A diferencia de Central Park, Prospect Park no ha pasado por un salón de belleza. No le han hecho ni la manicura, ni un baño de color. Ni siquiera lo han afeitado. Prospect Park es un parque rugoso y real como la vida misma. Un parque como el propio Nueva York. Imperfecto, vibrante, prometedor, a ratos sucio y a ratos, incluso, peligroso. Un corazón que bombea para todos: para los ricos y para los pobres. Un refugio durante la pandemia. Y un ejemplo de parque prácticamente autogestionado.
Las primeras veces es fácil perderse. Los caminos suben y bajan y se retuercen. Algunos tramos son tan umbríos que, cuando llueve, el barro se mantiene fresco durante días, tan negro que parece azul. Casi da gusto meter el pie en un barro tan puro. Los perros lo hacen. Y los corredores, que desde las cinco de la mañana ya están dando vueltas por su pista circular de 5,4 kilómetros de largo.
Muchos de ellos no lo saben, pero por debajo del asfalto y de los jardines yacen los restos de los soldados caídos en la primera gran batalla de la Guerra de la Independencia. Los rebeldes se enfrentaron aquí a las tropas de la Corona Inglesa. Sufrieron una derrota, pero lograron proteger la retirada de George Washington y de sus soldados en la oscuridad de la noche. Casi pierden la guerra. Varias placas y una columna corintia rememoran las luchas en Prospect Park.
La colina en la que se desempeñó esta batalla, pintada por la última glaciación, está hoy cubierta por 2,4 kilómetros cuadrados de bosque, marismas y caminitos que conectan las diversas atracciones, como el zoo de Prospect Park, el Tío Vivo, el embarcadero, el lago o el aristocrático Pabellón Oriental, donde vuelven a celebrarse conciertos. En invierno, las familias patinan sobre hielo y en verano se van de picnic al Long Meadow: la mayor extensión de Nueva York, un kilómetro y medio, de verde, brillante y lujurioso césped.


Prospect Park se mantiene al estilo americano: con donaciones privadas, en la tradición de la filantropía, supervisadas someramente por el ente público. A mediados de los años ochenta, un siglo después de su construcción, la decadencia del parque era tan patente que sonó un grito de alarma entre los vecinos. Siguiendo los pasos dados con Central Park, en 1987 nació la Prospect Park Alliance. Un esfuerzo privado, sin ánimo de lucro, para revitalizar y preservar la salud y las instalaciones del parque.
Hoy en día Prospect Park Alliance emplea a tres cuartas partes de los trabajadores del vedado, aporta la mayor parte del esfuerzo presupuestario y ofrece una serie de ventajas a los donantes, que reciben, en función del tamaño de su donación, determinado título y determinadas prebendas.
Uno puede dar 35 dólares al año y ser considerado un “amigo”, con las ventajas básicas, como un 25% de descuento en las visitas guiadas y un 10% en el uso de la pista de hielo. Si uno da 90 dólares, sería un “seguidor” y esas ventajas aumentarían. Luego están el estatus de “naturalista”, “arborista” y, finalmente, el de “arquitecto de paisajes”, que paga sus 900 dólares anuales y puede usar a buen precio las muchas recreaciones que ofrece el parque.
Después hay otros niveles. En 2008, el millonario alcalde, Michael Bloomberg, donó 10 millones de dólares a Prospect Park. Su mayor aportación jamás recibida. Los dólares han devuelto el lustre decimonónico original a varias instalaciones. Un estudio de la agencia de investigación medioambiental Resources for the Future dice que este modelo de financiación ha probado ser efectivo en grandes parques, que requieren un margen de maniobra económico que a veces no tienen los estólidos presupuestos públicos.
Así que Prospect Park ya no es lo que era hace 20 o 30 años. Un lugar fantasmagórico en el que los bustos de próceres olvidados, subidos en sus pedestales, era testigos silenciosos del crimen y de la venta de drogas. No entrar en Prospect Park era una regla general de los vecinos. Sobre todo al anochecer.
Todavía permanecen estos instintos. Algunas personas mayores de los barrios aledaños siguen advirtiendo sobre los peligros del lugar, como si, en cualquier momento, pudiera surgir de la maleza un encapuchado con una navaja. La realidad es que el parque se acerca a la meta que soñaron sus creadores, los arquitectos Frederick Law Olmsted y Calvert Vaux, responsables también de Central Park, cuyo objetivo era dar a los urbanitas un espacio bucólico en el que disipar su estrés. Un pedacito de campo donde ejercitar sus pulmones y congraciarse con la naturaleza.
Porque la grandeza real de Prospect Park reside en su vínculo con los vecinos. Nueva York se conjuga a su alrededor. Por el norte lo rodea el barrio acomodado de Park Slope. Familias blancas y prósperas, con más diplomas universitarios de los que caben en una pared y unos ideales políticos tan justos y puros, tan generosos, tan equilibrados, tan prístinos, sensibles y perfectos que tienen que ser anunciados, con carteles, en las ventanas de sus casas de un millón y medio de dólares.
Es un barrio señorial, de chalets rojizos, el codiciado brownstone. Símbolo de estatus y de buen gusto. Aquí viven Paul Auster, Steve Buscemi, John Turturro, George Packer, Emily Blunt y John Krasinski, Peter Sarsgaard y Maggie Gyllenhaal, y toda una galaxia de profesionales de la crema neoyorquina. La figura del “Park Slope Dad” es una institución. Cuarentón, con barba de sal y pimienta y una chaqueta de Patagonia de 400 dólares, el Park Slope Dad lleva a sus hijos a las actividades extraescolares y dedica una porción de sus energías a la famosa cooperativa del barrio.
La Park Slope Food Coop satisface las fantasías colectivistas de la clase media-alta. Sus reglas son duras pero son justas. Por ejemplo, sus miembros tienen que trabajar en la cooperativa dos horas y cuarenta y cinco minutos cada cuatro semanas. Friegan los suelos, se ocupan de la gestión, vigilan que nadie robe o están en las cajas registradoras. No cobran nada. Pero, a cambio, pueden comprar los productos orgánicos y de comercio justo solo un 21% más caros que su precio mayorista.


La organización celebra asamblea una vez al mes y tiene una especie de comité central, una Junta de Directores, formada por cinco miembros electos. Quienes se han asomado a estas asambleas dan testimonios de pequeñas intrigas y luchas de poder. Se ha comparado a la Cooperativa con una granja soviética. Este colectivismo debe de obrar milagros sobre la conciencia de sus pudientes miembros, que dedican esas dos horas y cuarenta y cinco minutos a trabajar por el bien común. Los otros 29,7 días de los 30 que tiene el mes vuelven a su próspera existencia capitalista.
Los blancos de Park Slope suelen hacer picnic y pasear a sus perros en la franja norte del parque, donde están Grand Army Plaza y la Biblioteca Pública Central de Brooklyn. Un memorable edificio de 1912 cuyos portones lucen jeroglíficos dorados que se encienden al atardecer.
Si bajamos por la margen este del parque, Park Slope se transforma en Windsor Terrace. El ansiado brownstone da paso a discretas casitas con su porche y su impecable bandera americana colgada de la fachada. Muchos de sus vecinos son mayores y llevan aquí varias décadas. Son policías, bomberos, enfermeras. Resisten la ofensiva de la gentrificación y nombran sus calles en honor a los caídos en las guerras de Estados Unidos. De hecho no parece Nueva York, sino un pueblecito de Middle America en el que todo el mundo se conoce y los cambios generan sospecha.


Por el sur, la clase media blanca se va mezclando con las comunidades inmigrantes, sobre todo procedentes de Centroamérica y el Caribe. Church Avenue ofrece coloridas fruterías, tiendas de tónicos mágicos, muchas iglesias y montones de sabroso pollo frito. Es en el cuadrante sur del parque donde se dan las auténticas fiestas, las churrascadas en familia con mesa y mantel, las sonoras batucadas inmersas en el humo de la marihuana y los partidos de fútbol improvisados.
Es el flanco más vigoroso, el más cambiante, el más dinámico. También es el menos seguro. Hace exactamente un año, en agosto de 2020, se sucedieron tres asesinatos en la misma calle. Al lado del McDonald’s de Parkside Avenue. En una semana. El aumento de la criminalidad ha sido una de las consecuencias de la pandemia y, a todas luces, de la baja moral de la policía, mancillada por el comportamiento de algunos de sus agentes.
La icónica Flatbush Avenue, que recorre el lado oriental de Prospect Park, es donde se produce la magia sincrética de la zona. Las comunidades blancas y de color se mezclan a medio camino, en bares como Erv’s y restaurantes como ZuriLee. Un paisaje humano caleidoscópico y digno del perfecto crisol al que aspira Nueva York.
En el medio del bullicio y de las distintas perspectivas, la escena pastoral de Prospect Park, con sus pajareros caminando de puntillas entre la hojarasca, prismáticos en mano, y esos puños de nieve que en enero te caen en la oreja desde las ramas desnudas de los árboles, es el amigo de todos. El refugio. Un oasis que depende, para su existencia, de la implicación constante de sus vecinos. El pulmón verde de Brooklyn, que visitan 10 millones de personas cada año, y que enlaza, en sus retorcidos y fragantes caminos, las mejores esencias de la Gran Manzana.
