce en tierras privadas o propiedad de los estados. A la hora de subir o bajar las perforaciones en esas tierras, la Administración Biden tiene poco, muy poco control”.
Independencia de la energía
El aumento de la producción, por otro lado, ha hecho que los políticos acaricien ese mantra que suena desde los años 60: el sueño de alcanzar la “independencia energética”. Cuando los ricos e independientes Estados Unidos se vuelvan todavía más ricos y más independientes gracias a producir exclusivamente su propia energía.
“EEUU consume aproximadamente 20 millones de barriles de petróleo cada día”, dice a El Ágora el doctor Paul Bommer, profesor de la Universidad de Texas, en Austin, especializado en ingeniería petrolífera. “En el punto álgido de la producción reciente, EEUU, produjo cerca de 13 millones de barriles diarios. Ahora mismo la producción diaria es de 11,5 millones de barriles dada la alteración de la demanda durante la pandemia, pero está resurgiendo. Si EEUU alcanza realmente la independencia es necesario un precio del petróleo estable que sostenga la perforación continua”.


Para Daniel Raimi, la industria energética norteamericana ya ha tenido un periodo de auge en la última década y media. Gracias a las técnicas de extracción horizontal y de fracturación hidráulica, más conocida como fracking, la producción de petróleo estadounidense se duplicó en 12 años. Pero extraer crudo es caro, sobre todo con estas técnicas, y solo es sostenible, como decía Bommer, si el precio lo vale.
«La única forma de ser independientes del mercado del crudo es no consumiendo crudo», afirma Daniel Raimi
“El término ‘independencia energética’ es un eslogan de pegatina de coche”, dice Raimi. “Creo que los dos grandes partidos políticos lo usan para promocionar unos objetivos que no están conectados con la idea de ser realmente independientes. Da igual el petróleo que produzca EEUU, no podemos ser independientes del mercado del crudo. La única forma de ser independientes del mercado del crudo es no consumiendo crudo. Y esa es realmente la política ideal: abandonar, con el tiempo, el volátil petróleo”.
Aun así, escribió Raimi recientemente, no sería posible lograr dicha independencia, ya que las baterías de los coches eléctricos o las pantallas de nuestros ordenadores también requieren minerales. Materias primas como el níquel de Rusia, el cobalto de la República Centroafricana, el litio de Chile o las tierras raras chinas que no se encuentran, o no en suficientes cantidades, en Estados Unidos.
La Administración Biden ha asegurado en los últimos días que sus políticas ambientalistas continúan en marcha, y que sus objetivos de reducción de gases contaminantes siguen siendo alcanzables. Pero el petróleo no es la única fuente a la que recurre su gobierno en este aprieto energético. La energía nuclear también suena como alternativa en círculos que se dicen ambientalistas pero pragmáticos. Una vía que también está explorando el gabinete demócrata.


La Casa Blanca ha anunciado esta semana que invertirá 6.000 millones de dólares en ampliar las vidas de las centrales nucleares estadounidenses, y lo ha hecho con palabras elogiosas hacia una fuente de energía que solía ser el demonio del movimiento ecologista.
“Las plantas nucleares de EEUU aportan más de la mitad de nuestra electricidad libre de carbono, y el presidente Biden está comprometido a mantener estas plantas activas para alcanzar nuestros objetivos energéticos”, declaró la secretaria de Energía, Jennifer Granholm. “Estamos utilizando cada una de las herramientas disponibles para alimentar a nuestro país con energía limpia para 2035, y eso incluye priorizar nuestra flota nuclear existente para permitir que se siga generando electricidad sin emisiones y estabilidad económica para las comunidades que lideran este importante trabajo”.
La guerra continúa en Europa, los mercados tiemblan y los consumidores se rascan los bolsillos. Una oportunidad para replantear las prioridades energéticas que, de momento, sigue perteneciendo al mundo del pensamiento abstracto.
