El Museo del Prado dedica una exposición a la obra de Luis Paret y Alcázar (Madrid,1746-1799), uno de los grandes pintores de nuestro siglo XVIII que reflejó de manera inspirada los paisajes y el agua, especialmente del norte de España
En las últimas décadas la dimensión artística de Luis Paret y Alcázar (Madrid,1746-1799) no ha dejado de crecer; porque además de nacer el mismo año de Francisco de Goya fue uno de los mejores representantes del Rococó francés. Se le consideró el “Watteau español”. En estos últimos 30 años se han sucedido exposiciones en el País Vasco, la última Luis Paret. Arte Sacro y profano el pasado año y la organización de unas jornadas posteriores, organizadas por el Museo de Bellas Artes de Bilbao, que abordaron con la aportación de los grandes especialistas la dimensión integral de Paret como pintor de alegorías y escenas religiosas, retratos y autorretratos, así como la serie de pinturas de los puertos y paisajes de la costa vasca.
En los dos últimos meses se ha editado el Boletín 12. Luis Paret en Bilbao, fruto de aquellas jornadas que organizó el Museo de Bilbao. Desde el martes pasado y hasta el 21 de agosto el Museo del Prado presenta Paret, una exposición monográfica que pone de relieve su talento, modernidad y destreza tanto en la pintura como en el dibujo en la segunda mitad del siglo XVIII, a través de más de 80 obras, seleccionadas por Gudrun Maurer, conservadora de Pintura Española del siglo XVIII y de Goya en el Prado.


Paret tenía con una gran formación académica, y estaba dotado de un estilo personal y elegante, muchas veces alejado de los dictados de la Real Academia de San Fernando, dado su eclecticismo. Su biografía personal estuvo sujeta primero al padrinazgo del infante Don Luis –hermano del rey Carlos III-, del que fue pintor de cámara, y la desgracia de aquél le llevo a presidio a Puerto Rico y posteriormente al destierro en Bilbao durante más de 10 años, de 1778 a 1789, aproximadamente. Posteriormente volvió a la Corte donde comenzó a recibir encargos del rey Carlos IV y en 1792 ocupó un puesto estable en la Academia de San Fernando.
En la retrospectiva del Museo Nacional del Prado se estudia toda su trayectoria, a través de nueve secciones que revelan su riqueza temática, compositiva y su virtuosismo con el lápiz y la paleta para las escenas de género, pero centraremos la atención en tres de ellas y, muy especialmente, en su modo de captar los paisajes y costumbres del norte de España.


En la parte dedicada a Paret y el Gabinete de Historia Natural del infante don Luis el pintor fijó con precisión una serie de insectos y cuadrúpedos, como esa cebra pintada en 1774 y también la colección de aves disecadas, conservadas en urnas de cristal, cuyos dibujos compondrían un álbum, entre las que cabe mencionar una oropéndola, un pinzón de montaña o una tangara azul manchada, entre otras.
Otro género que abordó con gran destreza fue el retrato, donde cultivó una pintura más íntima para plasmar a su esposa, a sus hijas o en los cuatro autorretratos, algunos de ellos pintado en Madrid antes de su destierro, otros durante su estancia en Puerto Rico y luego cuando regresó a España en su período vizcaíno. Vistos con la perspectiva que el tiempo nos concede quizás sean un fresco psicológico del estado anímico de Paret. También del lugar en el que los pintó, el primero con esa vestimenta y gesto alegre que denota su personalidad antes de partir a Puerto Rico, el segundo vestido de jíbaro ya en el país caribeño, junto a otro en su estudio allende los mares, y el cuarto lo pintó en la costa vasca, vestido de azul con una casaca forrada de piel, mientras contempla a un paquebote con la bandera española de la Cruz de Borgoña. Todos ellos revelan el virtuosismo de un elegido para la pintura.


Sin embargo, merece centrar la mirada en otra de las secciones de la exposición del Prado y en el estudio que abordaron en las jornadas de Bilbao y la relación que Paret mantuvo durante esa década en la capital vizcaína, sobre todo su labor como paisajista con las numerosas vistas que legó para la posteridad de los puertos del País Vasco, un encargo que Carlos III le encomendó en 1786 para que completara un proyecto que cinco años antes se le había solicitado a otro pintor, Mariano Sánchez. Antes de dicho encargo, Luis Paret se había sentido atraído por rincones de la costa vizcaína y lios había trasladado al lienzo antes de enviarle algunas muestras al entonces Príncipe de Asturias, Carlos IV.


Actualmente se conocen nueve vistas y dos dibujos de Paret con esta temática, que en alguna medida se inspiran en la serie elegante que pintó Claude-Josep Vernet de los puertos de Francia para el rey Luis XV, aunque ya conocía la tradición anterior del vedutismo italiano. En todos esos panoramas, pintados en soportes como cobre, tabla o lienzo, Paret “demostró su gran capacidad tanto para captar de manera precisa las topografías y describir de manera sutil el mar y los distintos fenómenos meteorológicos -que pudo estudiar detenidamente en sus largos trayectos en barco-, como para recrear de forma vivaz y variada los tipos de la región, representados en sus momentos de trabajo y ocio”, escribe Gudrun Maurer en el catálogo de la muestra del Museo del Prado.


Previo a los encargos que tuvo del rey Carlos III en 1786, Luis Paret había pintado varias vistas de la costa vizcaína (El Arenal de Bilbao, Bermeo o Portugalete). Precisamente en las dos imágenes que ha legado a la posteridad de la ría bilbaína, una propiedad del Museo de Bellas Artes de Bilbao y la otra de la National Gallery de Londres.
En la primera vista, que data de 1783, se representa una escena en la que capta a estibadores y comerciantes conversando, mientras en la otra margen de la ría hay dos barcos atracados y en el muelle se erige la ladera del monte Archanda, todo con una luz azulada del atardecer.
En la tabla propiedad de la National Gallery, Paret demuestra el control de la gama cromática y logra una puesta en escena sofisticada. Em ambas vistas de la ría del Nervión hace gala de una exquisitez en la pincelada. EnVista de Bermeo (1783) consigue una topografía muy fiel, captando con detalle los edificios, los barcos y los sutiles reflejos en el agua, integrando con gran destreza a las personas que fija en la composición.


En esa misma línea cabría mencionar Vista de Portugalete, donde Paret opta por reflejar una atmósfera brumosa, con el puerto de Santurce al fondo, que evoca el modo de fijar las fiestas galantes que tenía el pintor francés Watteau, y donde algunas de las figuras representadas le sirven al pintor para sugerir la capa azul del mar.
Y de la costa guipuzcoana llaman la atención dos, propiedad de Patrimonio Nacional, como son El puerto de Pasajes (1786), poblado por navíos de diferente escala, donde no faltan remeros y galanteos, que evocan intrigas y amoríos junto al puerto; y la Visión de la Concha de San Sebastián, donde vuelve a situar en la parte baja del lienzo a las figuras, permitiéndole dejar una mayor superficie para el cielo, mezclando una escena pastoril con otra galante donde varias personas disfrutan de una jornada a caballo en la hermosa bahía guipuzcoana.


Por último, dos fragmentos de un mismo cuadro que luego se dividió, pintado en Fuenterrabía: Escena de aldeanos (1786-87) y Vista de Fuenterrabía, ambos propiedad del Museo de Bellas Artes de Bilbao.
El primero es una escena pastoril junto al agua donde el pintor se recrea en gestos, plenos de gracia, de las figuras, con algún guiño a símbolos de la antigüedad como la joven que porta una cesta en su cabeza a modo de ofrenda. En el segundo fragmento vuelve a mostrar su facilidad para impregnar de bruma a la composición para poner en valor algunos atributos como el que encarna esa lavandera trabajando cerca de una pareja que disfruta del ocio durante un paseo en barca por la orilla. Todas esas vistas norteñas son un fresco unitario del paisajismo en la obra de Paret, un artista con tantos recursos plásticos.


