El descenso de las cifras de fallecidos y contagiados da un respiro a las valientes filas que siguen luchando contra el coronavirus. Esta semana ha comenzado a plantearse cómo volveremos a la normalidad, la de antes, porque el confinamiento ya se ha convertido en la nueva normalidad de nuestros días. Somos conscientes de que el fin de la batalla no será un día de fiesta por las calles como en las guerras armadas, sino otro proceso lento para el que también tendremos que preparanos
En las primeras vacaciones del año a nadie le importó el tiempo lluvioso de abril que nos ha seguido acompañando esta semana. Ni playas, ni atascos, ni paellas, ni pueblos, ni pasos… pero al décimo día resucitó, según el Estado de Alarma, esa economía hibernada que tenía por objeto frenar el avance de los contagios por coronavirus. Y parece que las cifras comienzan a bajar y cada día un poco más, aunque ahora no está del todo claro si los datos históricos son reales o fruto de los problemas de coordinación que nos han acompañado durante toda esta crisis sanitaria.
Y si antes de Semana Santa el material de protección y atención, respiradores sobre todo, llegaban a los hospitales para asistir a los sanitarios, el lunes llegaron las mascarillas para esas tropas de segunda línea que se incorporaban al tajo temerosos tras 10 días de permiso retribuido recuperable. Eso sí mascarillas que apenas llegaron al martes y que son de usar y tirar.
Han sido las empresas las responsables de garantizar la seguridad de sus empleados, al menos las de aquellas que han podido salvar el afán confiscatorio del mando único. Esas empresas que llegaron a adquirir ese tesoro escondido en el que se han convertido los test de detección del COVID allá donde no lo encontró el Gobierno que optó por apropiárselos a costa de la indefensión de unas plantillas que miran con recelo al compañero por si formara parte de ese 30% de asintomáticos contagiadores o enfermos potenciales que temen más a la miseria que a la enfermedad.


Porque si miedo da el contagio, y eso que ni vemos ni sabemos de los muertos -oficiales o no- la población empieza a palpar el pánico de las secuelas económicas que dejará el COVID19.
Muchos porque ya llevan días en números rojos con las neveras vacías, autónomos y ERTES que aún no han cobrado y que, probablemente, tendrán que subsistir hasta el 10 de mayo para contar con ingresos.
Y miedo también por la inconcreción de las medidas que se plantean desde la clase política, la que nos gobierna y la que aspira a hacerlo. Porque parece que mientras que la sociedad, toda, hasta los niños, combate al virus como puede, con solidaridad, con talento, con tecnología, con alimento, con ánimos, con disciplina, en ese limbo que es la política la guerra sigue siendo tener el poder.
Contrasta la gran guerra hospitalaria y social frente a esa guerra de guerrillas, política de descrédito, globos sonda codazos para salir en los medios, medios buenos y malos, bulos, censura, fuentes oficiales, clientelismo, ayuda social, educación, regiones… una tangana que no está a la altura de lo que representan.
Pero después de cinco semanas la cuarentena se normaliza y en las casas se concilia, se capea el temporal camuflando el desánimo en aplausos y buen rollo vecinal y se empiezan a plantear el día en que todo acabe, el 11 de mayo, o de junio, con mascarillas para todos, un verano confinados en cubículos de metacrilato en la playa y todos en bicicleta.
Porque una de las lecciones que deja esta pandemia es que la hibernación de la actividad humana ha dado un respiro a la naturaleza, menos contaminación en todo el mundo, ciudades limpias que recuperan su horizonte, fauna que recupera territorio urbano, sonidos de aves inaudibles en cascos urbanos desde hacía años.
Y no, no eran las vacas son los coches y la industria los que ensucian el aire que respiramos. Y la constatación de que una actividad más sostenible alivia la presión sobre el planeta es lo que ha llevado a despertar la Agenda Verde, un camino que marque el deconfinamiento y la inevitable reconversión de la economía hacia otra más respetuosa también con la salud. Porque si de algo están seguros los científicos es de que la pérdida de biodiversidad es la que favorece la aparición estos nuevos patógenos emergentes, potenciales vectores de pandemias como esta que nos asola.
Y a partir de este convencimiento será la ministra de Transición Ecológica, Teresa Ribera, quien siga azuzando el camino de pacto verde europeo y coordine la fase de desescalada que nos saque del confinamiento.


Una ministra, la del agua, la energía, la del clima, la de la España vaciada que ya ve en las bicicletas el medio de transporte sostenible que minimice el roce en el transporte colectivo de las grandes ciudades cuando todo vuelva a bullir. Una idea que surge en Francia y que Madrid, por boca de su alcalde Martínez Almeida adelanta desde el lunes para dar la oportunidad a los madrileños de evitar los transportes municipales que no dejan e ser caldo de cultivo donde recolectar el virus.
Y hablando de cultivos, abril va dejando aguas mil, en unos campos que temiendo por la falta de mano de obra para sus cosechas logró flexibilizar las normas de contratación favoreciendo el acceso al campo a parte de esos trabajadores que perdieron su empleo por la pandemia y que en las próximas semanas podrán contribuir a recolectar las frutas de verano que hayan resistido las granizadas de los últimos días.
Un campo que no ha dejado de proveer a los supermercados de todos esos alimentos que llenan nuestras neveras y nos recuerdan la importancia de contar con un tejido productivo autosuficiente en lo esencial para que no nos vuelva a pasar como con la industria sanitaria, que por su deslocalización ha dejado a cuerpo descubierto nuestra primera línea de combate.
Y hablando de deslocalización eso es lo que temen las grandes ingenierías españolas que ya ven cerca una crisis de inversión en infraestructuras civiles similar a la de 2008. Las nuevas prioridades que ha puesto sobre la mesa el coronavirus hará más complicado todavía apostar por la adaptación de carreteras, puertos, presas, líneas de ferrocarril a un cambio climático para el que no están preparadas y que pondrán a prueba nuestra resiliencia cuando el planeta vuelva a quejarse de sus dolencias.
Y la ciencia a mil corre en busca de la vacuna, vacuna para la enfermedad y para las secuelas económicas. Se esfuerza en conocer un virus enigmático que va arrasando en todo el mundo, un virus que prefiere el frío y que se debilita con calor y humedad como anticipa la Agencia Estatal de Meteorología; un virus matemático un virus de origen animal que nos recuerda lo que somos.
Y una ciencia que se esfuerza en buscar soluciones digitales para controlar esta y futuras pandemias, porque ya nada será igual y aunque dejemos de salir al balcón para relajar los miedos y comulgar con el resto de los vecinos en los que ahora reparamos, la realidad será distinta, la forma de relacionarnos también y el miedo tardará en salir de nuestras vidas aunque nosotros salgamos por fin de nuestras casas.