Durante décadas, el cambio climático ha sido regularmente tratado por políticos y ciudadanos como un problema a largo plazo. Una actitud procrastinadora que, acompañada por la natural resistencia humana a cualquier transformación de calado, ha evitado en gran medida que se adoptasen políticas que de verdad frenasen la emisión de gases de efecto invernadero o la destrucción de los ecosistemas. Y es que, tal y como explica la conocida metáfora de la rana en la olla, que no se da cuenta de que el agua está hirviendo hasta que es demasiado tarde, tendemos a reaccionar demasiado poco y demasiado tarde al cambio gradual.
Sin embargo, en los últimos años esa actitud parece haber sufrido un importante cambio a mejor. Gracias a las consecuencias cada vez más palpables del progresivo calentamiento del planeta, como el aumento de la frecuencia y virulencia de los fenómenos meteorológicos extremos o el derretimiento de glaciares y casquetes polares, cada vez más personas son conscientes de la necesidad de actuar ya, como demuestra la multiplicación de los compromisos de neutralidad climática. Es más, la reciente respuesta a la pandemia del COVID-19 por parte de gobiernos, empresas e individuos parecen brindar esperanzas de que seremos capaces de reaccionar a la crisis del cambio climático de una manera igualmente decisiva.
Eso sí, para poder abordar la crisis climática es necesario desechar cuanto antes la idea del cambio progresivo y hablar de los llamados puntos de no retorno (tipping points en inglés). Estos son elementos del sistema terrestre que, al sufrir pequeños cambios incrementales de temperatura pueden iniciar bucles de refuerzo que «inclinan» un sistema a un estado profundamente diferente, acelerando fenómenos como las olas de calor o las inundaciones costeras. Es decir, hablamos de cambios bruscos y rápidos que incrementarían drásticamente los daños provocados por el cambio climático. Y lo peor es que estos puntos de no retorno pueden estar mucho más cerca de lo que parece.
En abril de 2020, un equipo internacional de científicos publicó un comentario en la célebre revista científica Nature en el que identificaban varios elementos del sistema terrestre y oceánico en riesgo de llegar en los próximos años a estos puntos de no retorno. Y es que, aunque la explosión de la pandemia de coronavirus impidió que esta sombría predicción recibiera la atención que merecía, existe un peligro real de que, si cruzamos un cierto umbral en el sistema, el cambio climático puede volverse imparable.


Esto significa que incluso si las emisiones de efecto invernadero se estabilizan o reducen, esto no implicaría automáticamente que dejaran de subir las temperaturas, ya que la transición de ciertos sistemas terrestres de un estado a otro podría acelerarlo todo, como un vagón de montaña rusa que inicia la pendiente de bajada. Es más, según los autores del artículo de Nature, los riesgos que plantean estos puntos de no retorno requieren “un replanteamiento radical del desafío climático y un cambio más fundamental en la sociedad humana que simplemente emitir sucesivamente menos y menos emisiones a la atmósfera”. Hablamos, por tanto, de auténticos riesgos existenciales.
Agua, hielo y puntos de no retorno
Los autores del artículo de Nature, todos respetados científicos climáticos, lo tienen claro: los puntos de no retorno que presentan a la vez una mayor probabilidad y un mayor riesgo están todos relacionados con el agua, ya sea en su forma líquida o congelada. “Creemos que varios puntos de inflexión de la criosfera (las zonas congeladas del planeta) están peligrosamente cerca”, alertan, incidiendo en las terribles consecuencias que tendría el derretimiento de los polos no solo sobre las corrientes marinas y la vida submarina, sino sobre nuestros países y ciudades.
En concreto, las investigaciones realizadas en la última década han demostrado que varias zonas de la Antártida podrían haber pasado ya un punto de inflexión, ya que la llamada «línea de conexión a tierra» donde se encuentran el hielo, el océano y el lecho rocoso, se está retirando irreversiblemente. Cuando este sector colapsa, podría desestabilizar el resto de la capa de hielo de la Antártida como si se derribaran fichas de dominó, lo que provocaría una subida del nivel del mar de unos 3 metros en una escala de tiempo que pasaría de milenios a siglos.
Es más, la capa de hielo de Groenlandia también se está derritiendo a un ritmo acelerado, lo que podría agregar otros 7 metros al nivel del mar durante los próximos cientos de años si pasa un umbral en particular de 1,5° C de calentamiento, lo que podría suceder muy pronto: en 2030. De hecho, un estudio del año pasado sugiere que Groenlandia ya ha pasado un pequeño punto de no retorno a principios de la década de los 2000, cuando decenas de glaciares costeros comenzaron a retroceder simultáneamente.
Por lo tanto, podríamos haber ya comprometido a las generaciones futuras a vivir con aumentos del nivel del mar de alrededor de 10 metros durante el próximo milenio. Pero esa escala de tiempo todavía está bajo nuestro control: el ritmo del derretimiento depende de la magnitud del calentamiento por encima del punto de inflexión. A 1,5 grados, podría tardar 10.000 años en desplegarse, pero por encima de 2°C podría llevar menos de 1000 e incluso un siglo si esa aumento de la temperatura sube por encima de lo que pensamos.
“Si un punto de no retorno causara un efecto dominó y provocara una inflexión climática global, entonces estamos hablando una amenaza existencial para la civilización. Ninguna cantidad de análisis de coste-beneficio económico nos ayudará. Necesitamos cambiar nuestro enfoque del problema climático”, concluyen.
Otra de las principales preocupaciones es la circulación del Atlántico, que después de haberse mantenido estable durante milenios está comenzando a moverse y cambiar, avanzando poco a poco hacia el colapso. La que fuera la premisa central de la película El día de mañana ya no es ciencia ficción, sino una posibilidad muy real. Si la corriente atlántica cambia su configuración actual, algo probable si se supera el límite de los 2 grados de calentamiento que exige el Acuerdo de París, esto provocaría una caída de las temperaturas en el hemisferio norte, modificaría los patrones de precipitación mundiales y motivaría inviernos mucho más fríos y nevados en Europa.


Eso sí, ese colapso no se produciría de la noche a la mañana, sino que tardaría décadas en confirmarse. Además, según apuntan algunos estudios, el punto de no retorno de la corriente atlántica podría encontrarse mucho más alto de lo que pensamos, en torno a los 3 a 5 grados de calentamiento. Sin embargo, existe todavía mucho debate científico en torno a este asunto, y el riesgo que supondrían los cambios climáticos salvajes que provocaría cualquier colapso de las corrientes marinas es demasiado grande como para tomarlo a la ligera.
Aseguradoras preocupadas
En cualquier caso, los científicos no han sido los únicos en dar la voz de alarma sobre el poco tiempo que nos queda para evitar el desastre. Cada vez más fondos de inversión y aseguradoras empiezan a ser conscientes del enorme riego económico que suponen los puntos de no retorno para sus carteras. El pasado febrero, Peter Geiger, directivo de la compañía aseguradora Zurich, explicaba en el Foro Económico Mundial hasta que punto podemos no ser conscientes del peligro.
“Hay que pensar en ello como un juego de Jenga, en el que el sistema climático del planeta es la torre. Durante generaciones, hemos ido retirando bloques lentamente, pero, en algún momento, eliminaremos un bloque fundamental que hará que todo o parte del sistema climático global caiga en una emergencia planetaria”, explicaba este experto en gestión de riesgos. No acabaron ahí las sombrías comparaciones lúdicas, porque para Geiger, los puntos de no retorno “podrían causar daños incontrolables al formar una cascada similar a un dominó, donde la caída de una ficha desencadena la caída de las demás, creando un cambio imparable hacia un clima que cambia radical y rápidamente”.
Uno de los puntos de no retorno que más preocupa a Geiger es la liberación masiva de metano, que se deriva del progresivo derretimiento del permafrost terrestre. Si desapareciese esta capa de suelo permanentemente congelada, que se encuentra en regiones muy frías como la tundra siberiana, se liberarían enormes cantidades de este gas de efecto invernadero, que es 30 veces más potente que el dióxido de carbono como agente de calentamiento global. Esto aumentaría drásticamente las temperaturas y nos precipitaría hacia la ruptura de otros puntos de inflexión, además de ser un cambio irreversible porque el carbón enterrado baja la tundra tardó milenios en acumularse.


Sin embargo, es importante recordar que, aunque la mayoría de los puntos de no retorno son sobre todo climáticos y meteorológicos, también la pérdida de biodiversidad podría alcanzar un límite a partir del cual los efectos fueran aún mas devastadores. Y es que, con un calentamiento del Ártico que al menos dos veces más rápido que el promedio mundial, el bosque boreal es cada vez más vulnerable. El calentamiento ya ha provocado perturbaciones a gran escala de insectos y un aumento de los incendios que están matando lentamente estos ecosistemas en América del Norte, convirtiendo algunas regiones que hasta ahora eran sumideros de carbono en fuentes de emisiones.
Además, la deforestación y el cambio climático también están desestabilizando la Amazonía, la selva tropical más grande del mundo, que alberga una de cada diez especies conocidas. Las estimaciones de dónde podría encontrarse el punto de inflexión en la Amazonía oscilan entre un 40% de deforestación y solo un 20% de pérdida de cobertura forestal, cifras que deberían asustar ya que aproximadamente se ha perdido un 17% desde 1970.
