El empleo de presidente de Estados Unidos debe de ser, como apunta el periodista John Dickerson en su último libro, “el más difícil del mundo”. Una posición expuesta a todo tipo de desafíos globales, tanto inmediatos como a largo plazo. Una serie de fuerzas y amenazas potenciales que la presidencia vigila como si tuviera un fino radar: siempre dispuesta a dar una solución a estos problemas, o, aunque sea, una dirección. Ocurre, por ejemplo, con el cambio climático.
“La contaminación del aire ya no está confinada a lugares aislados”, declaró el presidente de Estados Unidos poco después de ser investido. “Esta generación ha alterado la composición de la atmósfera a una escala global a través de los materiales radioactivos y un aumento sostenido de dióxido de carbono procedente de la quema de combustibles fósiles”.
No se trataba de Barack Obama, ni de George Bush, ni de Bill Clinton, sino de Lyndon Johnson. Sus palabras, pronunciadas en 1965, fueron sustanciadas en un informe científico elaborado por su gabinete. El documento calificaba al dióxido de carbono de “contaminante invisible”, y ya entonces detallaba sus posibles impactos: entre ellos, el deshielo de los polos y el aumento del nivel del mar.
La teoría del “efecto invernadero” data de finales del siglo XIX, cuando el científico sueco Svante Arrhenius aseguró que duplicar el dióxido de carbono en la atmósfera recalentaría la Tierra entre 5 y 6 grados centígrados. En aquel entonces se trataba más bien de una hipótesis frágil, una especulación que, sin embargo, ganaría cuerpo a mediados del siglo XX.
“Adiós Nueva York, adiós Washington”, escribió Daniel Patrick Moynihan, asesor del presidente Richard Nixon, en un memorándum interno de 1969. Moynihan alertaba sobre el calentamiento global y su posible impacto en la forma de vida del planeta y de Estados Unidos. El dióxido de carbono “tiene el efecto de una pantalla de cristal en un invernadero”, explicaba. “El contenido de C02 está normalmente en un ciclo estable, pero recientemente el hombre ha empezado a introducir inestabilidad a través de la quema de combustibles fósiles”.
No todo eran informes. La acción ambiental de los presidentes se remonta, por lo menos, a Teddy Roosevelt, que en 1901 creó el Servicio Forestal de Estados Unidos. El enérgico neoyorquino, que había sido comisario de policía, gobernador y veterano de la Guerra de Cuba, fue desde niño un coleccionista de especímenes animales y un amante de la naturaleza. El curioso Roosevelt, que también era cazador, lamentaba la pérdida de algunas especies autóctonas como el bisonte o el alce, y como granjero conocía bien los males del exceso de pastoreo.
Estas experiencias inspiraron la creación de 150 bosques nacionales, cinco grandes parques, cuatro reservas de caza y 51 reservas ornitológicas. En total, el republicano protegió casi 100 millones de hectáreas, transformándolas en tierras federales.
Roosevelt, además, escribió sobre conservacionismo y tuvo una relación cordial con los autores americanos que narraron el final de lo salvaje. Uno de ellos, John Muir, lo invitó a acampar con él en el Parque de Yosemite. “Fue como tumbarse en una gran catedral solemne”, recordaría el presidente. “Mucho más vasta y bella que las construidas por la mano del hombre”.


Un cuarto de siglo después, su primo lejano, el presidente Franklin Delano Roosevelt, buscó en las políticas medioambientales una manera de proteger la naturaleza y de sacar al país de la Gran Depresión. Una de las facetas de la crisis que asoló Estados Unidos era precisamente ecológica. Los granjeros norteamericanos llevaban décadas roturando las tierras en exceso, dejándolas al azote de las sequías y los vientos que acababan asolando las cosechas. Cuando el segundo Roosevelt fue elegido, en 1932, creó el Cuerpo Civil de Conservación: una agencia encargada de restaurar los suelos, replantar los bosques, abrir caminos y combatir los incendios.
Dormir en Yosemite fue «como tumbarse en una gran catedral solemne”, recordaría Roosevelt. “Mucho más vasta y bella que las construidas por la mano del hombre”
Entre 1933 y 1942, el llamado “ejército árbol” del presidente, formado por jóvenes solteros en busca de aventuras y de un magro salario, plantó cerca de 3.000 millones de árboles por todo Estados Unidos. Además de mejorar el paisaje, los árboles previenen los corrimientos de tierra, absorben el CO2 y conservan la humedad del entorno, lo cual es bueno para los ríos y otros recursos acuíferos.
Los presidentes fueron haciéndose más conscientes del clima. Lyndon Johnson, que veía el país como una gran familia de la que él era el padre, fue el primero que empezó a visitar a las víctimas de los huracanes. Sus fotos entre los escombros dejados por el huracán Betsy en Luisiana, en 1965 fueron revolucionarias. El comandante en jefe ofreció su consuelo a quienes lo habían perdido todo, aceleró los planes de ayuda y reconstrucción y se ganó el elogio de la opinión pública. Desde entonces, sus sucesores han sido raudos a la hora de presentarse, muchas veces en atuendo informal o incluso militar, en el lugar de la catástrofe.
Pero, si hubo un líder americano activo en el frente verde, ese fue Richard Nixon. Según Stephen Hess, miembro del Brookings Institutution y veterano de numerosas administraciones, Nixon fue “un presidente ambientalmente muy agresivo”. El republicano “montó la maquinaria que finalmente lidiaría con el calentamiento global”, según las palabras de Hess, recogidas por Think Progress.
Nixon creó la Agencia de Protección Medioambiental (EPA, por sus siglas en inglés) e impulsó una serie de leyes que a día de hoy siguen regulando la contaminación del aire, los ríos y la vida marina. Gracias a Nixon, los proyectos de construcción han de incluir un estudio de cuál puede ser su impacto en el medioambiente. En total, firmó 14 leyes que todavía hoy son la plantilla con la que el Gobierno de EEUU defiende el entorno y la naturaleza.
Debe tenerse en cuenta también, que Nixon ocupó el cargo justo en el momento en el que el incipiente movimiento ecologista empezaba a eclosionar socialmente. El Día de la Tierra, una efeméride que hoy se replica mundialmente, nació un 22 de abril de 1970, cuando él era presidente, espoleado por una masa social cada vez más preocupada pro el efecto de la industrialización sobre el medio natural.
“La lucha contra la contaminación no es una búsqueda de villanos”, dijo Nixon frente al Congreso, en 1970. “En su mayor parte, el daño hecho a nuestro medio ambiente no ha sido el trabajo de hombres malos, ni tampoco ha sido una consecuencia inevitable del avance tecnológico o del aumento de población. No proviene tanto de las elecciones realizadas como de las elecciones desatendidas; no proviene de malignas intenciones, sino del fracaso de no tener en cuenta las consecuencias completas de nuestras acciones”.


Aún así, todavía hay quien argumenta que el presidente caído en desgracia solo trataba de cortejar a una opinión pública cada vez más ecologista. En sus famosas cintas, Nixon dijo que los ecologistas estaban “interesados en destruir el sistema. Son enemigos del sistema”, y dijo que para vivir sin contaminación habría que vivir como bestias. Sea como fuere, las leyes están ahí, y el que dedicó su tiempo y energía a hacer que saliesen adelante no fue otro que el causante del escándalo de Watergate.
Pocos años después, un granjero de cacahuetes de Georgia, con una actitud y una sonrisa parecidas a las de John F. Kennedy, ocupaba el Despacho Oval. Jimmy Carter prometía renovar las ilusiones progresistas de Estados Unidos. Entre sus medidas hubo una más bien simbólica, como él mismo reconoció. Un paso que podría, o bien quedarse en un gesto, o bien desbrozar un nuevo camino en la innovación económica y energética. En 1979, el demócrata ordenó que instalaran 32 paneles termosolares en el tejado de la Casa Blanca para poder calentar el agua.
El presidente quería que este fuese solo el principio, y que para el año 2000 un 20% de la energía estadounidense procediese de fuentes renovables. Carter hablaba poco después de que la crisis del petróleo hubiera estrangulado a las economías industrializadas. Dos décadas después de ese año 2000 que por entonces estaba en el futuro, la proporción de energías renovables en Estados Unidos no llega ni al 5%. Un 5% que componen, sobre todo, las enormes presas hidroeléctricas.
A las placas solares de Carter les ocurrió lo mismo que a su presidencia: duraron muy poco y se quedaron casi en nada. En 1986, su sucesor, el conservador Ronald Reagan, mandó quitarlas. Las placas terminaron en el tejado de una cafetería de Unity College, en Maine. En 2010 fueron incluidas en una exposición sobre ciencia que se celebró en China. Ahora las placas solares de Jimmy Carter son protagonistas de un documental titulado The road not taken (El camino que no se tomó): como si aquellos artefactos hubieran podido ser el principio de un mundo más verde y sostenible que, al menos por ahora, se acabo desechando.
El republicano Reagan, aunque consideraba esas placas como un vestigio inútil del hippismo, también dio algunos pasos medioambientales. Su administración firmó el Protocolo de Montreal para tratar de cerrar el agujero de la capa de ozono. Su vicepresidente y sucesor, George H. W. Bush, reforzó algunos de los límites a la contaminación implementados por Nixon.
Pero quizás el líder estadounidense a quien más le debe la causa ecológica es uno que no llegó a ser presidente, y no porque no lo intentara. Un puñado de votos en el estado de Florida, y una decisión del Tribunal Supremo, hicieron que el vicepresidente Al Gore se quedaran sin catar el poder imperial por el que se había bregado en campaña. Alejado pues de los vértigos de la púrpura, el demócrata canalizó sus energías a concienciar al mundo sobre los peligros del cambio climático. El documental de 2006 Una verdad incómoda se metió en el debate y creó su propia escuela de activismo audiovisual. Gore se volcó en él, y asegura haberlo presentado más de 1.000 veces en todo el mundo.


El activismo de Gore coincidió con una clara división partidista en lo que respecta a la lucha contra el calentamiento global. Sus posturas, ya reflejadas en su campaña presidencial del año 2000, espantaron a los votantes de los estados mineros y manufactureros. Ese año, Virgina Occidental, que con su tradición obrera siempre había sido demócrata, votó republicano por primera vez en mucho tiempo. En 2016 fue el estado más trumpista de Estados Unidos.
El hoy presidente saliente, Donald Trump, se comportó al revés que su correligionario Nixon: eliminó todo tipo de regulaciones medioambientales, abrió tierras y mares a la explotación energética, desdentó a la Agencia de Protección Medioambiental y ha puesto mucha veces en duda el mismísimo concepto de cambio climático exacerbado por los humanos.
Trump fue vencido en las elecciones de la semana pasada, aunque de momento no lo haya reconocido. Un presidente electo espera a reemplazarlo. Joe Biden tiene un plan ecológico de reconstrucción de la economía. En su mano está, si lo permite un Congreso semi-republicano, dejar su mella en la curiosa historia verde de los presidentes de Estados Unidos.
