Han pasado tres años, pero, cada vez que hablo con él, mi amigo me recuerda aquella vez que fuimos a una cafetería neoyorquina donde no había leche. Una cafetería sin leche de vaca. La selección de cafés y de sucedáneos lácteos, como la leche de soja, de macadamia, de cáñamo o de almendra, era extraordinaria, como también era extraordinario el abanico de zumos, batidos y sándwiches. Pero no había ni una sola gota de leche entera o semidesnatada para ponerle al café.
Como apunta el filósofo Nassim Nicholas Taleb en su libro Jugarse la piel, son los grupos minoritarios quienes fijan las tendencias. En este caso los veganos. Con que solo haya, como en el caso de Estados Unidos, entre un 3% y un 6% de la población que no consuma productos derivados del reino animal, es suficiente para que todas las cafeterías de Nueva York te pregunten qué tipo de leche quieres en tu brebaje. Hasta el punto de que algunas han erradicado del menú la leche de vaca.
No es una queja, sino una observación.
El veganismo gana terreno en todos los órdenes. Cada vez hay más actores, cantantes y políticos veganos; de Stevie Wonder a Joaquin Phoenix, de Woody Harrelson a Nathalie Portman; de Corey Booker a Tulsi Gabbard a Benedict Cumberbatch. Los veganos tienen sus manuales de cocina en las librerías, sus documentales en Netflix y hasta sus restaurantes de tres estrellas Michelin.
Allí donde van, los veganos llevan su artillería pesada: los datos que demuestran que los omnívoros son un lastre para el medio ambiente. Miles de millones de seres humanos que le han puesto, a veces inconscientemente, una cuenta atrás al planeta. Miles de millones de glotonerías individuales, por separado inocentes, pero que, juntas, multiplican la deforestación, al derroche de agua y las emisiones de CO2.
Producir un kilo de carne de vacuno, por ejemplo, requiere unos 15.000 litros de agua. Tanto los que bebe la vaca como los que bebe la tierra que produce el grano para la vaca. Algo así como 87 bañeras llenas hasta arriba. Por comparación, producir un kilo de arroz precisa la sexta parte de agua; un kilo de manzanas o de plátanos, 20 veces menos. Según Greenpeace, la expansión de la industria ganadera en países como Brasil destruye grandes porciones de bosque, acorrala especies animales e incurre habitualmente en violaciones de los derechos humanos.
El otro gran vector de la causa vegana es el respeto a la dignidad de los animales de granja, condenados a una existencia anodina, breve y brutal. Solo en Estados Unidos, de acuerdo a los datos del Departamento de Agricultura, se mataron casi 10.000 millones de animales en 2020. La inmensa mayoría, pollos.
La campaña por el veganismo, sin embargo, tiene recovecos que aprovechan los escépticos: los granjeros, los cazadores, los amantes de la carne. Una de sus preguntas más comunes es la siguiente: ¿qué ocurriría si, de repente, los 328 millones de habitantes de la primera potencia mundial se volvieran veganos?
Las científicas Robin White y Mary Beth Hall, del Instituto Politécnico de Virginia y el Departamento de Agricultura de EEUU respectivamente, se hicieron esta pregunta en 2017. Hicieron el ejercicio de calcular qué sucedería si todas las tierras dedicadas a la ganadería se convirtieran, de la noche a la mañana, en campos de cultivo para consumo humano.
Según el estudio, publicado en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences, pasar exclusivamente a tierras de cultivo aumentaría los desechos agrícolas: simplemente ya no habría vacas o cerdos que se comieran los tallos del maíz o las sobras de las patatas. La quema de estos residuos arrojaría a la atmósfera unos dos millones de toneladas de dióxido de carbono al año.
A más cultivos, más demanda de fertilizante. ¿Y de dónde sacarlo? Los animales de granja estarían fuera de la ecuación, así que casi todo el abono tendría que ser fabricado por la industria química. Lo cual sumaría otros 23 millones de toneladas anuales de emisiones contaminantes.
En total, si comparamos las emanaciones actuales de EEUU, que incluyen a la poderosa industria ganadera, con las emanaciones de un hipotético país enteramente vegano, la diferencia es sustancial pero no espectacular: los gases contaminantes se reducirían en torno a un 28%.
También habría otro inconveniente: esas tierras cultivables no satisfarían las necesidades nutricionales de la población. En concreto los requisitos de calcio, vitaminas A y B12 y determinados ácidos grasos. Este hipotético déficit no se debería a la cantidad de alimentos disponibles (que subiría un 23%: los cultivos aportan más producción por hectárea que la mayoría de explotaciones ganaderas), sino por los nutrientes contenidos en ellos.
“Con raciones cuidadosamente equilibradas, uno puede cumplir los requerimientos tradicionales con una dieta vegetariana”, declaró Robin White a Science Magazine. “Pero los tipos de comida que parecen hacer eso, no los producimos actualmente en cantidades suficientes para procurar una dieta sana a toda la población”.
El estudio, como han apuntado otros expertos del sector, tiene puntos flacos. El mayor de ellos el hecho de que, si se produjera esa transición a una sociedad vegana, habría que reestructurar el uso de las tierras. Otros análisis elevan la rentabilidad por hectárea en caso de convertir las explotaciones ganaderas en campos de labranza. Un informe de 2018, por ejemplo, calcula que se podría producir entre el doble y 20 veces más comida si se pasase únicamente a cultivos.
Luego está la cuestión de los animales. Si de repente esos miles de millones de pollos, cerdos, vacas, ovejas y demás dejaran de ser necesarios, ¿qué ocurriría con ellos? ¿Abrirían los granjeros sus sórdidas instalaciones y los verían alejarse en el atardecer, hacia la libertad, como los vaqueros de una película de John Ford?
Solo se puede especular, pero parece que las opciones son tres: John Ford, matadero o posibles santuarios o museos que preserven una vaca por curiosidad. Hay que tener en cuenta, siendo realistas, que la hipotética revolución vegana no se haría en 24 horas. Desde los productores a los consumidores, toda la cadena económica tendría tiempo de adaptarse progresivamente a los cambios.
De hecho, ya ha habido ejemplos de carnes cuya producción se abandonó casi de golpe a raíz de escándalos o de que no vendía lo suficiente. En 2012, un reportaje del canal ABC News sobre la “baba rosa”, un aditivo hecho de subproductos cárnicos tratados químicamente, provocó tanto asco a la opinión pública que el consumo se desplomó y la industria se hundió en cuestión de semanas.
En los años noventa, se desató una fiebre especulativa por la carné de emú, un pariente de la avestruz australiana que puede alcanzar los dos metros de altura. De repente todo el mundo elogiaba su carne, su cuero y su aceite, así que los empresarios montaron sus granjas e importaron sus ejemplares. Los precios subieron y acabaron dándose un coscorrón con la realidad de la calle: la gente normal prefería seguir comiendo carne de vacuno, más sabrosa y más barata. Muchos emús recibieron el tratamiento John Ford: fueron liberados en la naturaleza.
Los emús son una excepción; a diferencia de ellos, la mayoría de animales de granja llevan siglos o milenios siendo domesticados. Están muy lejos ya de cualesquiera que fueran sus antepasados salvajes. Si se los abandonase en un bosque, morirían de hambre o serían devorados por el primer zorro o comadreja que pasara por allí.
Tampoco es algo que preocupe demasiado a los veganos. Como escribe Doris Lin, del portal TreeHugger.com, “ninguno de estos destinos es peor que lo que hubiera pasado si la gente siguiera comiendo carne [el matadero], así que la preocupación por lo que les pasaría a los animales no es un argumento contra el veganismo”.
Otros veganos se toman estos argumentos más a pecho, como la cocinera Colleen Patrick-Goudreau. “Um, sí, como alguien a quien le importan los animales y decenas de miles de especies que están amenazadas, no tendría problema con que desaparecieran unas pocas estirpes de Frankenstein”, escribe en su web. “Sus antepasados salvajes fueron una vez parte del mundo natural (…), pero eso se lo arrebatamos, retorcimos sus genes, creando estirpes que hacen que esos animales crezcan y produzcan más rápido de lo que sus órganos y esqueletos pueden tolerar”.
El veganismo crece, y allí donde va lleva su artillería. La visión de un mundo sostenible e igualitario, con una fauna real, sin hamburgesas, pollo asado, ni leche para el café.
