La industria del átomo ya no se enfrenta únicamente a la de los combustibles fósiles. Hasta hace una década se presentaba como la alternativa relativamente segura y sostenible a las contaminantes y anticuadas plantas de carbón. Pero ante el auge de las renovables y tras desastres nucleares como el de Fukushima, las plantas nucleares pierden partidarios en todo el mundo



La primera vez que la energía atómica encendió una bombilla fue en 1948, en una estación nuclear de Tennessee. Los científicos americanos soñaban con abastecer el capitalismo con esta prometedora energía, y en cierto modo así lo hacen: Estados Unidos produce hoy el 30% de la energía nuclear del planeta, que en total procura el 10% de la electricidad que se consume. Aún así, se trata de un sector estancando; sus críticos dirían que en decadencia, a tenor de un contexto cada vez menos atractivo para los defensores del átomo.
Una de los motivos de la aparente falta de interés en continuar desarrollando la energía nuclear es su coste: construir, mantener y operar las plantas sale caro, sobre todo si lo comparamos con los avances en las energías alternativas. En Estados Unidos, según la Administración de Información Energética, el bajo precio del gas natural, la templada demanda eléctrica y el auge de las renovables han tenido mucho que ver en la disminución del encanto económico nuclear. Por ahora 29 de los 50 estados cuentan con al menos una planta y casi un centenar de reactores siguen en funcionamiento. La última licencia de construcción se otorgó en 1978 y está previsto que 12 reactores se retiren próximamente.
Aún en el caso de que se volvieran a dar permisos, construir una planta nuclear puede llevar una década o década y media: una horquilla que permite potenciales innovaciones en las energías limpias, como han demostrado los últimos años. En 2009, producir un megavatio de energía eólica costaba de media 359 dólares. Hoy el precio se ha reducido a una décima parte: 37 dólares por megavatio, cinco veces menos que la energía nuclear y a la par que la energía solar.
Los abogados de la industria, sin embargo, tienden a cuestionar estos razonamientos. Solo calcular el coste económico de las plantas es un terreno peliagudo, pues depende de los factores que se tengan en cuenta. Uno de los elementos es el coste ecológico, el tratamiento de los residuos y las draconianas regulaciones y medidas de seguridad que exige una opinión pública reservada, sensible a posibles incidentes. En el caso concreto norteamericano, las plantas, que tienen 39 años de media, son tan antiguas que el ciclo de modernización se ha detenido y resulta difícil estimar hasta qué punto la innovación habría bajado los costes.
Otra complicación, desde el punto de vista del márketing, es que la industria del átomo ya no se enfrenta únicamente a la de los combustibles fósiles. Hasta hace aproximadamente una década era más sencillo presentarse como la alternativa relativamente segura y sostenible a las contaminantes y anticuadas plantas de carbón. En 2012 el entonces presidente de EEUU, Barack Obama, presumía de la “seguridad” y “confiabilidad” de la energía nuclear, y recordaba que esta era responsable del 70% de la producción eléctrica que no generaba CO2. Actualmente, en cambio, la producción de energía eólica y solar está creciendo mucho más rápido que la de gas natural; solo en los primeros nueve meses del año pasado, estas subieron un 12,2% y un 22,1% respectivamente, batiendo las expectativas del sector.
La sombra de Fukushima
Pero si hay de verdad una pesadilla de relaciones públicas para la industria, esta son las catástrofes de Chernóbil y luego la de Fukushima, de la que se acaba de cumplir exactamente una década. El terremoto de grado 9 en la escala de Richter, que generó un Tsunami e hizo colapsar tres de los seis reactores de la central, matando a más de 15.000 personas, ha quedado grabado en la memoria del gremio con los números de su fecha aciaga: 11-3. Y sobre todo ha quedado como una ponzoñosa mancha en la hoja de servicios nucleares.
Las consecuencias se hicieron visibles, especialmente, en Japón. Cuando estallaron los reactores de Fukushima, el país del sol naciente contaba con 54 reactores nucleares operativos. Hoy solo nueve están funcionando. En Occidente Alemania reaccionó de forma parecida. Días después de la desgracia, la canciller, Angela Merkel, anunció que su país dejaría atrás la energía nuclear en la década siguiente. La mitad de los reactores operativos entonces ya han sido jubilados y está previsto que al resto les llegue el turno a finales del año que viene.


En España el paisaje tampoco está del todo despejado. Recientemente el consejero delegado de Endesa, José Bogas, estimó que las centrales nucleares solo pueden ser razonablemente rentables cuando el megavatio por hora cuesta de 45 a 55 euros. El ejecutivo indicó que respetará el protocolo escalonado del cierre de las nucleares, pactado entre 2027 y 2035.
Pero la indiferencia o el escepticismo solo son una cara de la moneda. Otras naciones, como China, presentan oportunidades de crecimiento. De las 27 plantas que tiene el gigante asiático, 24 se han levantado en este siglo, y el Partido Comunista parece querer apoyarse en la construcción de más reactores para eliminar las emisiones de dióxido de carbono en 2060. Así lo han recomendado esta misma semana delegados de la industria ante el parlamento chino.
Canadá es otro de los países que sigue apostando por el sector. Ottawa quiere añador dos reactores más a los 19 que tiene en funcionamiento. Una de las razones de su optimismo es que ha diseñado un tipo de reactor de agua pesada presurizada, que prescinde del uranio enriquecido y que necesita menos personal, dado que el reactor se mantiene a una presión y temperatura relativamente bajas. En total, según The Wall Street Journal, existen a día de hoy 408 reactores funcionando en todo el mundo, solo 29 menos que en 2011, en vísperas de Fukushima. Un indicador de que los gestos de Japón y Alemania no representan la tendencia global.
Tampoco los estadounidenses han tirado del todo la toalla. Las tecnologías verdes en desarrollo, por ejemplo en el transporte y en otros aspectos de la infraestructura, acarrearán previsiblemente un aumento de la demanda eléctrica, lo que puede animar a reflotar el átomo como fuente de energía. Estudiosos del sector, como el profesor de Princeton Jesse Jenkins, apuestan por combinar el viento y el sol con lo nuclear, y así buscar una fórmula estable de abastecer al mercado sin arrojar CO2 a la atmósfera.