La necesidad inmediata, forzada por la pandemia y que han experimentado todas las ciudades en el extraño 2020 que acabamos de franquear es la de mejorar el espacio compartido y activar una movilidad más flexible y variada. Todo ello asentado sobre una imperiosa condición, que es concebir la ciudad como un activo común cuyos usos hay que definir, planear y compartir entre todos los agentes implicados.
Porque la ciudad, entendida como la polis griega, es hacedora de civilización, es un foco agregador de talento y un acelerador económico, pero siempre que esté pensada a escala humana y planificada con inteligencia y objetivos compartidos.
Tenemos a nuestra disposición ahora conocimientos, herramientas y un mundo de aplicaciones digitales y profesionales preparados que nunca hubieran soñado tener a su alcance los rectores de las grandes ciudades clásicas. Estos activos añaden herramientas del siglo XXI al viejo sueño de generar ámbitos de convivencia mejores para todos.
La ciudad es lugar de encuentro, y como tal, también deben convivir en ella, ahora más que nunca, las visiones y las aportaciones de todos los actores implicados en su gestión. No hay lugar mejor para apreciar la necesaria complementariedad entre lo público y lo privado, entre lo personal y lo colectivo, que en las ciudades.
En este momento, la emergencia del coronavirus y su presión sobre el uso de los espacios comunes y la circulación de las personas lo ocupan todo, pero existen retos mayúsculos y con un horizonte de largo plazo.
Uno de ellos es mejorar el metabolismo urbano y la relación de las ciudades con su biorregión, lograr que las urbes tengan una relación simbiótica con el territorio circundante y no acaben actuando como un agujero negro que fagocita el entorno con una expansión continua y mal planificada en términos de sostenibilidad.
“Son muchas las ciudades y alcaldes que están dando pasos decididos hacia la sostenibilidad”
Las ciudades y las áreas metropolitanas contribuyen, según la ONU, aproximadamente al 60% del PIB mundial. Sin embargo, también representan alrededor del 70% de las emisiones de carbono y más del 60% del uso de recursos. En ese sentido, son claramente el frente de batalla de la sostenibilidad para el siglo XXI y mejorar su comportamiento es mejorar el planeta.
En esta línea, son muchas las ciudades y alcaldes que están dando pasos decididos hacia la sostenibilidad. Y en el horizonte de desafíos que afrontan prevalece sobre todos ellos el cambio climático.
En ese caso, hay que valorar muy positivamente el el acuerdo suscrito hace unos meses entre la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP) y el Ministerio de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana para impulsar el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU y la hoja de ruta por la sostenibilidad, plasmada en la Agenda Urbana Española. Una vía excelente hacia la sostenibilidad que ya comentamos en las páginas de nuestro diario.
El reto del clima y las ciudades
La adaptación a los efectos del cambio climático y la mejora de la resiliencia de los entornos urbanos a sus impactos es el desafío de gestión urbana más grande que abordamos.
El calentamiento global plantea un futuro de incertidumbre en el que los fenómenos meteorológicos extremos, como olas de calor, las inundaciones y las sequías serán más abundantes e imprevisibles.
En el caso de nuestro país, el agua es un elemento clave. Entre las presiones que el cambio climático ejerce sobre los entornos urbanos están los fenómenos ligados a precipitaciones intensas, algo especialmente importante en nuestro clima mediterráneo.
En ese sentido, se celebraba este otoño la conferencia Urban Resilience in a context of Climate Change (URCC), donde se mostraron los últimos avances en la creación de herramientas de planificación de riesgos aplicables a diversas ciudades.
Como se puso de manifiesto en la conferencia, el estudio integrado de sistemas urbanos tan diversos como el agua, el alcantarillado, la electricidad, los residuos o las telecomunicaciones mejora la capacidad de los modelos predictivos de riesgos y permite tener planes de acción efectivos. Y la mejora obtenida en este campo de la planificación y previsión en muchas ciudades se debe a la colaboración público-privada y la decidida implicación de empresas que trabajan en estos campos.
Hace falta, por tanto, concertación de esfuerzos y, también, movilizar recursos. Porque nuestro país arrastra desde hace años, un déficit importante en inversiones en el ciclo urbano del agua. En la última década se ha dejado de apostar por la renovación y mantenimiento de infraestructuras hídricas. Y a ello hay que sumar las inversiones que deberían llevarse a cabo para prepararlas a las nuevas exigencias del cambio climático.
Como hemos señalado ya en nuestro diario, cada euro invertido en adaptación del agua al cambio climático genera empleo y crecimiento económico y ahorra muchos más euros en impactos evitados en el futuro.
Por eso nos encontramos en un momento ideal para movilizar los fondos previstos para la reconstrucción postcoronavirus hacia un marco esencial para nuestro futuro como son las ciudades. Y dentro de ellas, la gestión del agua resulta clave, pues es también donde el cambio climático golpeará con fuerza en nuestro país.
Empezamos un nuevo año y también una década clave para la sostenibilidad. Dar la vuelta a tendencias de antes, reenfocar objetivos, aunar voluntades, unir la iniciativa pública y privada en la ciudad, en aras de un objetivo común, es el camino para saber aprovechar las oportunidades que se abren y afrontar los retos que se le ofrecen a la Humanidad globalizada y urbanizada.
