Cada continente padece su versión de la furia de los elementos. La Costa Oeste de Estados Unidos sufre ya la temporada de fuegos en los bosques. Un infierno literal de llamas y destrucción que cada año dura más y causa más estragos, y cuyas consecuencias se están notando en el otro extremo del continente: en los cielos de Nueva York. La ceniza de la madera chamuscada de Oregón viajó más de 3.000 kilómetros, tapó nuestro sol y se posó en nuestros sistemas respiratorios. Nueva York marcó el martes el peor nivel de calidad del aire desde el año 2006.
Mientras, regiones de Europa occidental, preparadas con sistemas avanzados de predicción del tiempo y protocolos de respuesta a las inundaciones, han sido anegadas por las fuertes lluvias. Decenas de miles de personas han perdido sus hogares o se han quedado sin agua ni electricidad. Los muertos ascienden a 196 y en el momento de escribir estas líneas unas 200 personas continuaban desaparecidas en Alemania.
El fantasma del cambio climático se vuelve cada vez más concreto a ojos de las autoridades de Estados Unidos y de la Unión Europea, que tratan de presentar respuestas similares o incluso armonizadas. Dos perspectivas que, después de los cuatro años de escepticismo practicado por la Administración Trump, tratan de ponerse en paralelo. Por ejemplo, en la aplicación del llamado “mecanismo de ajuste del carbono en la frontera” (CBAM, por sus siglas en inglés): un impuesto a la cantidad de dióxido de carbono emitido durante la fabricación de los productos importados. Una medida aprobada por la Comisión Europea y recientemente propuesta, al otro lado del Atlántico, por los demócratas del Congreso de EEUU.“Todos los indicios apuntan a que tanto EEUU como la UE ven valor en asegurarse de que sus empresas no son lastradas por exportaciones sucias y tienen ganas de trabajar juntos para evitar fricciones en las relaciones comerciales”, dice a El Ágora Trevor Sutton, experto en seguridad nacional y política internacional del Center for American Progress, un think tank progresista con sede en Washington. “Aunque la compatibilidad de los dos sistemas propuestos dependerá de los detalles de sus respectivos diseños de gestión, el hecho de que tanto EEUU como la UE han propuesto CBAMs refleja que ven más ventajas que inconvenientes en emprender los ajustes de carbono en la frontera”.
En este momento Washington y Bruselas tratan de allanar algunas diferencias, acrecentadas por la escalada arancelaria iniciada por Donald Trump. El impuesto europeo al carbono podría afectar a las importaciones de acero, aluminio, cemento, electricidad y fertilizantes, incluyendo las de algunas corporaciones americanas. Un escenario que aún se puede evitar y que ha de ser concretado en los próximos meses.
Los dos gigantes económicos de Occidente han llegado a barajar estas prioridades por caminos distintos. La primera vez que la Unión Europea mantuvo una reunión sobre los desafíos del cambio climático fue en 1990 (por entonces era la Comunidad Económica Europea), a raíz del informe publicado por el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático y de cara las negociaciones al respecto previstas en la ONU. Solo fue una tentativa, la marca de una tiza en una pizarra, en la que se identificaron tres vectores o vías de acción: la reducción de los gases contaminantes, la promoción de las energías renovables y la mejora de la eficiencia energética.


Tres décadas después, este boceto de las políticas medioambientales ha cristalizado en un dibujo más o menos claro. En 2019 la Unión Europa fue el principal contribuyente del mundo a los esfuerzos medioambientales de los países desarrollo, aportando casi 22.000 millones de euros. El pasado abril el Parlamento Europeo aprobó la “ley climática”. Una legislación vinculante que obliga a los 27 socios a reducir las emisiones contaminantes netas un 55% respecto a niveles de 1990, y a eliminarlas completamente para 2050. El CBAM es parte de esta ley.
La trayectoria de Estados Unidos es un tanto más accidentada. Los presidentes norteamericanos vieron el problema hace décadas. Como contábamos en este artículo de El Ágora, el demócrata Lyndon Johnson ya advertía hace 56 años que su generación había “alterado la composición de la atmósfera a una escala global a través de los materiales radioactivos y un aumento sostenido de dióxido de carbono procedente de la quema de combustibles fósiles”. Palabras que bien podían haber sonado en boca de Bill Clinton o de Barack Obama, o incluso de algún presidente republicano. Fue Richard Nixon quien formó la Agencia de Protección Medioambiental y firmó 14 leyes de protección del aire, los ríos y la vida marina; una plantilla sobre la que todavía se construyen muchas de estas políticas.
La versión contemporánea del ecologismo cobró cuerpo en la campaña presidencial del demócrata Al Gore en el año 2000. Su acento climático no fue apreciado por todos. Virginia Occidental, un estado minero amigo del carbón, se pasó al más escéptico bando conservador ese mismo año. Hoy es uno de los estados más republicanos del país. Gore perdió las elecciones por un puñado de votos en Florida, pero dedicó sus reservas de energía a la confección del pionero documental Una verdad incómoda, que en el año 2006 planteaba un futuro climático funesto si la humanidad seguía por el mismo camino de emisiones desenfrenadas.
A medida que aumentaba la polarización política, sin embargo, declinaban las posibilidades de planear medidas climáticas a largo plazo. En este contexto, la Administración Obama incluyó, en el acuerdo climático de París de 2015, una cláusula que obligaba a esperar cuatro años si alguno de sus sucesores quería abandonar el pacto. La predicción resultó ser sabia y los Estados Unidos de Trump solo pudieron retirarse del acuerdo en los días finales del mandato de este. Nada más jurar el cargo el pasado enero, Joe Biden ordenó volver a París. En la práctica, fue como si nada hubiera ocurrido.


El actual presidente empleó sus primeros días en restaurar muchas de las restricciones a la contaminación que había implementado Barack Obama y que Donald Trump había transformado en papel mojado. Y ha prometido ir más allá: la Casa Blanca quiere reducir los gases de CO2 un 52% en 2030 con respecto a niveles de 2005. Casi el doble de lo que había anunciado Obama hace una década. Una tarea para la que se ha nombrado un Equipo Climático formado por varias secretarías y agencias del Gobierno, y dos altos representantes: Gina McCarthy para la vertiente ecológica nacional, y John Kerry para los esfuerzos internacionales.
“La Administración Biden ha devuelto a Estados Unidos al mapa ‘ambientalmente-amigable’ con políticas domésticas basadas en la ciencia que protegen el medio ambiente y se centran en una transición justa hacia un futuro libre de carbono, centrado en la gente y en los empleos”, dice por correo electrónico Frances Colón, directora senior de política climática internacional del Center for American Progress y antigua alta funcionaria de la Administración Obama. Colón asegura que las diferencias ideológicas respecto a la lucha contra el calentamiento global se están suavizando a medida que el impacto ecológico se vuelve más visible.
Según una encuesta de Pew Research Center del pasado otoño, el 65% de los estadounidenses creen que el Gobierno federal está haciendo “demasiado poco” frente al cambio climático. Un 84% estaría a favor de dar facilidades fiscales a las empresas que desarrollen métodos para capturar y almacenar el dióxido de carbono, y un 80% quiere más restricciones en las emisiones contaminantes.
“Americanos de todas las ideologías ven que los impactos extremos del cambio climático están aquí. Incendios, inundaciones y sequías, en una escala nunca vista, están cambiando drásticamente las vidas de la gente en cada rincón del país y del planeta”, dice Frances Colón. “La polarización desaparece cuando abordamos juntos estos desafíos reales y buscamos soluciones para todos”.
En las filas juveniles del Partido Republicano están saliendo organizaciones climáticas que le dan a la ecología una visión más basada en la innovación y la libre empresa que en las soluciones públicas, aunque sin prescindir de estas. Una labor de divulgación que, según Benjie Backer, entrevistado por El Ágora el pasado enero, está ganando audiencia. Otra encuesta de Pew refleja que los conservadores menores de 39 años tienden a estar el doble de preocupados por el clima que los mayores.
Gran parte de la efectividad de las medidas ambientalistas depende de que estas sean aplicadas a nivel mundial. Y de momento la voz cantante la lleva la Unión Europea. “La UE es indudablemente una potencia reguladora”, explica Trevor Sutton. “Dicho esto, el impacto de las regulaciones climáticas de la UE en la economía global aumentaría considerablemente si se alineasen con los estándares y las regulaciones climáticas de EEUU. La UE puede señalar el camino hacia un futuro descarbonizado, pero necesita que EEUU y otras grandes economías se unan para hacer que ese futuro se convierta en realidad”.
