"La escuela debería ser un jardín, pero también un bosque"

«La escuela debería ser un jardín, pero también un bosque»

Santiago Beruete

Antropólogo, filósofo y profesor

El antropólogo, filósofo y profesor Santiago Beruete conversa con ‘El Ágora’ sobre cómo nuestra relación con la naturaleza es clave para comprender nuestro lugar en el mundo. En su nuevo libro, ‘Aprendívoros’, se fija de manera especial en la educación y en los retos que aguardan a los jóvenes que sufrirán todo el embate del cambio climático.


Miguel Ángel Delgado | Especial para El Ágora
Madrid | 21 mayo, 2021

Tiempo de lectura: 6 min



Si la clave para entender los retos del presente pasa por una visión integral entre lo natural y lo surgido por la mano del ser humano, entonces Santiago Beruete tiene una posición privilegiada para describírnoslos. Antropólogo y doctor en Filosofía, tiene a sus espaldas una larga experiencia como docente y escritor, que ha compaginado con su dedicación práctica y teórica a la jardinería.

Sin embargo, lo que para muchos habría sido un mero hobby, en su caso se trata de una extensión más de su labor intelectual, algo que ha reflejado en sus anteriores libros Jardinosofía y Verdolatría, en los que exploraba las connotaciones filosóficas del arte de cuidar jardines y cómo nuestra relación con lo natural forma parte de nuestra más íntima definición como humanos. A ellos une ahora Aprendívoros. El cultivo de la curiosidad, publicado como los anteriores por Turner, un conjunto de textos en los que aborda la necesidad de insertar lo natural en el ecosistema educativo, y cómo el mundo tecnológico que nos va rodeando socava, paradójicamente, nuestra capacidad de vincularnos con el mundo.

El ecosistema de la escuela

Beruete distingue entre el bosque, la naturaleza primigenia que crece libre según sus propias dinámicas, y el jardín, que es el resultado del esfuerzo del ser humano por ordenar esa naturaleza. La enseñanza, para él, tiene una gran relación metafórica con ambos mundos: «Las escuelas deben ser jardines, y en las aulas deben convivir con el bosque, algo que existe en la tradición de la jardinería, donde siempre ha habido jardines que limitaban o incluían una zona asilvestrada donde la naturaleza crecía sin control, y ese contraste formaba parte del conjunto. Pues bien, una escuela debería ser un espacio protegido donde pudieran existir esos espacios reservados para las ‘malas hierbas’, para el pensamiento más original y alocado, dentro de un espacio ordenado, protector, que acoja también la exploración», explica.

Beruete
Portada del último libro de Santiago Beruete. | Turner

Más allá del símil, Beruete cree que la introducción de lo natural en los centros educativos sea como sea, bien mediante el cultivo de huertos o, en la medida de lo posible, interactuando con entornos naturales, es algo que tiene una influencia inmediata sobre todo el ecosistema escolar, no solo sobre determinadas asignaturas: «No hace falta mucho. Basta con que los alumnos tengan acceso a unas pequeñas plantas, unos bulbos, aquello que nos hacían las maestras de nuestra infancia de ver germinar una lenteja en la ventana. Puede parecer algo elemental, pero es necesario que esta conciencia de la biosfera vertebre todos los aprendizajes. Nuestras disciplinas, especialmente en la secundaria y en el bachillerato, están muy separadas. Cada profesor viene con su discurso, que está desconectado del de al lado, y creo que esta visión biocéntrica es importante; la biofilia puede ser un hilo conductor del aprendizaje», apunta el filósofo.

Este objetivo parece estar más lejos que nunca, en un momento en el que, como afirma Beruete en su libro, nos estamos encontrando, por primera vez, con niños que tienen dificultades para dibujar un árbol, hasta tal punto ha llegado nuestra desconexión con lo natural: «Es un fenómeno muy nuevo. Cuanto más nos hemos ido alejando de la relación directa con el medio natural, más lo hemos idealizado. Cuanto más crecen las ciudades y la densidad poblacional, mayor es nuestra nostalgia de retornar a la naturaleza, mayor es nuestra verdolatría. Y eso nos hace asistir a cosas sorprendentes, a programas de jardines digitales, instalaciones de arte inmersivo que imitan a la naturaleza, que nos hacen olvidarnos de lo más obvio».

Pasear por el bosque

Pone el ejemplo del shinrin-yoku o «baño de bosque», una tendencia en alza que envuelve con un discurso profundo y elaborado la acción de caminar por el bosque para desestresarse y buscar la paz interior: «Me hace mucha gracia. Para mí, que vengo del norte de Navarra, eso era el saber popular. Mi padre, cuando te enfadabas, te mandaba al bosque o a dar un paseo por el jardín, y ya volverías tras recapacitar. Pero ahora, lo envolvemos con toda una retórica, porque estamos tan alejados que, al mismo tiempo, lo estamos idealizando, transformando a la naturaleza en una mercancía más». Y lo más irónico es que, «a la vez que la idealizamos, la estamos convirtiendo en nuestro enemigo con nuestro crecimiento desaforado», asegura Beruete.

«Una escuela debería ser un jardín protegido, en el que también hubiera lugar para las malas hierbas»

De hecho, Beruete alerta en su libro sobre cómo el concepto de «desarrollo sostenible» tiene mucho de ficción, porque pretende transmitirnos la idea de que es posible compatibilizar nuestro estilo de vida actual con una efectiva salvaguarda de la naturaleza: «Mucha gente neófita está descubriendo lo que era normal para nuestras madres o nuestras abuelas, que ya practicaban el consumo de kilómetro cero sin saberlo. Cuando yo era niño en Pamplona, las gentes que mantenían las huertas que podíamos ver desde la ciudad luego subían y nos vendían lo que cultivaban. Aquello era una ecotopía, antes de que existiera el término, simple sentido común. No conviene caer en excesos, porque si no llegamos a absurdos».

Santiago Beruete, en una foto de su propio archivo.

Unos absurdos que también encuentra en el mundo de lo «bio»: «Preferimos comprar manzanas «eco» que vienen desde 5.000 kilómetros de distancia, y no otras de un payés cercano, que igual no se han cultivado con los métodos más sostenibles, pero podríamos hablar sobre cuál de las dos causan mayor daño al planeta. Si para que una manzana tenga una etiqueta «eco» o «bio», que te permite lavarte la conciencia, tenemos que dejar una gran huella de carbono, en realidad estamos haciendo algo que no es nada sostenible».

¿Hemos dejado solos a los jóvenes?

Esta relación con la naturaleza y la preocupación por el cambio climático se ha convertido, también, en una brecha generacional con respecto a los más jóvenes: «Llevo muchos años dando clase a adolescentes, y tengo claro que existe. Y es obvio, ellos tienen la sensación de que les va a tocar pagar la factura climática, sobre la que sienten que no tienen responsabilidad. Por otra parte, se sienten alejados del discurso oficial, que les suena mucho a retórica. No me parece casual que los líderes que hayan aparecido, como Greta Thunberg, sean poco más que adolescentes. A eso hay que unir que están sufriendo las consecuencias del paro, la situación de incertidumbre generalizada. Tienen la sensación de que sus mayores les han dejado solos ante un futuro no muy halagüeño», apostilla.

«La crisis climática y la pandemia han puesto una lente de aumento sobre nuestras contradicciones, que ya estaban ahí de antes»

Y la pandemia, con las restricciones que han golpeado especialmente a unas edades en las que la socialización es fundamental, ha contribuido a ahondar esa brecha, en la que además los focos les señalan como irresponsables: «Es fácil entender que no es igual la experiencia que están teniendo de la pandemia. Se encuentran en una etapa en la que están rompiendo los vínculos con la familia y están creando unos nuevos con su familia alternativa, sus grupos con los que tienen un sentimiento de comunidad más allá de la casa. Todo esto se ha visto truncado«.

Jóvenes por el clima
Jóvenes manifestándose en Madrid en una de las grandes movilizaciones por el clima del 2019.

Y esto les está generando una gran frustración, como ocurre con los universitarios que están volviendo a sus lugares de origen ante la desaparición de la vida universitaria que cumplía también con el papel vital de abrirles al mundo: «Durante la primera parte de la pandemia se creían inmunes, sentían que era una cosa de mayores. La enfermedad formaba parte de esa cultura adultocéntrica de la que se sienten ajenos, y eso es preocupante, porque tender puentes con los que son más jóvenes es fundamental».

«Lo estamos viendo con movimientos como Extinction Rebellion, en los que el conflicto medioambiental se convierte también en uno generacional, de incongruencia. Ellos ven, con una agudeza de la que nosotros carecemos pero que también teníamos cuando éramos adolescentes, las contradicciones de los adultos. Esta crisis climática pone sobre la mesa los fallos de nuestro sistema económico, social y político. Unida a la pandemia, pone una poderosa lente de aumento sobre algo que, en realidad, siempre ha estado ahí», concluye Beruete.



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