La mayoría de las personas, sobre todo en Estados Unidos, tienen una relación de amor-odio con Nueva York. Por un lado la admiran, cómo no la van a admirar. Se trata de la gran ciudad más diversa de Occidente; una Babilonia eléctrica donde confluyen potentes energías y se toman decisiones culturales y económicas de calado mundial. Nueva York es la sede de Naciones Unidas, de Wall Street y de los canales y revistas más influyentes de Norteamérica. Poderes fácticos, tan reales como los rascacielos, que vibran envueltos en capas y más capas de mitos y emblemas; símbolos esculpidos para siempre en nuestras retinas.
Al mismo tiempo, Nueva York, en palabras del presentador Tucker Carlson, es como ese tío fanfarrón que presume todo el rato y que habla con la boca llena. Sí, sabemos que ha tenido éxitos aquí y allá, pero que no es para tanto. Nueva York es un lugar ruidoso y sucio, de alquileres impracticables, pésimas guarderías y el peor transporte público del mundo industrializado. Pero que nadie se lo diga a un neoyorquino, porque se alarmaría: la mayoría piensan que el universo empieza en el East River y termina en el Hudson. Pese a todo, dicen el resto de norteamericanos, se trata de nuestro tío. Y lo seguimos queriendo.


«Nueva York es la sede de Naciones Unidas, de Wall Street y de los canales y revistas más influyentes de Norteamérica»
Esta segunda postura, la de cierta inquina, se ha puesto de relieve en 2020. Muchos periódicos han vaticinado la caída de la Gran Manzana. Lo llevan haciendo desde que la ciudad se convirtió en el epicentro del coronavirus la pasada primavera. Nueva York perdió 20.000 vidas en poco más de dos meses y el Ayuntamiento barajó la opción de cavar fosas comunes en Central Park, ante la falta de espacio de las morgues. Fuera de los hospitales había camiones refrigerados para tal menester.
Ante el horror, todos aquellos que pudieron ahuecar el ala ni se lo pensaron. Entre el 1 de marzo y el 31 de octubre, según los cambios de dirección postal registrados en la Oficina de Correos, casi 300.000 hogares se mudaron fuera de la Gran Manzana. Un fenómeno que se percibe sobre todo en los barrios acaudalados: aquellos cuyos habitantes pueden permitirse una segunda residencia.
Los neoyorquinos no solo escapaban del virus. Las protestas que estallaron a finales de mayo, a raíz del asesinato de otro afroamericano desarmado, George Floyd, en Mineápolis, desbordaron a la policía. Los agentes fueron retratados muy desfavorablemente en los medios de comunicación. Presionado por la opinión pública, el Ayuntamiento recortó su presupuesto casi un 20%, prohibió distintas llaves de inmovilización y se alineó con la retórica de las protestas. Los policías, desmoralizados, bajaron la guardia. Y los tiroteos se duplicaron con respecto a 2019.
Un extraño verano
El verano transcurrió con un halo de convalecencia, de pausa. Es verdad que aumentó el crimen, que los cines y teatros de Broadway estaban cerrados, que el turismo había bajado un 66% y que por tanto muchos neoyorquinos titilaban al borde del abismo económico. Los dueños de pequeños negocios echaban gran parte del día en la puerta, esperando a los clientes que, si venían, lo hacían en menores números. Los periódicos tenían razón. La Gran Manzana, realmente, había decaído. Su legendario grit, que podemos traducir como una mezcla de agallas, carisma, gancho y determinación, no se veía por ningún lado: había perecido en las interminables reuniones de Zoom.
«Diversas estimaciones dicen que tanto el turismo como la economía de Nueva York tardarán cuatro años en recuperarse»
Y sin embargo, la ciudad respiraba. Se veían más calles peatonales y más bicicletas. Los parques se habían convertido en el centro de la vida social. Los grupos de amigos se sentaban en círculos, con las mascarillas bajo la barbilla. Uno podía cruzar Times Square sin ser arrollado por los enjambres humanos, y luego estaban los restaurantes. Nueva York, por fin, descubrió las terrazas. Primero constaban de sillas y mesas, luego desarrollaron vallas improvisadas, después toldos, separadores transparentes, flores y plantas, burbujas y cortinajes y ahora calefactores.


Mientras el virus hacía estragos en el sur y luego en el medio oeste, los neoyorquinos presumían de mantener la pandemia controlada. Su índice de positivos rondaba un anecdótico 1%. La ciudad pasó de registrar más de 800 muertos en un solo día de abril a no tener ni un solo fallecimiento, durante varios días consecutivos, en agosto.
Los mandarines de la ciudad nos tenían entretenidos. El alcalde, Bill de Blasio, se convirtió en el saco de boxeo oficial de los neoyorquinos. El regidor comparecía desmadejado y con bolsas colgándole de los ojos. Un día decía una cosa y al siguiente decía la contraria. Nadie parecía contento. En Albany, el gobernador del estado, Andrew Cuomo, nos hablaba como si fuera un padre compartiendo su sabiduría junto al fuego. Su índice de popularidad alcanzó niveles monárquicos. Las agencias de comunicación estudiaban sus decisiones y sus dotes retóricas. Los periódicos lo llamaban “el rey de Nueva York” y Cuomo lo disfrutaba, revolcándose en los halagos, sacando el tema de la pandemia todo el rato, publicando un libro al respecto y allanando el terreno, quizás, para un puesto más alto.


El verano se hizo otoño de manera imperceptible. El 1 de noviembre los bares y restaurantes subieron el aforo permitido al 50%. La experiencia duró poco. El frío y la fatiga de las restricciones unieron fuerzas; el virus volvió a subir del 3% de positivos y los colores de algunos barrios, según el sistema del gobernador, se tiñeron de naranja, provocando encierros por sectores.
«La oscuridad convive con las buenas noticias. Una enfermera de Queens ha sido la primera persona estadounidense en recibir la vacuna de Covid-19»
Algunos jasídicos, la comunidad judía ultraortodoxa que vive en South Williamsburg y en otros barrios de Brooklyn, desafiaron las restricciones. En noviembre se celebró una boda masiva en un espacio cerrado, sin mascarillas. La policía dispersó grandes funerales. Jasídicos jóvenes respondieron quemando piras de mascarillas en la calle. Otros conminaban a sus correligionarios a seguir las indicaciones del Gobierno.
Ahora volvemos a estar al borde del confinamiento. Desde el pasado lunes 14 de diciembre ya no se puede comer ni beber dentro de un restaurante. Las terrazas instalan costosos calefactores sobre los que se arremolinan los clientes. La temperatura de un día normal apenas rebasa los cero grados y la nieve, mezclada con el viento y la lluvia, ya se ha presentado.
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Los contagios y los fallecimientos vuelven a subir. En Estados Unidos se baten récords todos los días: 34.000 muertos, 240.000 contagios, más de 120.000 hospitalizaciones en total. Nueva York está mejor que la media, pero los números crecen. Los fallecimientos rondan ya los 150 diarios y los positivos un 5%.
La oscuridad, sin embargo, convive con las buenas noticias. Una enfermera de Queens ha sido la primera persona estadounidense en recibir la vacuna de Covid-19. La especialista es una una mujer negra, de origen jamaicano, lo cual tiene un claro simbolismo. Primero, los afroamericanos han sido el colectivo más afectado por la pandemia. Y, segundo, es también la comunidad que más desconfía de la vacuna. Unas circunstancias que la enfermera, Sandra Lindsey, ha tenido en mente al ofrecerse como voluntaria. Durante el primero de dos pinchazos conversó en directo con el gobernador Cuomo.
Ahora diversas estimaciones dicen que tanto el turismo como la economía de Nueva York tardarán cuatro años en recuperarse. Uno lo percibe caminando por las calles desahogadas, con las verjas de los negocios vacíos, los graffiti y las velas que, ocasionalmente, conmemoran a los asesinados en ajustes de cuentas. Los mayores dicen que Nueva York ha pasado épocas más duras y que este es solo un bache. No se puede subestimar el grit, el hambre y las ganas de bulla necesarias para sobrevivir en esta colmena. Este obstáculo tiene los días contados.
