Edward Hopper, uno de los artistas que mejor ha retratado la soledad de la sociedad contemporánea y más ha influido en la cultura popular, también supo captar la grandiosidad de la naturaleza y el mar sin abandonar su estética depurada y concisa. De la mano de Julián Miranda, esta semana visitamos una exposición de la Fundación Beyeler de Basilea para dejarnos sorprender por los paisajes marinos del pintor estadounidense
El norteamericano Edward Hooper (Nyak, Estado de Nueva York, 1882-Nueva York, 1967) fue un pintor original, poseedor de un talento superior como artista figurativo, en un momento donde se fue imponiendo progresivamente el expresionismo abstracto norteamericano como un fenómeno global. Supo transitar por el siglo XX con composiciones de la vida urbana en la gran ciudad, gracias a esa serie de personajes en grupo o solos que nos dejan un halo de inquietud y la sensación de soledad del hombre contemporáneo.
Recuerdo con nitidez dos exposiciones dedicadas a Hooper, la primera en el Museo de Bellas Artes de Bruselas en 1993 y más recientemente en 2012 una retrospectiva que organizó junto a los museos franceses el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, comisariada por Tomás Llorens y Didier Ottinger, en la que se reunieron más de 70 obras de Hooper y de algunos artistas que le influyeron como Degas, Henri, Vallotton, Marquet o Sickert. Y en ella descubrí que también era un pintor superlativo en el género del paisaje de pueblos costeros como Gloucester en Massachusetts y Ogunquit en el Estado de Maine.


Ahora la Fundación Beyeler de Basilea presenta hasta el 17 de mayo una exhibición dedicada a muchos de los paisajes y marinas que pintó Hopper. Esta propuesta es una mirada profunda a un género por el que no era tan conocido para el gran público, pero que esta muestra quiere paliar el déficit de conocimiento entre los amantes de su estilo único.
A través de 65 obras, entre óleos, acuarelas y dibujos, que abarcan la mayor parte su trayectoria plástica, de 1909 a 1965, puede observarse la evolución plástica de un lenguaje ‘verista’ que fue incluyendo nuevas aportaciones en esas composiciones caracterizadas por la precisión, la claridad compositiva y de su capacidad para captar el paisaje transformado con su percepción de artista. Las piezas proceden de numerosas colecciones particulares e instituciones, aunque el Whitney de Nueva York ha cedido un gran conjunto al ser la institución que más obras atesora de Hooper.


Su figura, frente a otros artistas figurativos norteamericanos de su tiempo, no ha dejado de crecer con el paso del tiempo porque esos personajes en Nueva York, que transitan por espacios públicos y privados: hoteles, bares, habitaciones, trenes, o teatros, entre otros lugares, son iconos populares del siglo pasado. Son escenas donde la soledad en compañía es visible en Habitación de hotel del Museo Thyssen, un óleo de 1931, y en Nighthawks, 1942, dos obras maestras y símbolos de la soledad en las metrópolis.
Aunque el artista norteamericano comenzó como ilustrador, luego estudió pintura en la Escuela de Arte de Nueva York, pero fue nutriendo su acervo cultural con lecturas de los grandes novelistas alemanes, franceses y rusos. En sus viajes a Europa se enriqueció con la cultura visual que le aportaron Velázquez, Goya, Courbet, Manet, Degas, y también con la de otros pintores americanos como Sickert y Robert Henri. Su virtuosismo es visible tanto en sus escenas urbanas como en sus paisajes. Hooper manejó con soltura la luz y las sombras con el color, tanto en sus óleos como en sus acuarelas. Esa estética personal tan depurada ha influido no sólo a pintores, sino también a fotógrafos y cineastas como Hitchcock o Wim Wenders, aunque esa influencia fue recíproca porque hay ecos de Walker Evans en algunos paisajes y casas pintadas por Hooper.


Como todo gran proyecto expositivo como el ahora organizado la fundación suiza, la idea surgió cuando se unió a su colección un préstamo permanente el óleo titulado Cape Ann Granite, pintado en 1928, que había pertenecido a la famosa colección Rockefeller. Esa obra coincide con un momento en que su genio creativo era admirado por coleccionistas, críticos, curadores y el público en general. Es una composición que simboliza su esencialidad compositiva en ese modo de jugar con las rocas y una suave loma, donde se intuye el batir suave de las olas a la derecha y encima un horizonte elevado en una gradación de azules. En 1929 invitaron a Hopper a que participara en una exposición organizada por el MoMA: Pinturas de 19 americanos vivos.
La pintura de paisajes siempre muestra el impacto del hombre en la naturaleza y las creaciones de Hopper saben reflejarlo con sutileza. En ese género confirió un enfoque distintivamente moderno a un género clásico de la historia del arte occidental. A diferencia de la tradición académica, los paisajes de Hopper parecen ilimitados. La percepción del que mira es variable: para algunos resultan infinito y para otros son detalles de un todo inmenso.


Sus composiciones paisajísticas anteriores en un pueblo costero de Maine, pintadas hacia 1914, son geométricamente claras y a veces coquetean con la abstracción como en Mar en Ogunquit. Nuevamente las rocas se superponen en acantilados que miran al mar, en ese contraste de verdes, ocres y azules del cielo y el agua. En el caso de Gloucester, un pueblo pesquero del Estado de Massachusetts, a Hooper le atraían más la tipología de las casas, pero también como hicieran otros pintores de ese período supo plasmar marinas de gran belleza: Lee Shore, pintada en 1941, con esos tres barcos de vela en un día ventoso, uno de ellos con las velas desplegadas con una casa a la que ha llegado el agua del mar; y El “Martha Mckeen “ de Wellfleet, 1944, propiedad de la colección Carmen Thyssen-Bornemisza en depósito en el Museo Thyssen-Bornemisza con esos dos jóvenes que llegan a un islote de arena donde están posadas una serie de aves con esos sutiles azules de las leves olas del mar.


Sin embargo como caminante y artista su mayor interés fueron las casas, el faro en la colina -un punto de referencia en la inmensidad del mar y la costa, pero también un lugar seguro para quien habita el interior del pueblo- y sobre todo representar el asentamiento humano. Con pocos elementos sabía sugerir la inmensidad y la transformación constante de la naturaleza, y lo hacía de un modo fragmentario como si fuera una secuencia de imágenes del cine.


Como en el género de las escenas urbanas, hay en los paisajes de Hopper algo que se nos escapa, inasible, porque muchas veces ocurre fuera de la imagen que vemos. Por ejemplo en Cape Cod Morning, un óleo de 1950, una mujer mira desde una ventana panorámica; su rostro está bañado por la luz del sol pero no sabemos qué observa, si algo que se nos escapa por estar fuera del espacio pictórico o quizá el lento discurrir del día.
Y lo mismo ocurre con los personajes de Sol en el segundo piso, 1960, donde vemos en una terraza superior a un hombre leyendo mientras una mujer toma el sol y escudriña, no sabemos si el agua del mar o una escena que recaba su atención. Ese modo subjetivo de componer permite lecturas variadas por su potencia narrativa. Hopper fue un pintor que sabía plasmar la inquietud del hombre contemporáneo en la ciudad, y también la incertidumbre entre la naturaleza y el agua en los ilimitados paisajes de Estados Unidos.

