Infraestructuras verdes, sumideros de carbono, biocombustibles, energías renovables, gestión forestal… Estas son solo algunas de las decenas de actividades aprobadas ya por la Unión Europea como sostenibles dentro de la conocida como Taxonomía Verde, un sistema de clasificación que según Bruselas es imprescindible para ayudar a la UE a impulsar la inversión privada sostenible y alcanzar la ansiada neutralidad climática. Sin embargo, en las últimas semanas, el protagonismo ha recaído por completo en la decisión de la Comisión de incluir la energía nuclear y el gas como posibles inversiones “verdes” de transición, causando una gran polémica entre países europeos que tienen opiniones muy distintas sobre estas opciones.
Todavía no es el momento de entrar a fondo en esta cuestión, ya que la decisión del Ejecutivo dirigido por Ursula von der Leyen tiene aun que ser discutida por los 28 estados miembro y es posible que su planteamiento final no tenga nada que ver con el actual. Sin embargo, es una ocasión inmejorable para presentar esta Taxonomía Verde, un instrumento que lleva en elaboración desde 2020 y que tanto empresas como países consideran una de las puntas de lanza del famoso European Green Deal. Pero ¿en qué consiste exactamente?
En primer lugar, es importante destacar que el principal objetivo de la taxonomía es movilizar inversión privada para acelerar la transición ecológica. Es decir, la Comisión entiende que sin alianzas que atraigan el músculo económico de las empresas, es muy complicado conseguir el capital necesario para transformar nuestro sistema energético o de residuos, por citar dos sectores que demandan grandes cambios. Por eso, la taxonomía proporciona a los inversores definiciones apropiadas para saber exactamente cuales son las actividades económicas que pueden considerarse ambientalmente sostenibles.
La idea principal es reconocer como «verdes» solo las actividades económicas que hacen una contribución sustancial a al menos uno de los objetivos climáticos y ambientales de la UE. De esta forma, se crea la imprencindible seguridad jurídica para los inversores y se protege tanto a ellos como a los consumidores del greenwashing, además de ayudar a las empresas a ser más respetuosas con el clima, mitigar la fragmentación del mercado y ayudar a focalizar las inversiones donde son más necesarias.


Por otro lado, la taxonomía es también una herramienta de transparencia que introducirá obligaciones de divulgación obligatorias para algunas empresas e inversores, exigiéndoles que publiquen datos sobre cualquiera de las actividades que denominen como «sostenibles», para saber si están alineadas o no con lo que exige la UE. Eso sí, todo desde la voluntariedad: la taxonomía no establece requisitos obligatorios sobre el desempeño ambiental de las empresas o de los productos financieros y los inversores son libres de elegir en qué invertir. Sin embargo, se espera que, con el tiempo, la Taxonomía Verde de la UE sea un facilitador del cambio y fomente una transición hacia la sostenibilidad.
«Cuanto antes se resuelva la disputa de fondo en los países europeos (el bloque que lidera Francia frente al que encabeza Alemania) sobre qué se considera ‘verde’ y qué no (y, por tanto, qué es susceptible de recibir financiación privada y pública), antes se desbloqueará el grueso de la financiación necesaria para reconvertir sectores y se dará la seguridad jurídica pertinente», explica Javier Santacruz, analista de economía del Instituto Agrícola San Isidro que estuvo en la pasada COP26 de Glasgow y conoce bien los entresijos de los planes climáticos europeos. «La cuestión central es cómo construir una estrategia que permita conciliar las metas de transición climática de medio y largo plazo con los obstáculos que se puedan presentar en el corto plazo, como la inflación o la ruptura de las cadenas globales de valor», apunta.
Más de dos años de elaboración
Una de las razones que explica la fuerte anticipación pública y privada de las nuevas reglas sobre inversiones sostenibles es que la Taxonomía Verde europea lleva ya más de dos años en elaboración. La base del sistema es el documento que entró en vigor en julio de 2021, donde se establecen seis objetivos generales, de los que al menos uno debe estar presente una actividad económica para ser calificada de ambientalmente sostenible: mitigación del cambio climático; adaptación al cambio climático; uso sostenible y la protección de los recursos hídricos y marinos; transición a una economía circular; prevención y control de la contaminación; protección y restauración de la biodiversidad y los ecosistemas.
En cualquier caso, la Comisión daba con esto solo un primer paso. Ahora tenía que elaborar, a través de actos delegados, la lista real de actividades ambientalmente sostenibles, definiendo en cada caso los criterios técnicos de selección. No sería hasta el pasado junio que se aprobaría el primero, que, tras ser analizado por la Eurocámara y el Consejo Europeo, entró en vigor el pasado diciembre, incluyendo requisitos en actividades como los sumideros de carbono o las infraestructuras verdes. Además, el Ejecutivo europeo también aprovechó la ocasión para lanzar una propuesta para una Directiva de Informes de Sostenibilidad Corporativa (CSRD), que modificaría los requisitos existentes sobre responsabilidad ambiental corporativa y ampliaría el alcance a todas las grandes empresas que coticen en bolsa, requiriéndoles auditorías e informes más detallados.


Ahora, la publicación del segundo acto delegado, el que ha resucitado la polémica sobre el gas y la energía nuclear, signfica también el final del trabajo de la Comisión al respecto. La pelota está ahora en el tejado de los Estados miembro, que tendrán seis meses para decidir el formato final del documento, aunque cualquier modificación significativa exigirá grandes consensos: el Consejo solo tendrá derecho a presentar objeciones por mayoría cualificada reforzada inversa (lo que significa que al menos el 72% de los Estados miembro, o que representen al menos el 65 % de la población de la UE) serán necesarios. La situación es similar en el Parlamento, que necesitará una mayoría absoluta de 353 diputados para cualquier cambio.
Pase lo que pase con este segundo acto delegado, lo cierto es que la entrada en vigor de la Taxonomía Verde sería una buena noticia para la transición ecológica europea. Al fin y al cabo, la idea de este conjunto de reglas no es otra que es ayudar a las empresas a financiar su propia transición, de cara a lograr la neutralidad climática en 2050, de ahí su carácter imprescindible.
Y es que, aunque no se obligará a nadie a nada, la transparencia será mucho mayor: todas las compañías deberán comunicar qué porcentaje de sus inversiones cumplen con la taxonomía europea, tanto a nivel de cifra de negocios actual como de cara a sus inversiones a futuro. Además, las entidades financieras tendrán por su parte que informar exactamente qué porcentaje de sus préstamos está destinado actividades sostenibles. De esta manera, se busca empujar la financiación en una dirección determinada, con pautas muy marcadas, movilizando esa Alianza Global por el desarrollo sostenible que es clave para la Agenda 2030 que impulsan tanto Naciones Unidas como la propia UE.
