Los autores que narraron el final de lo salvaje

El final de lo salvaje

El final de lo salvaje

La conciencia ambiental ha crecido hasta convertirse en uno de los ejes de nuestro tiempo. Pero la preocupación por la destrucción de la naturaleza tiene raíces muy antiguas. Desde el siglo XIX han sido muchos los que han relatado el efecto del ser humano sobre las tierras inexploradas: la conquista de la última frontera, la de lo salvaje. Una corriente tan antigua que puede remontarse hasta escritos de Platón


Pedro Cáceres
Madrid | 24 abril, 2020


Acaba de celebrarse esta semana el Día Internacional de la Tierra, que conmemora la primera gran manifestación en favor del medio ambiente, un 23 de abril de 1970, hace ya 50 años.

Aquella marcha multitudinaria en Estados Unidos se tiene como un momento germinal de la conciencia ambiental. De hecho, el ecologismo, entendido como movimiento social e ideología política, es algo que brotó en la segunda mitad del siglo XX. El aumento de la población, del consumo y de la industrialización se aceleraron y se hicieron evidentes los daños ambientales aparejados.

Nacieron por entonces organizaciones sociales como Greenpeace y WWF al mismo tiempo que los asuntos ambientales entraban en la agenda internacional y en la estructura de la Administración.

Sin embargo, la preocupación por la destrucción de la naturaleza tiene raíces muy antiguas. De hecho, es una corriente que ha recorrido el río de la cultura desde el comienzo de los tiempos. Hasta el punto de que el primer relato escrito de la Humanidad, El poema de Gilgamesh, datado en Mesopotamia hace 4.500 años, narra la profanación de un bosque sagrado a manos del héroe que se enfrenta a los dioses.

Las últimas fronteras

Desde entonces, la narrativa mundial está llena de testimonios de autores sensibles al efecto de la acción humana sobre el paisaje y los entornos naturales.

Si ha habido un momento clave en la aceleración de esta destrucción y en la aparición de una narrativa sobre ello es el siglo XIX y el comienzo del XX, al menos en cuanto a la configuración de las líneas principales de pensamiento respecto a lo que supone.

Es entonces cuando comenzaron a abrirse las grandes fronteras inexploradas de América del Norte, África y las profundidades de Asia. Ingleses, rusos y colonos americanos entraron a tierras casi vírgenes y las cambiaron para siempre.

Al mismo tiempo, un cambio operado en la cultura occidental desde el Romanticismo permitió ver a la naturaleza como un objeto de aprecio, no como el terreno ajeno que debía dominarse, un concepto que está escrito a fuego en nuestra cultura desde el propio relato del Génesis: ««Creó Dios al ser humano y les dijo Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra», dice el libro sagrado.

Desde Judea a las tierras más allá de las Rocosas median 2.000 años y ningún cambio de mentalidad. Los nuevos pobladores entraron a ella como a la tierra de la leche y la miel inagotables.

John Muir, sentado en una roca junto a las lagunas de la parte alta de Yosemite

La conquista del Far West americano por los nuevos pobladores tuvo testigos de excepción como John Muir (1838-1914). Él mismo fue un granjero llegado a Wisconsin desde Escocia cuando era niño. Después se convirtió en un viajero, pensador y escritor extraordinario. Una especie de Diógenes ambulante, con un morral en lugar de un barril.

Sus caminatas por un país salvaje con una manta y un poco de pan como todo equipaje le llevaron a dar la voz de alarma sobre el destrozo que los colonos estaban produciendo en la salvaje América.

Los primeros parques nacionales

Gracias a John Muir se protegieron espacios hoy mundialmente famosos como el Yosemite National Park, en California, en un país que fue precisamente el inventor del concepto de parque nacional. Yellowstone, en 1872, fue el primer parque nacional del mundo. Todos los que han venido después se deben a ese invento americano para proteger la naturaleza virgen.

La idea llegó a Europa no mucho después, y en España se creaba en 1918 nuestro primer parque nacional, el de La Montaña de Covadonga, hoy conocido como Parque Nacional de los Picos de Europa. Una iniciativa que el marqués de Pidal inspiró al rey Alfonso XIII especialmente para proteger los recursos cinegéticos de las montañas cantábricas.

Hoy, los grandes paisajes ante los que nos extasiamos son un vestigio de lo que hubo. En el caso de los bosques de secuoyas de California sólo un 3% de ellos  sigue en pie, y la mayor parte gracias a Muir.

El bardo ambulante de la frontera americana se ganó tanto respeto con sus descripciones de la naturaleza y con sus estudios geográficos que las grandes figuras del país, incluido el propio presidente Theodore Roosevelt. viajaron desde el Este para encontrarlo en las montañas de California y acampar con él.

El presidente de EEUU Theodore Roosevelt y el escritor John Muir, en el parque de Yosemite, en California

Muir era un referente ético por su austeridad y su sensibilidad y una figura inspiradora por su conexión con la naturaleza llena de energía y reflexiones sobre la esencia del ser humano. Fino observador, era un maestro en la descripción de estampas naturales con un lirismo pleno de resonancias místicas.

El filósofo y pensador estadounidense Ralph Waldo Emerson

No en vano, Muir conecta plenamente con la corriente del trascendentalismo americano impulsada por Ralph Waldo Emerson (1803-1882). Como defendió en su Ensayo sobre la naturaleza, el gran filósofo y poeta norteamericano pensaba que el individuo solo podía encontrarse a sí mismo observando directamente las leyes y manifestaciones del mundo natural.

Para Emerson, la intuición y la observación permiten conectar con la energía creadora de la vida. Esta fuerza vital puede ser interpretada como si fuera la manifestación de la divinidad misma. Otra forma de abordar esta experiencia emocional es asumirla como la conexión con un todo cósmico, que es lo que defienden religiones panteístas y apuntalan con sus teorías, en cierto sentido, científicos de renombre de final del siglo XX como James Lovelock o Lynn Margulis.

El primero es un pionero de la física atmosférica que cambió por completo nuestra visión sobre los equilibrios del sistema planetario con la teoría de Gaia; la segunda, una avanzada de la biología que transformó para siempre nuestra visión sobre el origen y el significado singular del fenómeno extraordinario que llamamos vida al mostrar la importancia radical de la simbiosis en la evolución.

Recreación de la cabaña
en del lago Walden donde Henry David Thoreau vivió a solas dos años

El panteísmo de la naturaleza que expresa Muir en sus escritos, o Lovelock un siglo después, fue compartido por Emerson y por el poeta Walt Whitman (1819-1892), que dejó momentos de exaltación ante la naturaleza en Hojas de hierba. Este grupo no estaría completo sin la figura de Henry David Thoreau (1817-1862). Su Walden o la vida en los bosques es el relato minucioso de los dos años que vivió a solas en una cabaña en el bosque. Un texto, por cierto, muy oportuno para estos tiempos de confinamiento por coronavirus.

Walt Whitman, autor de’ ‘Hojas de hierba’

Walden está plagado de finas observaciones sobre la naturaleza, desde la hormiga hasta la hoja y el ciervo, pero también de detalles menores sobre el día a día de la supervivencia a solas. Tiene a veces más de bricolaje y economía doméstica que de texto lírico.

Es posiblemente uno de esos libros que son citados muchas veces pero pocas veces leídos, porque muchas de sus áridas líneas están lejos del gozo que ofrece cualquier página de Muir.

La tradición de Thoreau y Muir continúa con un vigor inusitado en la figura de Aldo Leopold (1887-1948), un técnico del servicio forestal de EEUU  y experto en gestión de terrenos que en A sand county almanac dejó expresados los principios de lo que debería ser una ética de la Tierra y una forma de relación con la naturaleza que anticipa los modernos conceptos de gestión sostenible.

Como explica Leopold, las primeras éticas se ocuparon de la relación entre los individuos, como los Mandamientos de Moisés o la regla de oro kantiana, que dice «no hagas a los demás lo que no te gustaría que hicieran a ti».

Después, la ética se centró en la relación entre el individuo y la sociedad y, en ese sentido, la democracia es un pacto para integrar organización social e individuo.

Pero aún no existe una ética sobre la relación del hombre con el resto del planeta. Esa ética de la Tierra amplía las fronteras de la comunidad para incluir suelo, agua, plantas y animales. Sería un contrato natural a escala planetaria.

El naturalista y escritor estadounidense Aldo Leopold. | Foto: Aldo Leopold Foundation

Muir, Thoreau y Aldo Leopold forman la punta de lanza del primer pensamiento conservacionista americano, un ecologismo inicial de grandes intelectuales que despertaron a las ideas de protección de los paisajes al contemplar en directo el trastocamiento de una naturaleza americana que conocieron aún virgen.

La destrucción de la taiga siberiana

En la otra punta del mundo, y por la misma época, estaba ocurriendo lo mismo. La Rusia de los zares se expandió hacia los confines del continente trazando ferrocarriles, minas, explotaciones de madera y ciudades donde antes solo había una taiga inmensa.

Retrato del cazador siberiano Dersu Uzala, el personaje real que inspiró la película de Akira Kurosawa

Nada de esto nos hubiera llegado de no ser por los minuciosos escritos de Vladimir K. Arseniev (1872-1930) quien recorrió Siberia a principios del siglo XX. Capitán del Ejército ruso, geógrafo y explorador, rindió homenaje al guía que le acompañó en sus expediciones cartográficas: Dersu Uzala. Toda la obra escrita de Arseniev se sublima por el retrato que hace de él.

La mayor parte del público conoce la obra del injustamente ignorado Arseniev por la película Dersu Uzala (1975) de Akira Kurosawa. No todos saben, sin embargo, que Dersu Uzala existió de verdad.

Dersu era un cazador de la etnia gold contratado para recorrer las montañas de Sijoté-Alín, entre Rusia, China y Corea guiando a los rusos, que a él le parecían seres aterrizados de otro planeta.

Quienes se hayan emocionado con el filme lo harán aún más con los diarios de Arseniev (Dersu Uzala, En las montañas de la Sijoté-Alín), publicados en los años 20 y 30, pese a que los hechos narrados arrancan en 1900.

En aquellos viajes, los duros cosacos de Arseniev palidecen ante el recio ambiente del bosque boreal, temerosos del frío, del hambre y del tigre siberiano. Amba, como lo llama Dersu con un respeto reverencial. Salvan la vida gracias al sabio cazador, que lee e interpreta los más mínimos indicios en la naturaleza que los rodea y les ayuda a salir vivos de condiciones que solo los gold han sabido resistir desde el Neolítico.

En la mentalidad animista de Dersu, todo tiene personalidad, desde la piedra al fuego o el animal, y con todo se comunica. Y ese mundo de relaciones tan amplio implica una ética, una forma de solidaridad con todo lo salvaje y lo humano, incluso aquello que no se conoce. La misma ética que unos años después Aldo Leopold explicaría ordenadamente con su certera prosa de ingeniero forestal ilustrado.

Arseniev se rinde ante Dersu, pero el ruso también descubre que el mundo de su estimado guía está desapareciendo por su propia culpa. Los trenes, los leñadores, los colonos y sus ciudades borran lo salvaje. El destino del entrañable cazador gold es el mismo que el de la taiga: perderse.

 

Esto es lo que escribe Arseniev cuando vuelve tiempo después a un rincón especial para él, cuando ya no está Dersu: «No reconocí más el lugar; todo había cambiado. Una colonia entera se había creado cerca de la estación, donde se habían empezado a explotar canteras de granito, a abatir el bosque, y se desbastaban traviesas para construir la vía férrea […] los dos grandes árboles habían desaparecido, reemplazados por rutas, terraplenes y excavaciones de fecha reciente».

El panteísmo natural

Es curioso observar cómo la forma de entender el mundo del iletrado cazador Dersu Uzala conecta con el panteísmo natural que por la misma época manejaban los escritores trascendentalistas americanos, enlazando con filosofías esencialistas como las del shintoísmo japonés.

Henry David Thoreau, el autor americano que vivió en soleda durante dos años en una cabaña junto al lago Walden.

Este “pensamiento salvaje” es el mismo al que dedicó una de sus obras clave el pensador francés Claude Lévi-Strauss (1908-2009). Se le recuerda como padre de la antropología moderna e impulsor del enfoque estructuralista en las ciencias sociales, pero pocos mencionan que fue un ecologista primigenio y el precursor de los conceptos modernos de biodiversidad y de diversidad cultural, además de un explorador que pasó décadas sometido a los rigores de los parajes más extremos de Sudamérica.

Tan acostumbrados estamos a ver a a Lévi-Strauss como un pope académico, en sus últimas imágenes de centenario intelectual, que cuesta recordarle como un Miguel de la Quadra-Salcedo aventurado en lugares que un blanco no había pisado jamás y conviviendo con tribus durante meses.

En su teoría sobre el pensamiento salvaje, Lévi-Strauss defiende que las estructuras mentales del hombre del neolítico o de los indígenas modernos no difieren de las del ser humano civilizado. Los esquemas del pensamiento científico están presentes de otras maneras en el llamado pensamiento salvaje y las personas que lo practican realizan complejas clasificaciones de la realidad natural y social y tienen un conocimiento extremo de lo que les rodea. Es un método científico que tiene muchísimo de observación, experimentación y de conocimiento oral transmitido.

Aunque dedicaría una obra completa a ello (El pensamiento salvaje, 1962), el pensador francés ya había empezado a presentar estas reflexiones en Tristes trópicos (1955). Es esta una obra inclasificable, un libro de viajes cuya primera frase es «Odio los viajes y los exploradores», y en la que Lévi-Strauss narra sus 20 años de trabajo antropológico en Brasil, adonde llegó en los años 30.

El antropólogo francés Claude Lévi-Strauss cuando hacía trabajo de campo con los indígenas en Sudamérica.

Lévi-Strauss recorrió miles de kilómetros en trayectos de meses por lugares inexplorados. Convivió con los caduveo, los bororo, los nambikwara y los tupí-kawaíb y pudo ver cómo su objeto de estudio, las sociedades indígenas, desaparecía al mismo tiempo que lo hacían sus tierras bajo las máquinas de los colonos.

Tristes trópicos es la obra de un pensador inmenso, un libro-biblioteca en el que cabe toda la condición humana y que, aunque está impregnado de una melancolía de la pérdida, abunda también en admiración ante la belleza natural: «La selva amazónica parece un nuevo mundo planetario, tan rico como el nuestro, al cual hubiera reemplazado»; y también de críticas ante la fealdad destructora: «Como un animal senescente, cuyo caparazón se espesa […] y no permite respirar a la epidermis, la mayor parte de los países europeos deja que sus costas se obstruyan con villas, hoteles y casinos […] las playas, donde el mar nos entregaba los frutos de una agitación milenaria, bajo el pisoteo de las muchedumbres sólo sirven para la disposición y exposición de los desperdicios».

Otras voces, el mismo sentimiento

Por la misma época, el catedrático de Zoología Francisco Bernis, fundador de la Sociedad Española de Ornitología, ya escribía esto: «El hombre de hoy vive amenazado de psicosis urbana, y, agobiado por el trabajo mecánico oficinesco, necesita buscar desahogos campestres que reconforten su salud y restituyan la paz y armonía de su espíritu. Y, entonces, al acudir en busca del remedio que brinda la Naturaleza, es cuando la educación y altura espiritual de cada hombre se ponen en evidencia. Destruir o desvirtuar esos parajes es como suprimir un atributo del país. Algo como prohibir al individuo humano las creaciones poéticas».

Portada de la Diosa blanca, de Robert Graves, en la popular edición de bolsillo de Alianza Editorial

Sobre la necesidad de poder disfrutar de lo salvaje para seguir manteniendo la esencia humana escribía también así Aldo Leopold en 1948: «Hay personas que pueden vivir sin seres salvajes, y otras no… Los seres salvajes eran algo natural, como los vientos y los atardeceres, hasta que el progreso empezó a eliminarlos. Ahora nos enfrentamos a la cuestión de si merece la pena pagar por un nivel de vida más alto ese precio en seres naturales, libres y salvajes. Para una minoría de nosotros, la oportunidad de ver gansos en libertad es más importante que la televisión, y la posibilidad de encontrar una flor silvestre es un derecho tan inalienable como el de libre opinión. Admito que esos seres salvajes tenían poco valor para el hombre hasta que la mecanización nos aseguró un buen desayuno, y hasta que la ciencia nos reveló el drama de sus orígenes y de sus modos de vida».

Sobre esta misma cuestión escribe un autor que nadie vincula habitualmente a la conciencia ambiental, como es el británico Robert Graves (1895-1985). El autor de la archiconocida novela Yo, Claudio expone en las páginas iniciales de la Diosa blanca, quizá su obra más mistérica, lo siguiente: «Hemos perdido el respeto por la naturaleza y la hemos desprovisto del papel sagrado que alguna vez tuvo«.

Graves añade: «El hombre ha trastornado la casa con sus caprichosos experimentos y se ha arruinado a sí mismo y a su familia. La actual es una civilización en la que son deshonrados los principales emblemas. En la que la serpiente, el león y el águila corresponden a la carpa del circo; el buey, el salmón y el jabalí a la fábrica de conservas; el caballo de carreras y el lebrel a las pistas de apuestas; y el bosquecillo sagrado al aserradero».

En la misma época en la que Bernis atendía a un joven discípulo llamado Félix Rodríguez de la Fuente, en la que Aldo Leopold hablaba de la necesidad de lo salvaje, en la que Graves trataba de conectar con las religiones primitivas desde su retiro en Mallorca y en la que Lévi-Strauss escribía Tristes trópicos basándose en sus experiencias en Brasil y en el Chaco, había un botánico de Harvard, Richard Evans Schultes (1915-2001), que estudiaba los usos que los indios daban a las plantas en América, desde los desiertos de Arizona hasta los últimos rincones del alto Amazonas.

Schultes es el gran creador de la etnobotánica. Gracias a sus trabajos de campo los laboratorios del norte supieron a sintetizar sustancias que los pueblos indígenas habían localizado mucho antes en la naturaleza. La ayahuasca, por ejemplo, le pareció al profesor americano un ejemplo mayúsculo de ese método científico que los pueblos salvajes manejaban.

Nadie sabía lo que era la ayauasca hasta que él la estudió y la analizó. Es imposible encontrar ese compuesto en el medio natural. Solo la mezcla de una raíz concreta y una liana determinada producen la reacción química necesaria para generar el alcaloide.

El botánico Richard Evans Schultes, en los confines más apartados de los confines colombianos de la cuenca del Amazonas

Como decía Lévi-Strauss, el pensamiento salvaje está lleno de conocimiento. Y cómo se preguntaba Schultes, ¿Cuántas pruebas tiene que hacer una cultura indígena para saber que esa mezcla de las miles de plantas que conocen produce ese efecto?

Un discípulo de Schultes, Wade Davis, uno de los grandes divulgadores de los tiempos recientes, ha dejado en el monumental libro El río, un cauce de 700 páginas plenas de saber, una reflexión impactante sobre los bosques andinos, planteada desde la actualidad de los años 70 del siglo XX que ahora parece remota enfrentados a cinco décadas de destrucción de la selva y la llegada de Bolsonaro al poder: «Es algo en lo que debemos pensar. Somos tanto la primera como tal vez la última generación de botánicos que tiene la oportunidad de explorar estos bosques», escribe Wade Davis.

Los últimos días de África

Cambiando de continente, otro escocés de origen como John Muir y curtido por una infancia campesina nos dejó un testimonio impagable de lo que ocurrió en África. Se llamaba John Hunter (1887-1963) y llegó a Nairobi en 1905, a los 18 años. Su oficio fue el de cazador, primero para ganarse la vida con el marfil y las pieles y, después, a sueldo del gobierno colonial para eliminar la fauna problemática.

Ilustración que muestra al explorador John Hanning Speke disparando a un búfalo en África y publicada en Le Tour du Monde, de París, en 1862

En Cazador blanco, uno de sus libros de memorias, escribe: «Cuando llegué por primera vez a Kenia la caza cubría las llanuras hasta donde alcanzaba la vista. Cacé leones en lugares donde ahora se alzan ciudades y disparé contra los elefantes desde la locomotora del primer ferrocarril que cruzó el país. En el espacio de la vida de un hombre he visto cómo la selva se convertía en tierras de cultivo y tribus enteras de caníbales pasaban a ser obreros de fábrica. […] Los hechos que presencié no volverán a suceder jamás. […] Serán muy pocos los que podrán aún decir que pisan tierras jamás holladas por el hombre blanco. No, la vieja África pertenece ya al pasado, y yo vi como desaparecía».

Arseniev, Muir, Hunter, Schultes o Lévi-Strauss vivieron experiencias paralelas. Antecesores suyos como Darwin, Humboldt, Fernández de Oviedo o fray Gaspar de Carvajal describieron la naturaleza con sensación de maravilla, pero nunca con preocupación. Aún el mundo era grande y los hombres, pocos.

¿Y en Europa qué pasaba?

Hasta ahora hemos visto lo que sucedía en la transición del XIX al XX en América, África y Asia, cuando la presión humana llegó más lejos y más intensamente.

¿Dónde está Europa? Es difícil encontrar textos parecidos por una razón: ya no había grandes espacios que destruir en ese entonces. Eso había ocurrido hace tiempo. Y hubo quienes lo contaron mucho atrás. Hablando sobre la región del Ática, Platón afirma en Critias: «Lo que ahora permanece, comparado con lo que hubo, es como el esqueleto de un hombre enfermo […] hay montañas que ahora no tienen más que comida para las abejas, pero que tenían árboles hace no mucho […] y estaban enriquecidas por las lluvias de Zeus, que ahora caen sobre la tierra desnuda para perderse en el mar, cuando antes el suelo era profundo y la retenía…».

Estatua de mármol representando a Platón

Cualquier hidrólogo actual suscribiría las palabras de Platón, pero es curioso que nadie recuerde que el sabio griego también escribió sobre la protección de cuencas hidrológicas. Realmente, si al medio ambiente le faltan referentes es porque no hemos sabido leerlos, pues las evidencias están ahí. Y también en parte porque a los discursos en boga le faltan lecturas.

En realidad, la historia está llena de relatos como éste. De hecho, algunos autores han sido capaces de escribir una historia universal desde el enfoque ambiental. Así lo han hecho el británico Clive Ponting en A new green history of the world y el estadounidense John F. Richards en The unending frontier. Esta última centrada sólo a partir del año 1500.

Jared Diamond, en Colapso, ha seguido algunos argumentos de Clive Ponting para estudiar el auge y caída de las civilizaciones en función del manejo que hicieron de su medio ambiente.

Versiones más reducidas y divulgativas son El elefante en la cacharrería de Robert Barbault y Ecocidio de Franz Broswimmer. Esta última extiende las pesquisas hasta el mismo final de la última glaciación, cuando los primeros humanos dieron la puntilla a la gran fauna del Pleistoceno.

Un mundo disminuido

Leer estas obras, o disfrutar de la exquisita sensibilidad de Muir, Arseniev, Lévi-Strauss o Hunter ayuda a entender quiénes somos y de dónde venimos. Y nos hace comprender hasta qué punto hemos disminuido el mundo en el que vivimos. Los retazos salvajes que restan, como los parques de África, ya le parecían a Hunter un despojo.

Hablando del momento actual, puede decirse que si quedaba una frontera era la de las latitudes boreales. Y ya no existe. Barry López ha contado en Sueños árticos (1986) el momento en el que la industria y el calentamiento global empezaban a deformarlo.

Cuando Muir recorría California la humanidad tenía 1.000 millones de personas. Ahora somos 7.600 y en 2050 llegaremos a 9.000. Lo que nos jugamos ahora, en plena pandemia de coronavirus y enfrentados a la crisis climática y el colapso de los ecosistemas globales, es saber en qué mundo vamos a vivir.

Uno en el que aún quede un vestigio de naturaleza virgen, esa misma de la que fuimos parte y que es nuestra esencia espiritual, o un mundo empobrecido, modelado a nuestra imagen, vacío y muerto como una estación espacial y en el que los futuros humanos sueñen con ovejas eléctricas, como proponía Phlip K. Dick en la novela que dio pie a la película Bladde Runner, un relato distópico ambientado en un mundo destruido por la acción humana que cada vez es menos distópico.

Gilgamesh: la destrucción del bosque sagrado

El Poema de Gilgamesh es el relato escrito más antiguo de la Humanidad. Se conserva en tablilas de arcilla fechadas en Mesopotamia hacia 2.500 años antes de Cristo. Es una epopeya que narra la lucha del hombre por dominar una naturaleza salvaje, en la que habitan demonios y está plagada de peligros. El momento cumbre es la destrucción del bosque sagrado por el héroe. Así lo describe el poema:

«Cubiertos con sus armaduras cabalgaron la tierra como si llevaran vestiduras livianas. Llegaron hasta el inmenso cedro y, entonces, las manos de Gilgamesh blandiendo el hacha ¡al cedro derribaron! Desde lejos Jumbaba, el espíritu cuidador del bosque, lo oyó y gritó enfurecido: «¿Quién es éste que ha violado mi bosque y cortado mi cedro? Tomando el hacha y desenvainando la espada Gilgamesh hirió a Jumbaba en el cuello, mientras Enkidu hacía otro tanto, hasta que a la tercera vez Jumbaba cayó y quedó muerto. Entonces le separaron la cabeza del cuello y, en ese momento, se desató el caos porque el que yacía era el Guardián del Bosque de los Cedros. Enkidu taló los árboles del bosque y arrancó las raíces hasta las márgenes del Eufrates».


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