La que debía ser una prueba fehaciente de cordialidad y mutuo respeto con nuestro entorno se ha convertido en prácticamente todo lo contrario con el paso de tiempo. La relación entre humanidad y naturaleza se ha congelado -y deteriorado– al punto de que tambores de guerra resuenan en el horizonte.
Naturalmente, no hemos llegado a este punto de mutuo acuerdo o como consecuencia de una enemistad histórica. Estamos ante una relación de entrega desigual. Mientras que la naturaleza, nos ha aportado (y nos aporta) de forma altruista todos los recursos que necesitamos para llevar una vida plena, como alimentos o agua, los humanos nos hemos enfocado en destruir todo aquello que ella nos daba con el pretexto de alcanzar la cúspide del desarrollo.
Un desarrollo con el que hemos construido un nivel de vida que está muy por encima de nuestras posibilidades y que necesita los recursos de nuestro planeta al completo y la mitad de otro similar para poder mantenerse a flote.
De hecho, tal ha sido el grado de devastación para poder llegar a ese límite, que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) no vacila en admitir que nos encontramos ante el evento de extinción masiva más grave desde que desaparecieron los dinosaurios hace 65 millones de años.
Quién sabe si no están en lo cierto quienes afirman que probablemente somos la primera generación que conoce la magnitud del problema y la última con capacidad para resolverlo. Las pruebas hablan por sí solas: un 75% de los ecosistemas terrestres y un 66% de los marinos ya están gravemente alterados, cerca de un millón de las ocho millones de especies se han desplazado al borde la extinción y 420 millones de hectáreas de bosque se han perdido. Lo curioso de todo esto es que estas cifras se han alcanzado durante los últimos 40 años y tan solo son la punta del iceberg de la realidad a que nos enfrentamos.
Es el momento de pasar de la preocupación a la ocupación. De las palabras a los hechos. Y es que, como casi todo en el curso natural de las cosas, toda acción conlleva una reacción. Y una aceptación de la evidencia, que no solo se ha manifestado en datos científicos, sino también en acciones tangibles que han condicionado el devenir de nuestros días, nuestras economías y la forma en que nos relacionamos; y que, en este complejísimo 2020, ha tomado cuerpo en un pequeño patógeno bautizado como SARS-CoV-2.
Las continuas alteraciones que hemos realizado en los ecosistemas y la biodiversidad del Planeta han propiciado que simplifiquemos nuestros lazos con la naturaleza, acercándonos en el proceso a un terreno desconocido lleno de patógenos que puede resultar letal en apenas unos días. El ébola en el 2014 fue la última advertencia y ahora el coronavirus nos da una dura bofetada que, muy a nuestro pesar, se ha cobrado la vida de más de un millón de personas.
No obstante, no hay que olvidar que el coronavirus es tan solo una manifestación de las muy letales respuestas de la naturaleza, ante la acción desmedida de ese particular enemigo que parece no cesar en su empeño por destruirla. Erigida la humanidad en enemiga y destructora de su propio -y único- hogar. Quizá porque hoy en día, no seamos del todo conscientes de que no hay Planeta B. Quizá porque vivir por encima de nuestras posibilidades se haya convertido en una práctica tan habitual que nos hemos encargado de vivir como si no hubiera un mañana. Y quién sabe si por vivir como si no hubiese un mañana, estemos privando de un futuro a nuestros descendientes… La vida urge una reflexión y una toma de conciencia hasta que seamos capaces de entender que la vida y el futuro de la humanidad dependen de los propios ecosistemas que estamos aniquilando.


Andamos inmersos en una guerra en la que, de partida, somos perdedores. Batallar contra el Planeta es batallar contra nosotros mismos. Aún estamos a tiempo de hacernos responsables de nuestros errores y enmendar todo aquello que hemos provocado para conciliarnos de nuevo con la naturaleza. Debemos hacerlo. Como dice la ONU: transformar nuestra interacción con la naturaleza es la única vía posible para garantizar nuestra vida en este planeta.
Es tan sencillo como eso y el ejemplo de los beneficios que nos aportaría esa senda lo encontramos en el seno de la crisis del coronavirus. Como explica Fernando Valladares, profesor de investigación del CSIC, nuestra prevención ante futuras enfermedades no pasaría por una mayor inversión en medicina, sino por una apuesta por mantener estables los ecosistemas donde nacen.
“Algunos podrían esperar que la simplificación de nuestros ecosistemas podría reducir nuestro riesgo de padecer enfermedades como el coronavirus. Sin embargo, ocurre todo lo contrario: un ecosistema más complejo, con más especies entre los patógenos y nosotros, es mucho más beneficioso gracias a los servicios que nos aporta la naturaleza”.
Y no solo por los virus. Mantener un ecosistema sano también nos ayudará a paliar los efectos del cambio climático. Como detallan los científicos Bob Watson e Ivar Baste, las causas subyacentes del cambio climático y de la reducción de la biodiversidad son las mismas en ambos casos y están relacionadas con los modelos de producción y desarrollo insostenibles de los que hacemos uso. Por lo tanto, poner solución a una de ellas también implicaría trabajar dentro del campo de la otra.
“Por ejemplo, está demostrado que, con una planificación y una gestión cuidadosas, detener la deforestación y restaurar los ecosistemas degradados en los países en desarrollo puede reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, proteger la biodiversidad, prevenir la erosión del suelo y salvaguardar el suministro de agua y combustible para las comunidades locales, todo al mismo tiempo”, detallan los investigadores.


Es posible que durante la década anterior no hallamos alcanzado 14 de las 20 metas que nos propusimos en Japón para frenar la pérdida de biodiversidad por esa falta de ambición que todos los sectores reclaman. Sin embargo, lo que está claro es que la situación que vivimos ahora es totalmente diferente.
El virus, más que un freno, ha supuesto el impulso que todos necesitábamos para darnos cuenta del futuro que nos espera si no actuamos de inmediato. Un futuro que las élites han querido comprometerse a construir desde el pasado lunes con la firma de los Compromiso de los líderes por la Naturaleza y durante Cumbre sobre Biodiversidad celebrada este miércoles.
Todo ello servirá de antesala para que los jefes de Estado y de Gobierno y otros líderes aumenten la ambición por el desarrollo de ese Acuerdo de París de la Biodiversidad que deberá ser adoptado en la 15ª Conferencia de las Partes en el Convenio sobre la Diversidad Biológica en 2021.
Debemos procurar que el 2021, al igual que se intentó con el 2020, sea ese año clave para afrontar el desafío que nos plantean las emergencias del clima y la biodiversidad y el inicio del futuro sostenible y prometedor que tanto ansiamos.
Las ganas están presentes en los discursos. Habrá que ver después si las acciones se corresponden con esa ambición. Hoy, más que nunca, urge pasar de las palabras a los hechos. Hoy, sabemos, que el futuro será verde, o -quizá- no será.
