¿Es posible hacer que los derechos humanos sean efectivos sin un planeta sano? Cuando en 1948 se firmó en París la Declaración Universal, no hubo una sola mención al medio ambiente por la sencilla razón de que estos instrumentos se negociaron antes del advenimiento del movimiento ambiental moderno a finales de la década de 1960. Sin embargo, desde la Declaración de Estocolmo en 1972, la preocupación por el estado de la naturaleza ha ido ganando cada vez más peso en las relaciones internacionales, sobre todo desde que los países empezaron a darse cuenta de las funestas consecuencias del cambio climático antropológico. Hasta el punto de que, en los últimos años, el desarrollo sostenible se ha erigido como proyecto central de Naciones Unidas.
Ante esta situación, no es de extrañar que la propia ONU, acompañada de varios países y más de 1.100 entidades de todo el mundo, luchen desde hace años por incluir en la Declaración un nuevo derecho para toda la humanidad: el derecho a un planeta sano. “Debemos aprovechar este momento de crisis ecológica mundial para asegurar este reconocimiento por parte de las Naciones Unidas, de modo que todos, en todas partes, se beneficien. Si es reconocido por todos los países, podría ser el derecho humano más importante del siglo XXI”, explicaba el relator especial de la ONU sobre los Derechos Humanos y el Medio Ambiente, David R. Boyd.
Aunque el trabajo para lograr este reconocimiento universal se ha visto detenido por la pandemia de coronavirus, la revolución que supone el derecho humano a un planeta sano ya está en realidad en marcha en muchas partes del globo. De hecho, el propio Boyd elaboró un informe a finales de 2018 en el que se detallaba que un total de 110 países incluyen este derecho a un planeta sano en sus constituciones y 126 Estados han ratificado tratados regionales que incluyen su reconocimiento, aunque estos dos grupos se superponen significativamente.
En conjunto, esto significa que más del 80% de los Estados miembros de la ONU (156 de 193) reconocen ya legalmente el derecho a un medio ambiente seguro, limpio, saludable y sostenible. Una cifra importante si se tiene en cuenta que las investigaciones de Boyd y su predecesor, John Knox, han descubierto que las naciones que reconocen explícitamente este derecho o tienen otros mandatos ambientales similares en sus constituciones tienden en general a tener mejores políticas ambientales, además de obtener de media mejores resultados en las métricas de desarrollo sostenible. Principalmente, porque es un derecho que da a los tribunales mucho poder a la hora de impedir proyectos que tengan un alto impacto ambiental.
Eso sí, su impacto no es el mismo en todo el mundo. Curiosamente, es en los países en vías de desarrollo del Sur global los que más han sabido aprovechar esta vía legal para proteger sus ecosistemas y recursos naturales, especialmente en Latinoamérica. Al contrario, muchos países ricos como Reino Unido, Estados Unidos, China y Japón aún no lo han considerado siquiera, mientras que en Europa, aunque también se ha expandido este derecho, los resultados son todavía difíciles de calibrar por mucho que los tribunales estén usándolo cada vez más en sus decisiones.
De Costa Rica al mundo
Aunque parezca increíble, los orígenes de esta revolución legal no están en una campaña internacional o los movimientos de una superpotencia, sino en el improbable efecto mariposa de la lucha ambiental de un niño costarricense. Todo comienza en 1992, cuando el chico de 10 años Carlos Roberto Mejía Chacón denuncia ante el Tribunal Constitucional de su país que la ciudad de San José no estaba haciendo nada para impedir que un río local fuera utilizado como basurero, lo que violaba su derecho humano a unas condiciones de vida adecuadas, que incluyen como es lógico vías fluviales limpias y protegidas.
Con ayuda de su familia y contra todo pronóstico, la demanda prosperó: los magistrados ordenaron al municipio limpiar la basura e instalar un servicio de recogida de basuras adecuados. Pero, sobre todo, los jueces constitucionales razonaron en su sentencia que “un medio ambiente limpio y saludable es base fundamental de la vida humana”. Una conclusión que no sólo establecía un importante precedente legal para los tribunales de todo Costa Rica, sino que también impulsó la decisión de incluir el derecho humano a un planeta sano en la reforma constitucional aprobada en 1994.


Desde entonces, este nuevo principio constitucional ha ayudado a orientar muchas de las políticas ambientales de Costa Rica, que la han situado en la vanguardia internacional de la lucha climática. Sin embargo, esta maniobra legal está lejos de ser una excepción en Latinoamérica: todos los países de la región han incluido de una manera u otra el derecho humano a un planeta sano en su Carta Magna o, en el caso de Uruguay o Chile, están ya planeando como hacerlo. Pero hay una nación latinoamericana en la que este precepto se ha mostrado especialmente útil: Colombia.
Efectivamente, la Constitución colombiana asegura en su artículo 79 que “todas las personas tienen derecho a gozar de un ambiente sano”, una base legal que ha ganado especial importancia con diversos fallos judiciales en los últimos años y que ha ayudado a situar la protección ambiental como algo a lo que la gente tiene derecho, empoderando a los movimientos sociales. Eso sí, el mayor hito no llegaría hasta 2018, cuando el Tribunal Supremo de Colombia sancionó al Gobierno y lo instó a tomar medidas urgentes para proteger su selva amazónica y detener la creciente deforestación.
También en Ecuador ha habido litigios importantes con este derecho humano a un planeta sano como base. En 2014, la Corte Constitucional del país consideraba que Chevron, como propietaria de la petrolera Texaco, que operó en la Amazonía ecuatoriana entre 1964 y 1992, no solo causó graves daños a la naturaleza, sino que también provocó numerosas enfermedades que han acabado con la vida de muchos habitantes de la región. Una condena judicial que obliga a la compañía estadounidense a pagar 9.500 millones de dólares como indemnización por «graves daños ambientales», aunque la batalla por el dinero deberá seguir en el extranjero ya que Chevron no tiene operaciones ni intereses en Ecuador actualmente.
Un derecho en desarrollo
Por supuesto, esto no significa que la naturaleza esté suficientemente protegida en América del Sur, ya que la deforestación continúa creciendo y la región sigue siendo la más mortífera del mundo para los activistas ambientales, algo que intenta remediar el Acuerdo de Escazú. Y es que, al igual que pasa con otros derechos humanos, existe una brecha entre la base legal y la implementación, que se intenta cerrar progresivamente con ayuda de los tribunales. Pero, al menos, Latinoamérica ha demostrado ser pionera en esta revolución legal, señalando el camino a una Europa más reticente a situar lo que entienden es una cuestión de políticas públicas bajo la lupa de los tribunales.
Por el momento, muchos de los países europeos, incluso varios de los que tienen una política ambiental con bastante peso como Alemania, Austria o Dinamarca, no cuentan con este tipo de derechos en sus leyes. Por otro lado, países como España, que incluye en su artículo 45 de la Constitución que “todos tienen el derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona, así como el deber de conservarlo” no han desarrollado demasiado en sus tribunales el alcance de este precepto, que estaba incluido en la Carta Magna antes de que cambiara la percepción sobre lo que significa el derecho humano a un planeta sano, aunque esto parece estar cambiando con las acciones de los activistas. Como prueba, el hecho de que el Supremo admitiera a trámite la denuncia de varias organizaciones ecologistas contra el Gobierno por “inacción climática”.


También en Francia está muy agitado la coctelera legal. El pasado febrero, la Justicia francesa reconocía la responsabilidad del Estado galo en la crisis climática y consideraba ilegal que incumpliera sus compromisos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero. Todo, gracias a una ola internacional de litigios climáticos en los países desarrollados, en los que los ecologistas sostienen que la falta de acción contra el cambio climático vulnera los derechos humanos de las generaciones presentes y futuras. Actualmente, hay más de 600 procesos climáticos abiertos en todo el mundo, según apunta Greenpeace, la mayoría en países ricos como Estados Unidos, Canadá, Alemania, Bélgica, Irlanda o Nueva Zelanda.
Eso sí, los tribunales no siempre resuelven en el mismo sentido. Por ejemplo, en una demanda climática de alto perfil en Noruega, los grupos ambientalistas argumentaron que permitir la extracción de petróleo en el Ártico era inconstitucional. Sin embargo, la Corte Suprema del país dictaminó que el estado, aunque tenía la obligación de proteger a los ciudadanos de los daños ambientales, no era responsable de las emisiones del petróleo que produce, ya que vienen mayoritariamente de la exportación. Por eso, el hacer que el derecho humano a un planeta sano sea universal a través de Naciones Unidas puede servir para homogeneizar su aplicación en todo el mundo y mejorar sus consecuencias.
El mejor ejemplo de lo que se puede lograr con la inclusión de este derecho humano en la Declaración lo proporciona el agua. Tal y como explica el director interino de la División de Derecho del PNUMA, Arnold Kreilhuber, las resoluciones de la ONU “pueden marcar la diferencia” y pone como ejemplo el reconocimiento formal del derecho al agua y al saneamiento como un derecho humano independiente por una resolución de la Asamblea General de la ONU (64/292) en julio de 2010, que estimuló la inclusión del mismo en las Constituciones, leyes y políticas nacionales y tuvo efectos positivos en la gobernanza y los resultados mundiales del agua.
