En la película Snowpiercer, de 2013, el mundo ha sido engullido por una era glacial. Las ciudades se han convertido en estructuras blancas y desportilladas, sumidas en una eterna ventisca, y la única vida que queda sobre la faz de la Tierra está en un tren que circula sin detenerse, rompiendo con su morro las montañas de hielo. Al principio de la película nos enteramos de que la culpa de este paisaje la tiene el ser humano. Alguien, para frenar el calentamiento global, diseminó unos gases en la atmósfera que terminaron congelando todo.


Ese método para revertir el cambio climático y sus consecuencias pueden ser pura ciencia ficción, pero no el concepto. La ingeniería climática, o geoingeniería, lleva algunos años en el punto de mira del estamento científico. Si es tan condenadamente difícil bajar los niveles de contaminación, evitar el efecto invernadero y por tanto el deshielo de los polos, el aumento del nivel del mar, el recrudecimiento de los huracanes y de los incendios, la desaparición de multitud de especies animales y la limitación del acceso a recursos como el agua, ¿por qué no atacar de raíz el problema?
La ingeniería climática, hasta hace poco relegada a los rincones prohibidos de la ciencia, ha solido tener dos grandes vías de investigación. La primera, centrada en encontrar una manera de absorber el dióxido de carbono que flota en la atmósfera, para que esta no retenga tanto calor. La segunda, dedicada a crear una superficie reflectante en la que reboten los rayos del sol, como si se bajase una gran persiana para mantener fresco el planeta. Es en esta segunda vertiente, la de montar un espejo gigante, donde abundan las ideas más ambiciosas. Aunque no todas tengan el mismo grado de sofisticación.
La noción de geoingeniería es casi tan vieja como la noción de cambio climático. En los años sesenta, un comité de la Casa Blanca propuso dispersar partículas reflectantes en los océanos para mermar el calor del sol. Uno de los planes consistía en arrojar miles de millones de brillantes pelotas de golf a modo de pequeños espejos. Más adelante, en 1997, se propuso colocar en el espacio una serie de láminas gigantes. Científicos de la universidad Harvard trabajan en enviar globos aerostáticos que fumiguen partículas de carbonato cálcico en la estratosfera. Según Colleen Golja, una de los investigadores del llamado Solar Geoengeneering Research Program, sería como ponerle “gafas de sol” al planeta.
El ejemplo del Monte Pinatubo
En cierto modo esto ya ha sucedido, cortesía de la naturaleza. Como recuerda James Temple, del MIT Technology Review, la erupción masiva del volcán del Monte Pinatubo, de Filipinas, en 1991, arrojó a los cielos 20 millones de toneladas de dióxido de sulfuro. Además de dañar seriamente las infraestructuras y de provocar la evacuación de decenas de miles de personas, estas partículas, dado que reflejaban la luz del sol, hicieron que la temperatura del planeta se mantuviera medio grado más baja durante aproximadamente dos años. Un climatólogo soviético propuso en 1974 imitar el efecto de la erupción volcánica quemando azufre en la estratosfera.


La iniciativa de Harvard tiene muchas variantes. Las universidades de Sidney y Queenland, en Australia, junto a la empresa italiana EmiControls, probaron el pasado marzo una técnica para reforzar las nubes y dotarlas de una cualidad reflectante que rechazase los rayos del sol. Los científicos colocaron, en un barco, una turbina adosada a 100 boquillas de alta presión por las que lanzaron a la atmósfera billones de nanopartículas de cristales de sal marina, capaces, teóricamente, de mezclarse con las nubes que flotan a baja altitud. El objetivo del experimento era colocar una especie de sombrilla natural sobre el arrecife de Broadhurst, amenazado por el calentamiento de las aguas. Los responsables de la prueba dicen que fue un éxito. Aunque para proteger el arrecife de manera efectiva habría que diseminar una cantidad mucho mayor de sales marinas.
La otra vía de investigación, la de capturar el dióxido de carbono que ya existe en la atmósfera, está más ligada a la naturaleza: al cuidado del suelo y de los océanos como agentes activos en la regeneración de la calidad del aire. Aunque su aplicación también ha de ser masiva y requiere de un formidable músculo ejecutivo. Una de las ideas más barajadas, simplemente, es plantar árboles.
El año pasado, un análisis de la universidad ETH Zürich estimó que un 11% de la tierra emergida, algo así como el espacio combinado de China y Estados Unidos, está vacía y es idónea para la plantación masiva de más de un billón de árboles. La hazaña podría absorber dos tercios de las emisiones contaminantes en los próximos 50 o 100 años. Los autores del informe conminaron a los gobiernos a restaurar los bosques y a emprender programas de plantación masiva. Las especies que más dióxido de carbono son capaces de absorber y almacenar el CO2, por ejemplo, son la melia, el olmo, la acacia de tres espinas y la jacaranda.
Otra medida sería proteger los ecosistemas oceánicos de las costas, como los manglares, los pantanos o las marismas salinas, dado que son enormes sumideros del carbono natural: lo que se ha llamado “carbono azul”. A diferencia de los árboles, que pueden fijar el carbono en sus hojas, ramas o raíces, durante años o décadas, la biomasa vegetal marina podría hacerlo mucho más a largo plazo. Este tipo de vegetación, además, ha sido la más castigada por la actividad humana. El desarrollo urbano de las costas ha destruido un tercio del carbono azul de la Tierra en las últimas décadas.


Estas ideas se engloban en las llamadas “tecnologías de emisiones negativas”, que estudian maneras de absorber el CO2. Diversos equipos científicos han sugerido, por ejemplo, utilizar materiales vegetales en la construcción. En lugar de acero y cemento, cuya producción genera fuertes emisiones de CO2, emplear madera, como el resistente bambú, para los elementos principales, y materiales aislantes como la lana o el cáñamo. El edificio absorbería la contaminación y regularía mejor la humedad del ambiente. Inyectar hierro en las aguas marinas, para nutrir el fitoplancton y que este prospere y absorba mejor el carbono, o directamente construir máquinas que atrapen la contaminación del aire y la almacenen bajo tierra, son otras posibles soluciones.
Así ha sido cómo la ingeniería climática ha salido arrastrándose desde los márgenes del mundo académico, donde ha tendido a ser considerada un vuelo irresponsable de la imaginación: una especie de herejía científica, el desperdicio de energías mentales que podrían ser más valiosas si se aplicasen a problemas factibles. La realidad cada vez más palpable del cambio climático, junto a un avance de los métodos tecnológicos, estaría operando un lento cambio de prioridades.
“La gente tiene razón al temer la excesiva dependencia en arreglos tecnológicos”, dijo David Keith, profesor de la Universidad de Harvard. “Pero existe otra pesadilla: darnos cuenta, en retrospectiva, de que el uso temprano de la geoingeniería podría haber salvado millones de vidas perdidas en las olas de calor y haber ayudado a preservar parte del mundo natural”.
La ingeniería climática está ganando notorios defensores, como el ex jefe científico del Gobierno británico David King
La ingeniería climática está ganando notorios defensores, como el ex jefe científico del Gobierno británico David King, uno de los arquitectos del acuerdo climático de París y fundador del Centre for Climate Repair, en la Universidad de Oxford. “El tiempo ya no está de nuestro lado”, declaró King en 2018. “Lo que hagamos en los próximos 10 años determinará el futuro de la humanidad para los próximos 10.000 años”.
Los interrogantes sobre la seguridad y la efectividad de la geoingeniería, que solo sería una medida parcial frente a las amenazas profundas y multipolares del cambio climático, han hecho que la mayoría de los experimentos, de momento, se hayan hecho a pequeña escala o tengan lugar en el interior de modelos informáticos. Por eso también son un excelente caldo de cultivo para las teorías conspirativas o para alimentar la imaginación de los guionistas del cine de ciencia ficción.
