Mucho antes de que el miedo fuese la seña insustituible de esta época pandémica, mucho antes de imbuirnos en la noción del perímetro infranqueable de una ciudad (o un barrio), mucho antes de todo esto, el ilustrador Miguel Ángel Sáez soñaba con Leo, un inventor loco que era un niño sin edad, que se divertía solo, pensando en naves artesanales que podrían surcar cielos y cruzar los límites que otros habían establecido. Así nacieron las aventuras de Leo y Lisa. Más allá de la ciudad única (recientemente publicadas por Editorial Thule), un original álbum ilustrado hecho a partir de fotos de maquetas construidas con desechos de todo tipo. Dicho de manera más breve: es un cómic hecho de dioramas.
Cada viñeta presenta un decorado con personajes a escala (fabricados a mano con materiales reciclados), iluminados y fotografiados como si se tratase de una película de animación.
En su taller, Leo –como Miguel Ángel Sáez, su particular Geppetto– se atreve a “perder el tiempo” observando con atención cada alambrito suelto, cada tornillo, cada corcho, cada muelle o tapón de los objetos en desuso para ver en ellos la belleza y encontrarles una nueva función. Comprender la virtud de aquello que para otros es inútil constituye la base de la reutilización creativa y el reciclaje, dos actividades necesarias en un tiempo que agota soluciones, descarta y optimiza, sin pérdida de tiempo. Como contrapeso, crear y actuar, dos verbos que funcionan como antídotos del temor.


En este caso, el temor a lo que hay al otro lado de la marca perimetral, que parece ancestral, impuesto, pero asumido sin rechistar. Leo quiere y no quiere acatar la frontera. Le da vértigo y, para mitigarlo, tiene a Lisa, la amiga inseparable, quien equilibra el ingenio de Leo con arrojo. Porque él necesita de la audacia de Lisa, que es su piloto de pruebas y la que impulsa su motor interior hacia la curiosidad, esa que los conduce a investigar si hay otros mundos más allá de los muros de tenedores en punta que encierran los edificios y taponan las calles de la ciudad única.
La última ciudad del planeta
Leo, Lisa y el abuelo viven en esa ciudad amurallada de la que les han contado que es la última que ha quedado en pie, mientras todas las demás desaparecieron o se volvieron inhabitables: “Una tras otra, las ciudades tuvieron que cerrarse por la contaminación ¡Las megadepuradoras no daban abasto! Se prohibió entrar o salir de ellas, por tierra, mar o aire. Los alimentos y el agua potable escasearon, hasta que no quedó nada”, se lee, sobre las viñetas imitando viejas fotos en blanco y negro que relatan un pasado que parece irredimible.
En el colorido mundo que aún persiste en pie, Leo está lleno de ideas. Despistado y entusiasta, se aboca a ellas en un taller artesanal, en el que se puede volver a empezar una y mil veces, cada vez que algún prototipo fracase estrepitosamente… Y es que siempre habrá otros inventos que marchen y naves que vuelen, como su imaginación, o que rompan algo y lo metan en un lío. Puede que algún artefacto llegue incluso a sobrevolar fronteras y agujerear miedos, para ir a dar de bruces a otra tierra con vida, más allá de la “ciudad única”.
En la ciudad única, quizá esa metáfora de nuestros propios encierros y resignaciones, hay un señor bien alimentado al que todos los habitantes celebran porque detenta la fórmula secreta (o la patente) de la solución única, que es la comida sintética que producen y comercializan sus fábricas de “delicias” Potenko. La ciudadanía puede dormir tranquila, entre mullidas prohibiciones y alimentación asegurada. El señor Potenko los ha salvado pero, eso sí, van a depender de él para siempre, porque es el exclusivo proveedor de alimentos de la única ciudad en la que se les permite habitar.


Los derroteros de la rebeldía en el cómic Leo y Lisa son amables, aunque ni ellos ni los personajes secundarios se dejen seducir por la comodidad. Con tenacidad, se animarán a explorar y a descubrir lugares que abrirán nuevas historias, porque el cómic está concebido como una trilogía, cuya segunda y tercera parte irán viendo la luz en años sucesivos.
La recuperación de un mundo destartalado
Aventuras al margen, la manufactura de cada uno de los escenarios de este libro causa sorpresa y admiración en lectores de todas las edades, porque Sáez consigue universos mágicos, en los que cualquier paquete vacío de fideos se convierte en un globo aerostático, o una pinza de la ropa, en una lanzadera de cohetes, así como un pequeño lápiz gastado da vida al cuerpo ágil de Leo, el inventor.
La saga fotográfica de los muñequitos de Leo y Lisa es una invitación al asombro, ese que a veces creemos perdido
Sáez, que asegura sentir una gran admiración por el cine y los escenarios de Jean Pierre Jeunet y Marc Caro (los directores de Delicatessen), es un lector consuetudinario de cómic y un espectador atento de cine fantástico, cuyo oficio va mucho más allá del de un ilustrador. De hecho, la saga fotográfica de los muñequitos de Leo y Lisa –a partir de unos adorables dibujos bosquejados en boli– es una invitación al asombro, ese que a veces creemos perdido.


Sin duda, en la recuperación de esos pequeños objetos físicos, que resultan indiferentes para casi todo el mundo, radica una verdad inesperada, la revelación de un mundo entero hecho de lo inútil, lo desvencijado y lo descartado. Es esa la verdad que aflora gracias al creador que rescata lo pequeño de la basura, para ponerlo en primer plano, iluminarlo y agigantarlo. Tal el camino intuido en la creación que nos contagia el disfrute original, el de Geppetto cuando pensó por primera vez en Pinocho.
