La frase que pronuncia Alessio Satta mientras señala un horizonte gris donde el arco iris se hunde en el Mediterráneo suena a condena bíblica: “Todo esto que veis aquí, antes de que concluya el siglo puede haber desaparecido bajo el mar”. Todo esto quiere decir el golfo de Oristano, en la costa centro occidental de la isla de Cerdeña, en Italia. Quiere decir pueblos de pescadores, campos de cultivo, granjas, marismas, lagos, playas y urbanizaciones turísticas. Quiere decir un paisaje cultural domado con inteligencia desde hace 3.000 años, desde que los fenicios primero, los cartagineses y romanos después lo hicieron suyo, pero incluso mucho antes, en la época del Bronce Final, cuando se asentaron aquí los primeros pueblos neolíticos.
Alessio Satta sabe de lo que habla. Es doctor en Ciencia y Gestión del Cambio Climático y experto en estos temas en la Universidad de Cagliari. También es el secretario general de Medwet, la Iniciativa de Humedales del Mediterráneo que reúne a 27 países firmantes de la Convención de Ramsar (Irán, 1971). En España, este convenio internacional protege 75 espacios naturales y 304.564 hectáreas de valiosos territorios.


La misión de MedWet es garantizar la conservación efectiva de los humedales mediterráneos y el uso sostenible de sus recursos y servicios. Pero cada vez lo tiene más difícil.
En esta hermosa zona de Cerdeña donde trabaja Satta, numerosos estudios sobre cambio climático sugieren que los entornos de Marceddì, Oristano, Cabras, Torre Grande y San Giovanni di Sinis son la Zona Cero mediterránea de la crisis climática; los primeros lugares en acabar sumergidos dentro de unas pocas décadas. Este territorio es el hogar de 35.000 personas.
Como señala la Organización Internacional de Protección de la Naturaleza (UICN), el impacto que un cambio tan radical tendrá sobre la sociedad y la economía, al afectar directamente a la agricultura y pesca local, infraestructuras, transporte y turismo de todo Cerdeña, “puede ser dramático”.
Reunión de científicos y periodistas
Para profundizar en esa duda, en el que puede que ocurra pero si lo hacemos bien quizá logremos evitarlo, el Centro para la Cooperación Mediterránea de la IUCN, en colaboración con la Fundación Medsea, Medwet y EFE Verde, organizó el pasado mes de octubre un viaje de prensa en el que participó una veintena de periodistas ambientales y científicos de 14 países del arco mediterráneo, tanto de Europa, como de Oriente Próximo y África.
A los especialistas les preocupa especialmente algo aparentemente banal, el futuro de las zonas húmedas. Son puntos calientes de biodiversidad que están en la primera línea de sufrir los desastrosos efectos del calentamiento global; que ya los sufren con dureza: subida del nivel de las aguas, incremento de la temperatura y la salinidad, aumento de la erosión litoral, colmatación de lagunas, contaminación, pérdida de hábitats y de especies.
Pero por el contrario, en el contexto urgente de un clima cambiante, los humedales bien conservados brindan a las personas y al planeta diversos servicios fundamentales al comportarse como eficientes sumideros de carbono, acumuladores y purificadores de agua, lucha contra las inundaciones, productores de alimentos y refugio de una flora y fauna amenazada. E incluso ofrecen soluciones basadas en la naturaleza que ayudan a mitigar los problemas provocados por el ser humano.


Las zonas húmedas, antiguamente tenidas como lugares inútiles y sanitariamente peligrosos, se han revelado como excelentes laboratorios naturales en la lucha contra el cambio climático. Y eso que la mayoría están de capa caída.
Hoy los humedales mediterráneos cubren unos 18,5 millones de hectáreas, entre el 1,7% y el 2,4% de la superficie total de los 27 países entre los que se reparten. Pero sufren una degradación acelerada. El Observatorio de Humedales del Mediterráneo realizó recientemente una investigación detallada sobre una amplia variedad de indicadores de salud de los humedales en toda la región. Los resultados son muy malos en todos los casos:
- Reducción en la extensión del humedal desde 1970: -48%.
- Reducción en los caudales de los ríos: -25% a -75%.
- Reducción de la capacidad de control de inundaciones: -20%
- Especies de humedales en peligro de extinción: 36%
- Cambio en la abundancia animal desde 1990: -35%
- Porcentaje de sitios de humedales costeros que albergan a más de 50.000 aves acuáticas amenazadas por el aumento del nivel del mar: 95%
Las joyas de la corona, en peligro
En Italia la preocupación por ese tipo de ecosistemas se llama Oristano, donde ya han saltado todas las alarmas. En España corren peligro de desaparición lugares tan emblemáticos como las marismas de Doñana, el Mar Menor, la Albufera de Valencia o el Delta del Ebro.
Más hacia el Este, las miradas se dirigen hacia zonas húmedas de Túnez, Montenegro y Albania. También hacia concentraciones humanas tan saturadas como el Delta del Nilo, 40 millones de personas que, de momento, confirma la periodista egipcia Rehab Abdalmohsen, no son conscientes del peligro que les acecha.
La enfermedad es la misma en todos estos lugares. Problemas comunes en un mar común, el Mediterráneo, que según últimas investigaciones está calentándose a un ritmo frenético, un 20% más rápido que el resto de los mares del mundo. Y no se trata de una suposición. “Da igual el modelo científico que usemos como base”, advierte Andrea Motroni, de la Agencia Regional de Protección del Medio Ambiente de Cerdeña (ARPAS). “No queremos caer en el sensacionalismo o el catastrofismo, pero el futuro está claro. Las temperaturas máximas aumentarán antes de final de siglo entre 2,6 y 3,5 grados”.


Paralelamente, se espera un descenso de las lluvias entre el 15-30% para 2040 y que esas menores precipitaciones sean especialmente catastróficas. Más calor, recuerda Motroni, no solo implica una subida del nivel de las aguas. Supone la llegada de más sol a la Tierra, a fin de cuentas, de más energía, que desencadenará un mayor número de fenómenos atmosféricos cada vez más violentos, como las temidas gotas frías o DANA.
También habrá menos agua potable y 180 millones de personas sufrirán problemas de abastecimiento.
Como explica Antonio Trabucco, del Centro Euro-Mediterráneo de Cambio Climático, “la vulnerabilidad de los recursos hídricos provocará graves conflictos y aumentará el abandono de territorios por culpa del avance de la desertificación”.
El mar, cada vez más ácido, con menos vida, irá ocupando el litoral a un ritmo que, de acuerdo con las últimas proyecciones de los científicos, aumentará su nivel entre 52-190 centímetros en 2100 (promedio global 30-98 centímetros) por culpa del deshielo de los polos. Casi un metro más que el resto de los mares del planeta.
Restos arqueológicos, como el Pozo Sagrado de Orri, quedarán sumergidos por la previsible subida del nivel del mar. Esta fuente ya era venerada por sus supuestas propiedades milagrosas en el siglo XI antes de Cristo. Luego fue importante lugar de culto en época púnica, transmutado a las divinidades romanas después. Y hasta mediados del siglo pasado la gente seguía acudiendo a hacer acopio de sus famosas aguas cristalinas. Ahora ya no es potable. Solo ofrece agua salada.
Las zonas húmedas mediterráneas y sus entornos, al mismo tiempo de ser las más afectadas por esta crisis, son la mejor y más natural herramienta para mitigar y adaptarse a este nuevo escenario, resaltan los científicos. Aunque para ello deben estar en buenas condiciones, algo cada vez más complicado.
Esa renaturalización implica el mantenimiento de playas y cordones dunares sin urbanizar, algo que en España prácticamente ha desaparecido. También obliga a la preservación de las praderas sumergidas de posidonias, tan amenazadas por la contaminación y el fondeo de embarcaciones.
Una vez aceptadas las consecuencias ineludibles de la actual emergencia climática, los expertos reconocen como fundamental el favorecer esa adaptación de los ecosistemas a los futuros cambios previstos. Giovanni de Falco, científico del Instituto Nacional de Investigación de Italia (CNR), aboga por identificar adecuadamente los lugares más vulnerables, preservar aquellos que aún presentan un estado seminatural, dejar que los espacios se adapten por sí mismos a los cambios y dotarse de reservorios de sedimentos que mitiguen la erosión ya iniciada en el litoral, pues se prevé vaya en aumento.
La población no ve la amenaza
A la reunión de trabajo de periodistas y científicos acuden a saludar los alcaldes de la zona. Hablan con entusiasmo de la riqueza de esos municipios, de sus esfuerzos por proteger paisaje y paisanaje, por promover la sostenibilidad, apoyar proyectos de ecoturismo y evitar la pérdida de población. Pero ninguno de ellos menciona la crisis climática. Tampoco lo harán dos jóvenes que, terminada una gran fiesta de máscaras que revive el ambiente del carnaval sardo más extraordinario, preguntarán a este periodista qué hacemos tantos informadores internacionales en Cabras (9.000 habitantes), su pequeño pueblo pesquero. Al escuchar lo mismo que nos ha dicho Alessio Satta, que todo esto puede desaparecer en unas pocas décadas, cambian rápidamente de tema. El cambio climático parece una palabra maldita. O no se lo creen, o no quieren creérselo.
Quien sí lo conoce y lo sufre es Alessandro Porcu. Este ingeniero informático de 36 años se ha embarcado junto con su hermano Alberto en una misión casi imposible. Mantener la concesión pesquera que la pequeña cooperativa de San Andrea (20 familias) tiene en el lago salado de S’Ena Arrubia, una de las 11 que en este momento operan en la vieja albufera fenicia siguiendo técnicas milenarias. Aquí el producto estrella es la botarga, huevas secas de mújol por las que se pagan hasta 200 euros el kilo. Pero las cuentas no les salen. Las capturas son cada año más exiguas y la competencia de Mauritania (a 80 euros el kilo) lastra sus beneficios.


“Somos víctimas del cambio climático”, afirma Alessandro sin ambages. Ellos pescan aprovechando las corrientes marinas, haciendo pasar el agua de la pleamar por unos estanques que dejan ascender a los peces, pero no les permite el retorno durante la bajamar. “Cada vez hay menos pescado, el agua está más caliente y no dejan de aparecer especies invasoras”, se queja. Por ejemplo, la “nuez marina”, una falsa medusa que desde hace cinco años irrumpe por millones en el lago hasta el punto de tupir las nasas. O el cangrejo azul americano, cada día más abundante y voraz, pues se alimenta de alevines.
Pero a quien de verdad temen en la cooperativa es al cormorán grande, un ave acuática protegida, excelente pescadora. La negra silueta de sus apretados bandos en vuelo es capaz de interrumpir la conversación, pues saben que compiten por los mismos pescados. Y es que su número se ha disparado en las últimas décadas. “Mil cormoranes en el golfo es un número sostenible, pero ahora hay más de 10.000”, se lamenta Porcu. Las redes con las que cubren los estanques se convierten en defensas inútiles cuando estas aves llegan por cientos y logran colarse en su interior, merendándose la mayor parte de las capturas.
“Ya no es posible vivir solo de la pesca”, señala el joven ingeniero. Por eso apuesta por completar la actividad con la acuicultura, para evitar así la precariedad de un producto menguante e imprevisible. También dirige sus ojos hacia el turismo con la futura apertura de un pequeño centro de interpretación en la cabaña donde hoy pesan y clasifican sus capturas, que incluirá un restaurante de kilómetro cero que permita a los visitantes degustar lo que acaban de ver pescar. Si la previsible subida de las aguas no se lleva por delante todos sus sueños, cabaña y estanques incluidos, una posibilidad que, de momento, no contemplan.
La ciudad de Mussolini
Muy pocos saben que en Cerdeña hay una ciudad levantada de la nada a mayor gloria de Mussolini. Donde antes se extendían lagunas y prados encharcados, los ingenieros fascistas desecaron en 1928 el territorio y construyeron para habitantes de las regiones de Venecia y Roma una colonia “ex novo”. El proyecto acabó siendo tomado como modelo en todo el sur de Europa, especialmente en España, de donde se inspiraron los pueblos de colonización franquistas. Se llamó, como no podía ser de otra manera, Mussolinia. Tras el desastre de la Segunda Guerra Mundial mutó tan incómodo nombre por el de Arborea, en recuerdo de esa nobleza sarda que, entre otros avances, en el siglo XIV promulgó la primera normativa de protección de las aves rapaces de la mano de la condesa y jueza de origen catalán Eleonora de Arborea.
La desecación y puesta en cultivo de la antigua zona húmeda, como ocurrió después en España con las lagunas de La Janda o La Nava, permitió acabar con el paludismo a costa de un tremendo impacto ambiental. En esa época, tal destrozo fue considerado un maravilloso avance del progreso. Transcurrido casi un siglo, los problemas del cambio de uso, unido a los efectos de la crisis climática, empiezan a ser evidentes.


Las plantaciones de forrajeras no son ya suficientes para mantener explotaciones ganaderas eficientes, hay problemas de contaminación de los acuíferos por los purines, el agua de muchos pozos ya no es potable tanto por una creciente contaminación de nitratos como por el avance de la salada agua marina hacia el interior.
Paolo Pinos, portavoz de la cooperativa de productores Arborea, reconoce el fenomenal reto al que se enfrentan, a pesar de la ayuda brindada por Maristanis, un proyecto de cooperación internacional promovido para para aumentar la resiliencia de los espacios naturales de la región. Están decididos a modificar su sistema de producción, haciéndolo más natural. “Para Arborea, la evolución hacia la producción ecológica no es una elección ideológica, es una necesidad vital”, confirma Pinos. La tierra está enfermando. El suelo y el agua de riego se están salinizando y saben que seguir añadiendo fertilizantes y otros productos químicos no es la solución.
Pero de la amenaza real del cambio climático, que puede acabar inundando sus campos de cultivo, sus explotaciones ganaderas y hasta sus pueblos, no dice nada. También en Cerdeña es una verdad incómoda.
