El fotógrafo José Luis Cuesta y el reportero Alberto Rubio publican en exclusiva para El Ágora este reportaje gráfico sobre su reciente visita a la Reserva de la Biosfera de los Sundarbans, en delta del Ganges y el Brahmaputra.
A veces no es un suave remolino ni un agradable rocío. El agua da vida pero también destruye cíclicamente los Sundarbans, el mayor bosque de manglar del mundo, con cerca de 10.000 kilómetros cuadrados repartidos entre la India -más o menos un tercio- y Bangladés, el resto.
La corriente ocre y apacible, casi inerte, por la que se desliza el Sun Way, una veterana motora de recreo, no hace pensar en el infierno. Sólo los 38 grados con un 80% de humedad que caen sobre nuestras cabezas nos acercan, si acaso, al castigo divino de las leyendas.
El caos de la creación que describen los antiguos textos védicos tiene un reflejo en esta reserva forestal, que las autoridades bangladesíes tratan de proteger contra viento y marea de sus principales enemigos, que son muchos: el monzón, el cambio climático, los cazadores furtivos, la pobreza y la urgente necesidad de desarrollo del país.
Sólo tres años después de lograr su independencia, en 1974, el gobierno de Bangladés aprobó la nueva Ley de Preservación de la Naturaleza, que permitió declarar tres santuarios de vida salvaje en el parque. En 1997, la UNESCO declaró el área como Patrimonio de la Humanidad. Con ellos se trata de evitar la entrada indiscriminada de visitantes, la recolección no autorizada de productos como la miel, la caza furtiva de los escasos tigres que quedan o la pesca abusiva de especies amenazadas.
Poco se puede hacer, sin embargo, contra la tempestad anual que se desata entre mayo y octubre. Es entonces cuando el monzón llega desde el mar y arrasa lo que encuentra a su paso. Incluso el poderoso tigre real de Bengala se refugia en lo más profundo de su selva mientras gigantescos mangles son arrancados de cuajo, decenas de animales mueren y son borradas del mapa islas que parecían sólidas.
Una aldea sin nombre yace en las estribaciones del santuario de Sarankhola, uno de los tres que componen el parque. Probablemente el próximo monzón la aplastará, como a tantas otras. Poblados enteros construidos con barro, paja y madera desaparecerán mientras las turbulentas riadas se tragarán a decenas de lugareños que, en su día a día, se conforman con subsistir en los márgenes de estos 6.000 kilómetros cuadrados de agua y exuberante vegetación que pertenecen a Bangladés.
Por si no fueran suficientes las amenazas al delta que conforman el Ganges y el Brahmaputra, los expertos estiman que el cambio climático será, en breve, la peor de todas. Dos tercios del territorio de Bangladés están sólo cinco metros por encima del nivel del mar. Y algunas zonas de los Sundarbans incluso están varios metros por debajo. El aumento de las aguas oceánicas, calculan los expertos, puede inundar una quinta parte del país.
Todavía queda un dilema más: ¿desarrollo o protección de la naturaleza? El delicado equilibrio entre ambos puede romperse en cualquier momento, como ponen de manifiesto las protestas por la construcción de la central eléctrica de carbón de Bagerhat, a sólo 14 kilómetros. El megaproyecto conjunto de la India y Bangladés seguramente es necesario para proveer de energía a la zona, pero sus emisiones pueden contaminar irreversiblemente las aguas de la reserva natural.
El Sun Way para motores y se bambolea en el centro del río mientras la oscuridad nos envuelve y difumina los contornos de la selva. Es tiempo para dejarse llevar por el silencio atronador y el mosaico de estrellas que llena el cielo. Más allá, en el Vaikuntha, está Vishnu, el dios protector al que cada noche, seguramente, se encomiendan los Sundarbans.
Parece como si nunca hubiera visto un humano, me digo. El macaco observa fijamente, con los ojos desorbitadamente abiertos, nuestra extraña expedición mientras nos adentramos en el bosque. Oculto detrás de una gran hoja en lo alto de un sundri -un mangle de la especie Heritiera fomes– es el vigía dispuesto a dar la alarma si los invasores, recién desembarcados en un precario pantalán, se vuelven una amenaza. Seguramente intuye, aunque no lo sepa, que podrían llegar a serlo.
De momento, el gobierno bangladesí no está teniendo problemas al limitar el acceso de turistas. Hoy por hoy, las cifras no oficiales de turistas que visitan el parque son modestas: 25.000 visitantes al año, de los que menos de 2.000 son extranjeros.
¿Pero que pasará si, como está previsto, Bangladés mejora sus comunicaciones e infraestructuras y el turismo aumenta? ¿Cómo preservar este hábitat natural único y obtener, al mismo tiempo, el rendimiento económico que promete una de las mayores industrias del mundo en este momento?
Fawuzul Kabir Moeen, director adjunto de la Oficina de Turismo de Bangladés, se muestra seguro de que “el gobierno será capaz de mantener, como ya está haciendo, un sistema ordenado de visitas, respetuoso con el medio ambiente y con la fauna”. Añade, mientras caminamos por la espesura, que actualmente “no se permite la entrada de grupos numerosos y está limitado el número de embarcaciones de recreo”, entre otras medidas.
En este sentido, hay que creer a las autoridades de Daca. La preservación del medio ambiente es de capital importancia para el octavo país más poblado del mundo, con cerca de 169 millones de habitantes. Una superpoblación, sobre todo en el entorno rural, que explica el empeño en preservar sus espacios naturales.
El sargento Tipu Sultan es uno de los guardas forestales que tienen como misión la conversación de este espacio. En un recodo apartado del sendero se agacha y señala, en silencio, una cama de hojas y plantas en la que no hace mucho ha estado un tigre. Con un gesto indica prudencia, algo que no siempre muestran muchos turistas, que ven la selva como un inofensivo parque temático. Y no lo es.
El manglar de los Sundarbans es un ecosistema protector de la tierra en la que se asienta. Sus troncos y sus curiosas raíces verticales, que sobresalen del suelo como espinas, amalgaman los sedimentos que aportan los ríos y el mar. El resultado es un suelo firme pero inestable que cobija a 50 especies de mamíferos, 320 de aves, 50 de reptiles, ocho de anfibios y 400 tipos de peces.
Durante siglos el manglar ha sido una barrera protectora de la tierra contra los ciclones. Pero el cambio climático es su peor amenaza en la actualidad. El aumento del nivel del mar puede inundar una gran parte de este humedal, que ya ha perdido al menos un tercio de la extensión que se midió en el siglo XIX.
Y es que el agua marca la vida en Bangladés, de principio a fin. El país tiene una extensión total de 148.460 kilómetros cuadrados, de los que 18.290 son marismas o cauces fluviales. Por comparar, España tiene 505.370 kilómetros cuadrados, 3,4 veces más, pero sólo 6.390 kilómetros cuadrados corresponden a lagos o ríos.
Dejamos la selva atrás y volvemos a embarcar. La vista se pierde en la anchura de esta lengua fluvial. Trescientos, cuatrocientos metros, o más, de orilla a orilla. Sorprende lo que cuentan los lugareños. Con cierta frecuencia, los tigres cruzan nadando el río para cazar en los poblados, donde saben que hay animales. Alguna vez, si en vez de una cabra encuentran un humano, no le hacen ascos. Una o dos personas mueren al año a garras de los tigres, cuentan con bastante naturalidad. ¿Los mismos tigres que no hemos visto en la selva? ¿Los mismos que sí que nos han visto a nosotros?
Cerca del bullicioso puerto de Mongla, los pescadores vuelven a la faena en cuanto los nubarrones del monzón han desaparecido. No pueden perder tiempo si quieren alimentar a sus familias. Comienzan a recorrer de nuevo los innumerables canales con sus barcas y sus ancestrales aliadas, un par de nutrias que persiguen a los peces hasta que entran en las redes.
La pesca ha ido bien, varios peces se debaten en la red, entre ellos un tilapia de más de medio metro que alegra la cara de los pescadores. El patrón premia el trabajo de las nutrias con un trozo de pescado que engullen como si no hubiera mañana.
Mientras, al lado de la orilla y con medio cuerpo en el agua, mujeres y niños se afanan en pescar pequeños crustáceos o gambas. No parecen temer a los cocodrilos del estuario (Crocodrylus porosus), quizá porque en este recodo no hay o porque, en todo caso, estarán pensando que “de perdidos al río”. Al fin y al cabo, es su subsistencia. No hay otra.
La actividad de los pescadores, como la de todos los que entran en los Sundarbans, es controlada exhaustivamente por los guardas del parque. Sólo los que tienen un permiso en regla del Departamento de Bosques pueden pescar o recolectar. Y siempre dentro de unos límites que garanticen el equilibrio del medio ambiente.
La UNESCO considera que la reserva natural “está bien gestionada y controlada regularmente con normas, personal sobre el terreno y unidades administrativas separadas”. No sin motivo está incluida en la lista del Patrimonio Mundial desde 1997, pero su importancia ya se destacó en 1878, cuando bajo mandato británico se declaró la zona como reserva forestal, y en 1927, cuando se le otorgó protección con la Ley de Bosques.
En un informe de 2008, la FAO advertía de la pérdida de 3,6 millones de hectáreas de manglares en todo el mundo. Sin embargo, colocaba a Bangladés en el lado positivo. Según Mette Wilkie, entonces experta de esta organización, “la reserva forestal de Sundarbans en Bangladés está bien protegida, y no se han producido grandes cambios en su extensión en estas últimas décadas, aunque se registraron algunos daños en los manglares tras el ciclón de 2007”.
El Sun Way se apoya remolón en el atracadero. El sol va cayendo sobre los Sudarbans y refleja pequeños destellos sobre el agua, mientras la luz cambia a gris el verde de los árboles. Sólo queda encomendarse a los antiguos mantras del Rig Veda: “¡Vosotras las Aguas, dad su plenitud al remedio, que sea como coraza para mi cuerpo, que así vea yo por mucho tiempo al Sol”.
