Nuestro corresponsal en Estados Unidos, Argemino Barro, se encuentra ahora mismo en Ucrania, donde la tensión bélica actual devuelve a la población a los tiempos de la en teoría olvidada Guerra Fría, cuando tuvo lugar la catástrofe de Chernóbil, el peor accidente nuclear de la historia



Son días duros para los ucranianos. Pero ellos actúan como si nada, como si no hubiera 120.000 efectivos rusos desplegados al norte, al este, al sur e incluso al oeste, en el enclave de Transnistria. Como si los rusos no hubieran desplazado, según la OTAN, fuerzas de características ofensivas a Bielorrusia: grupos Speznatz, misiles Iskander y aviones de combate SU-35. Como si no estuvieran, según observadores militares, tendiendo sus líneas de comunicaciones y sus puestos de comandancia de campo. Como si Ucrania no llevara en guerra con Rusia desde hace ocho años.
Ucrania se ha acostumbrado a cabalgar los acontecimientos más dispares y extremos. Historia in statu nascendi. Por eso, lo que en 2014 generaba ansiedad y miedos, obligándolos a hacer planes de escapada y a colocar en las paredes de los edificios la dirección de los búnqueres más cercanos, en 2022 se parece más a un ruido de fondo: otra posible bronca con el vecino de al lado.
En realidad, algunos de los problemas actuales ya estaban larvados. Ahora que Ucrania vive un auge del nacionalismo, en el sentido de la afirmación de la identidad ucraniana, con financiación del cine local y políticas que limitan el uso de otros idiomas distintos al ucraniano, mira hacia atrás y percibe, ensalzado, el elemento de la dominación rusa. Hasta 1991, Ucrania fue parte de los sucesivos imperios rusos, desde el zarato de Pedro el Grande hasta su última versión, la Unión Soviética.
Y, de los múltiples factores que explican el desmoronamiento de aquella superpotencia, hay uno estrechamente relacionado con la salud y el medio ambiente: la catástrofe nuclear de Chernóbil, acaecida hace 35 años en las zonas pantanosas del norte de Ucrania.
“El Primero de Mayo de 1986, cuando los trabajadores marcharon en las calles de Kiev, las autoridades soviéticas estaban intentando ocultar las consecuencias de la catástrofe”, dice Serhii Uzlov, natural del Donbás, en el este de Ucrania. “Aquel día la radiación en Kiev llegó a 25 microsieverts”, explica, y saca del bolsillo un gastado medidor de radiación. “El nivel actual de radiación es de 0,5. Aquel día, en Jreshchatyk [la avenida principal de la capital ucraniana] era de 25”.


A Uzlov, originalmente ingeniero de minas, siempre le fascinó Chernóbil. Cuenta que, cuando era joven y se reveló la magnitud del accidente, se ofreció al Gobierno soviético para ir a cavar un tunel que sirviese para evacuar a los habitantes de Pripyat, la población donde se encontraba la planta siniestrada.
“Me ofrecí voluntario, pero el Gobierno me rechazó. Solo necesitaban trabajadores de pico y pala. Yo era un ingeniero de minas. Era joven. Quería salvar el mundo”, cuenta. “La segunda razón por la que no fui es mi mujer. Me dijo que, si iba, se divorciaría de mí. Mi mujer me salvó la vida”, añade, sonriendo.
Serhii Uzlov se marchó de su ciudad, aledaña a Donétsk, hace ocho años. La historia llamó a su puerta en forma de disparos y fuego de artillería. Desplazado a Kiev, ha tenido que reinventarse. Ahora tiene una pequeña empresa especializada en hacer rutas turísticas por la zona de exclusión de Chernóbil. “He estado allí más de 900 veces”.
La marcha del 1 de mayo, Día del Trabajo, a la que se refiere Uzlov, reflejó cuál era uno de los vicios más costosos del sistema: el secretismo, el afán de control. Hacía cinco días del accidente nuclear. Las autoridades ya conocían la gravedad de lo ocurrido. Los habitantes de Pripyat, que habían estados dos noches mirando el resplandor desde sus ventanas, sin saber que de la luz venía un aluvión de balas de plutonio invisibles, habían empezado a ser evacuados. Pero las presiones internacionales, dado que la radiación se había detectado en Suecia y se habían empezado a pedir cuentas al régimen, no conmovieron al Politburó.
El Gobierno primero habló de un accidente con dos muertos, luego elevó la cifra a 31. Cuando llegó la hora de tomar la decisión de si cancelar o no las marchas del 1 de mayo, Día del Trabajo, los líderes prefirieron dar un mensaje de calma. Las balas invisibles de plutonio penetraron aquel día en los pulmones de los habitantes de Kiev que salieron a ejercitarse y a respirar bocanadas de aire en la Plaza del Maidán.


En aquel momento había un joven investigador canadiense, David R. Marples, que trabajaba para Radio Liberty en Alemania, y que casualmente se había especializado en seguir la pista de las centrales nucleares de fabricación soviética. Durante varios días, Marples no dejó de atender llamadas de medios de comunicación, gobiernos y otras instituciones. El mundo quería saber.
Marples sostiene que, pese a los esfuerzos del Gobierno, el pánico se extendió entre la población. La gente atribuía cualquier anomalía de la vida cotidiana a la radiación, y empezó a abusar de otros hábitos como el alcoholismo. Pero quizás, como dice el hoy académico de la Universidad de Alberta, el efecto más importante de Chernóbil fue que aceleró, o abrió las puertas, al derrumbe soviético.
“Probablemente, el mayor impacto de Chernóbil fue que más o menos mató al sistema soviético, catalizando todos los movimientos que se desarrollaron después”, dijo Marples a Brett Wittmeier. Creo que, en este sentido, ha tenido un efecto duradero”.
El historiador ucraniano Serhii Plokhy, autor del libro The Last Empire: The Final Days of the Soviet Union, alcanza la misma conclusión: los ucranianos experimentaron en sus carnes el hecho de que las decisiones sobre sus vidas se tomaban desde Moscú, la capital que los había gobernado desde mediados del siglo XVII. “Chernóbil desencadenó un movimiento masivo de protestas contra las autoridades”, escribe.
Estas manifestaciones fueron azuzadas por el hecho de que, desde hacía un año, había un nuevo sheriff en la URSS: el secretario general del Partido Comunista, Mijaíl Gorbachov, ya había comenzado a abrir algunas válvulas de escape para descomprimir el sistema, para permitir algunos márgenes de esparcimiento, de libertad. Los soviéticos, empezando por los ucranianos, los usaron.


El Museo Nacional Ucraniano de Chernóbil, en el cultivado barrio kyivita de Podil, es un atribulado collage de imágenes, testimonios, documentos, maquetas, trajes de protección nuclear, banderas y extrañas composiciones artísticas: en el corazón de la sala más grande hay una especie de repujada estructura ortodoxa con una canoa colgando en medio. La canoa está llena de juguetes, y, la estructura, subida a una plataforma, está rodeada de maniquíes con buzo y máscara de gas. Una especie de expresión industrial-jungiana de nuestros miedos ancestrales de la era soviética.
En otra sala hay una cuna de madera de la que sale un recio manzano desnudo. Por suelo yacen las fotografías de las víctimas inmediatas del accidente nuclear, como si fueran, dice el locutor que guía por el museo, las hojas caídas del árbol. Chernóbil acabó con mucho más que con la URSS: los pantanos que dividen Bielorrusia y Ucrania tienen más de 1.000 años de historia. Una cultura eslávica, nórdica, báltica, que se ha ido mezclando durante siglos, y que fue barrida por un error fatal en 1986.
Cinco años más tarde, esa grieta que había generado Chernóbil en la confianza de los ciudadanos hacia el sistema se había ramificado, se había hecho demasiado profunda. En el referéndum de 1991, el 92% de los soviéticos ucranianos aprobaron la declaración de independencia. Pero Moscú, en 2022, aún tenía cosas que decir.
