La eternidad es un concepto difícil de digerir cuando se poseen estómagos conscientes de la volatilidad del presente. Estómagos como el de Maki Yokota o Soichi Saito, que tuvieron que alimentarse con la realidad de ver arrasada su antigua vida en cuestión de segundos por un cataclismo que, en contra de sus principios, aun no parece tener un final concreto.
La normalidad de las vidas de esos dos habitantes de Futaba, un pequeño pueblo costero al noreste de Japón, cambió por completo el 11 de marzo de 2011, momento en el que una sección de la corteza oceánica de unos 500 kilómetros de longitud se desquebrajó por completo.
Los ecos de la ruptura sacudieron el agua del Pacifico, desplazando olas de más de 10 metros de altura hasta tierra firme. Las primeras noticias hablaron de más de 400 fallecidos y miles de desaparecidos a causa del agua que penetraba en la isla y la destrucción seguida. Las imágenes que las acompañaban no menospreciaban el poder de la palabra: en ellas se veían casas enteras siendo arrastradas por el lodo, personas aglutinadas en los tejados e incluso barcos encallados donde antes solo había campo y montaña.


Japón había vivido antes otros desastres similares, pero nunca uno con tanta violencia como la desatada por este terremoto de 8,9 grados en la escala de Ritcher, el mayor registrado en el país. Aun así, la naturaleza se quedaría corta en comparación con la hecatombe que vendría después fruto del colapso del progreso humano.
A menos de 30 kilómetros de Futaba se encontraba la central nuclear Fukushima Daiichi que, gestionada por Compañía de Energía Eléctrica de Tokio (TEPCO), era una de las 25 más grandes del mundo y estandarte de la fehaciente apuesta de Japón por esta fuente de energía. Tras esta, otras cuatro más pequeñas se localizaban a lo largo de la costa noriental del país para abastecer a aquellas mismas poblaciones que, durante el desastre, quedaron prácticamente sin electricidad, incluyendo sus centrales.
Como recuerda el Organismo Internacional de Energía Atómica (IAEA, por sus silgas en inglés), uno de los peores escenarios a los que puede enfrentarse una central nuclear es la desestabilización de sus reactores. Por eso mismo, ante catástrofes como esta, la mejor estrategia a seguir es pararlos de forma segura.
Las cuatro más pequeñas lograron hacerlo, sin embargo, los cortes de energía junto a los daños en la infraestructura operacional dejaron en un serio aprieto a Fukushima Daiichi que tenía que luchar contrarreloj para evitar un desastre muy parecido al que vivieron en Chernóbil, justo 25 años atrás.
“El efecto combinado de la perdida de la alimentación eléctrica y los daños en la estructura privaron a la central de su función para refrigerar los tres reactores que estaban operativos, así como a las piscinas de combustible utilizado. Cabía la posibilidad de que se sobrecargasen y estallasen”, recuerdan desde la IAEA.
La noche del 12 de marzo en la central nuclear de Fukushima Daiichi todo eran carreras y pánico. A pocos kilómetros de ese complejo, en pueblos como el de Futaba, Maki, Soichi y otros miles de personas lidiaban la resaca del maremoto sin un refugio y sin electricidad.


En la zona de exclusión los teléfonos móviles solo funcionaban a ratos y la radio emitía el mismo parte de emergencia en todas las frecuencias disponibles, mientras que las réplicas y la proximidad del océano no dejaban de recordar: «llegar a mañana no depende de ti».
Al día siguiente, mientras los helicópteros Chinook examinaban fugas en los reactores, decenas de vehículos permanecían abandonados en medio de las calles de Futaba, columnas de humo se dibujaban en el horizonte y al silencio solo lo interrumpían los ladridos de los perros atrapados en las viviendas recién desocupadas a la carrera.
Todo fue así hasta que, a pesar de los esfuerzos de los operarios, los núcleos de los reactores de las unidades una a tres se sobrecalentaron por completo hasta el punto de fundir el combustible nuclear. Las vasijas de contención se fracturaron y el hidrógeno se escapó provocando diversas explosiones. En ese momento llegó lo que todos temían: una fuga de radiación.
Un ambiente radioactivo
De entre todos los enemigos de la humanidad, la radiación es, sin duda, el más peligroso, sobre todo, porque poco se puede hacer ante una amenaza invisible que atraviesa todo a su paso sin distinguir entre materia orgánica o inerte.
En este sentido, la experiencia de Fukushima durante la tercera semana de marzo de 2011 no debía distar mucho de lo que vivieron los habitantes de Pripiat en 1986, la ciudad ahora fantasma junto a la central Chernóbil, con el añadido de que la costa de toda esa zona de Japón estaba arrasada por un tsunami de una escala nunca vista y los cimientos de toda la mitad noreste de la región de Tohoku habían quebrado.
El gabinete de crisis en el centro de Fukushima, era, para los estándares de Japón, un absoluto caos de funcionarios trasnochados, técnicos de la eléctrica TEPCO trabajando sin descanso y militares y policías haciendo rondas interminables hacia la zona de exclusión.


Aun así, lograron ponerse de acuerdo y establecer las primeras medidas. Primero se desalojaron a las personas más cercanas a las central-unos 20 kilómetros a la redonda-, después se impusieron restricciones al consumo de los alimentos y agua potable cercana a la “zona cero” para, más tarde, exigir a todos aquellos que habitaban a 30 km a la redonda que abandonasen sus hogares.
El objetivo era proteger a toda costa a las personas de los radionucleidos emitidos, como el yodo 131, el cesio 134 y el cesio 137 (estos últimos con una vida media de 30 años), que fueron encontrados tanto en el aire como en los alimentos, tal y somo señala la IAEA, que informa que, a diferencia de Chernobyl, la contaminación fue a parar principalmente al océano, además de que se repartieron cientos de capsulas de yodo para evitar que el cesio quedase en la tiroides de las personas.
A diferencia de Chernobyl, el reactor de Fukushima no quedó expuesto al aire libre. De este modo, el reactor soviético liberó 85 petabecquerels (PBq) de Celsio 137 y 1.760 petabecquerels de Yodo 131, frente a los 10 y los 120 de Fukushima, respectivamente
Gracias a esa estrategia, los informes posteriores determinaron que no hubo ningún efecto derivado de la radiación en los trabajadores o habitantes, por lo menos durante los primeros años, algo que abala ahora un reciente informe lanzado por el Comité Científico de las Naciones Unidas para el Estudio de los Efectos de las Radiaciones Atómicas (UNSCEAR).
“El Comité cree que, considerando la evidencia disponible, el gran aumento (en relación con el esperado) en el número de cánceres de tiroides detectados entre los niños expuestos no es el resultado de la exposición a la radiación. Más bien, son el resultado de procedimientos de detección ultrasensibles que han revelado la prevalencia de anomalías tiroideas en la población no detectadas previamente”, subrayan desde la ONU.
Una década después
Las labores de recuperación, tanto de las infraestructuras de la central como de los pueblos y ambiente circundante, comenzaron el mismo año de la catástrofe y, de acuerdo con los informes lanzados por TEPCO, no esperan concluirse hasta el 2050.
Al final del evento más de 15.000 personas perdieron la vida y otras 6.000 quedaron heridas, según la Organización internacional, que señala que en el 2014 aun había 2.500 personas desaparecidas
Algunos antiguos pescadores y habitantes han tenido más suerte que Maki y han podido retomar en la mejor medida posible sus antiguas vidas, ligadas ahora a la mar: «Hemos hecho muchos esfuerzos por recuperarnos desde el accidente nuclear. Poco a poco hemos ido aumentando las cantidades de pesca», comenta el portavoz del sindicato de pescadores de Iwaki, Tadaaki Sawada.
En la lonja de Onahama, al sur de Fukushima se capturaron en durante el año pasado 4.500 toneladas de pescado y marisco, una mejora notable desde las 122 toneladas de 2012 pero menos de la quinta parte que antes del desastre nuclear en 2010, según datos de la asociación de pescadores. Una cantidad que, no obstante, puede verse mermada de nuevo por los fantasmas del incidente del 2011 que vuelven a sobrevolar los alrededores de Fukushima.


El motivo está en que aun no tenemos la tecnología necesaria para retirar el combustible fundido de los reactores, por lo que la única solución radica en la inyección de agua para mantenerlos a una temperatura estable de 30 grados Celsius. Después, toda esa agua pasa por un sistema de filtrado novedoso que elimina todos los componentes radioactivos, a excepción del tritio, para ser finalmente almacenada en tanques.
Toda esa agua ha quedado almacenada en tanques situados en terrenos de TEPCO durante años que hasta dar con un problema de logística ya que la compañía prevé que para el año que viene se acabe el espacio. Ante este escenario, el Gobierno japonés puso sobre la mesa en el 2016 la posibilidad de verter los más de 1,23 millones de metros cúbicos de agua al océano Pacífico durante más de dos décadas para evitar posibles picos de contaminación, aunque eso no importaría:
Según la OIEA, la energía atómica ha pasado de producir el 12,8% de la energía mundial a poco más del 10% en el 2018. De hecho, prevé que caiga al 8% en el 2040%
Palabras que, aun así, no son capaces de calmar el revuelo que está decisión «que ya está tomada» está causando sobre la población que intenta rehacer sus vidas. La fecha para ejecutar esta proyecto no está definida y, de no llegar a una concreta durante este año, se plantea ampliar temporalmente el espacio de almacenamiento.
Por ahora, para impedir filtraciones y reducir el bombeo de agua al mínimo posible, se ha construido un muro de hielo subterráneo alrededor de los reactores. Además, se han cambiado los suelos de la central para que sean capaces de atrapar partículas radioactivas, lo que ha reducido la contaminación en el aire y permitido que no haga falta un traje especial de protección en el 90% del recinto.
Aún así, estas medidas no son suficientes ni para para frenas las críticas ni ese pensamiento mundial que nubla las opciones de esta energía de perdurar en el tiempo, y menos en una sociedad que intenta hacer las paces con el medio que la rodea, demostrando que, al final, la eternidad solo pertenece al mundo de las ideas.
