Una controvertida teoría, esbozada inicialmente hace décadas por el oceanógrafo británico Alister Hardy y desarrollada después por Elaine Morgan, propone que nuestra especie evolucionó en un medio acuático, lo que explicaría algunos de los caracteres de nuestra fisiología
La sala está repleta de asistentes. Esta vez, no con sus trajes de neopreno, sus aletas, sus gafas y sus bombonas, sino con sus trajes de tweed, sus jerseys de pico, sus camisas de tonos claros y sus pantalones de raya tan recta como la línea del horizonte. Hay también algunos trajes de flores, varios pendientes vistosos y más de un flequillo a la moda. La división del British Sub-Aqua Club en Brighton está expectante.
Esta tarde de marzo de 1960 viene a dirigirse a ellos nada menos que Sir Alister Hardy, el célebre biólogo marino que, desde que se alistó como zoólogo e ilustrador a bordo del RRS Discovery en su viaje torno a la Antártida entre 1925 y 1927, ha sabido navegar y guardar la ropa en una universidad tras otra: Hull, Aberdeen, Oxford… Su introductor, el secretario local del club, va desgranando su currículum, que incluye desde haber trabajado como diseñador de camuflaje (gracias a su experiencia de observador de la vida animal) para el ejército durante la Primera Guerra Mundial, a haber creado las láminas de varios títulos de la veterana colección New Naturalist o ser en en ese momento uno de los mayores expertos en zooplancton del país.


Mientras el secretario habla y habla (en su discurso se marcan ballenas, ruedan batallones ciclistas rumbo al frente, unos pequeños dirigibles franceses detectan bancos de sardinas en el golfo de Vizcaya, se capturan con redes insectos voladores a cientos de metros de altura sobre el océano abierto, brillan en olas nocturnas inmensas manchas de ctenóforos…) a Sir Alister se le va la mirada estrábica más allá de una de las ventanas.
Recuerda la tarde de tres décadas atrás en la que, poco después de regresar de la Antártida, cayó en sus manos aquel libro en el que F. Wood Jones las diferencias físicas entre los humanos y el resto de mamíferos. Fue entonces cuando comenzó a dar una vuelta tras otra al tema del que va a hablar esa tarde a esos aficionados a lo subacuático que, igual que las anémonas en bajamar, empiezan a mostrar ciertos síntomas de lasitud.


“Sir Alister Hardy adelantó la teoría de que nuestra especie en su origen podría haber sido un primate acuático”
Cuando finaliza el extenso repaso de su vida, el respetable lo celebra con un cerrado aplauso. Sir Alister toma entonces aire y comienza a compartir algo de lo que nunca, hasta ese momento, se ha atrevido a hablar: su curiosidad acerca de por qué el ser humano, al contrario que todos los demás primates, y con llamativa similitud a no pocos mamíferos acuáticos, dispone de una densa capa de grasa subcutánea, capaz incluso de generar voluminosos michelines. Y acerca de por qué, a la vez, carecemos de vello en gran parte de nuestro cuerpo, salvo por ejemplo en la cabeza, donde en cambio el pelo nunca termina de crecer. También en torno al motivo de que entre los dedos de nuestras manos existan unas breves membranas de piel. Y al hecho de que seamos capaces de nadar con facilidad incluso desde bebés. Y al de que seamos bípedos, como si, en algún dilatado período de nuestra evolución como especie, hubiésemos dispuesto de un constante taca-taca que nos hubiese enderezado hasta convertirnos en tan erguidas criaturas…
En los rostros de los presentes, hasta ese momento algo desconcertados, van asomando abiertas sonrisas de satisfacción. No es para menos. Lo que los miembros del British Sub-Aqua Club de Brighton escuchan encandilados es la teoría de si nuestra especie en su origen podría haber sido un primate acuático.


Inquieto por si acaso habría abierto una caja de Pandora, lo primero que hizo Sir Alister a su regreso a Oxford tras aquella charla en Brighton fue ponerse en contacto con el comité editorial de la revista New Scientist, a fin de solicitar cuanto antes un hueco en el que exponer su idea. Lo haría a lo largo de cuatro páginas del número 7: «Mi tesis», escribió, «es que una rama de los simios primitivos se vio obligada por la competencia de la vida en los árboles a alimentarse en las orillas del mar». Lo planteaba, y de esto era más que consciente, sin la menor evidencia científica: carecía de pruebas, su idea derivaba de la mera conjetura. De una conjetura, eso sí, rumiada durante 30 años por uno de los científicos marinos más destacados del mundo en aquel momento.


Su propuesta, sostenía, podría explicar las principales diferencias físicas entre los humanos y los demás primates. Aquel traslado a un ambiente acuático explicaría nuestras habilidades excepcionales para nadar y flotar incluso desde bebés. El comienzo de nuestro caminar erguidos habría sido mantener la cabeza fuera del agua. Esto, a su vez, habría liberado nuestras manos, lo que según él nos permitió usar herramientas, acaso al principio para algo como abrir mariscos con piedras, tal y como hacen hoy las nutrias marinas de California. La práctica ausencia de vello corporal, la presencia de una capa de grasa justo debajo de nuestra piel, e incluso la abundancia de glándulas sudoríparas (una adaptación única en nuestra especie entre los primates; su función sería mantenernos frescos cuando estamos fuera del agua), serían asimismo consecuencia de aquellos chapuzones fundacionales.
La “Teoría del simio acuático” no fue precisamente un bombazo. El establishment científico la recibió con una frialdad tan gélida que no sería de extrañar de Hardy, por un lado, suspirase aliviado; y que, por otro, se sintiese íntimamente dolido: ¿Debería haberse callado, como había hecho durante 30 años? Lo intentó una vez más: en el siguiente número de New Scientist publicó un nuevo texto sobre el asunto. Esta vez, con la mirada puesta en el porvenir: “¿Será el hombre más acuático en el futuro?”, tituló. Su artículo imagina un mundo de agricultores submarinos, ganaderos subacuáticos… Esta otra visión tampoco despertó demasiada curiosidad.


“La “Teoría del simio acuático” no fue precisamente un bombazo. El ‘establishment’ científico la recibió con una frialdad”
Quizá concluyó que ahí se terminaba todo. No contaba con el interés, en pocos años, de una vehemente galesa.
En 1972 un libro inesperado sacudió a la vez la literatura feminista y antropológica. Su autora se llamaba Elaine Morgan, tenía 52 años, era hija de minero, estaba casada con francés veterano de las Brigadas Internacionales, había estudiado también en Oxford y llevaba tiempo trabajando como guionista de televisión. Y, sobre todo, estaba muy enojada.
Así explicó el motivo de ese enojo años después, en 2003, a una periodista de The Guardian: «Adoptaban una línea muy agresiva, sugiriendo que toda la esencia de la humanidad radica en el asesinato y el derramamiento de sangre. También estaban adoptando una línea terriblemente machista, lo que implicaba que todo evolucionaba para beneficiar al cazador masculino. Y no decía nada sobre los niños, cuando si de algo trata la evolución, es de asegurar la supervivencia del niño». Se refería a los libros de divulgación antropológica que tomaba prestados de la biblioteca de Mountain Ash, una localidad a 20 millas de Cardiff.


Sin formación académica en biología o antropología, Elaine Morgan decidió rebatir aquello. Así fue cómo al recopilar fuentes para su argumentación, se topó en El mono desnudo de Desmond Morris con la teoría del simio acuático de Hardy. La propia Morgan lo explica así: «Nadie la había desarrollado ni se había enfrentado a ella. Se había hundido como una piedra. Pero tan pronto como la leí pensé: ‘Bueno, obviamente esta es la respuesta a todo'».
El libro de Morgan, titulado The Descent of Woman, fue un éxito extraordinario. En la portada de la primera edición británica, un cuerpo femenino desnudo y de espaldas al lector ocupaba el lugar de la C de Descent. En España fue publicado pocos años después por Plaza y Janés como Eva al desnudo (sí, igual que la película de Joseph L. Mankiewicz de 1950). En esta otra portada aparecía, sobre un fondo selvático, una mucho más esbelta silueta femenina también desnuda, de pechos turgentes, densa melena y carnosos labios muy rojos y sonrientes.
The Descent of Woman se tradujo a 25 idiomas, y se sigue publicando. En esta obra, y en otras que escribió a continuación, entre ellas una de 1982 titulada The Aquatic Ape y otra de 1997, The Aquatic Ape Hypothesis, Elaine Morgan relanzaba la teoría de Sir Alister Hardy. Este, seguramente agradecido, contribuyó con un prefacio a una de ellas.


Sostenía Morgan en esos textos, y en una conferencia en TED de 2009 que acumula casi un millón y medio de visionados, que las hembras humanas criaron en su origen a sus crías sin la ayuda de los machos, y que se mantenían alejadas de estos a menos que estuvieran en su ciclo estral.
También que las relaciones sexuales de frente a frente evolucionaron a partir de simios que vivían en un entorno semiacuático, lo que habría motivado las adaptaciones a ese entorno de los genitales femeninos, conduciendo a una cada vez menos habitual entrada trasera del pene. Su desarrollo de esta parte de sus planteamientos, incluido el orgasmo femenino, en The Descent of Woman eran casi revolucionarias para 1972, y supusieron un antes y un después más para el movimiento feminista.
En el libro se refería además constantemente a quienes fuimos como “Ellas”, y no como “Ellos”. Y recogía, de paso, el resto de argumentos de Hardy a favor, aunque sin pruebas, de un origen acuático de nuestra condición. Todo ello, sumado al enorme impacto de la obra y a su carencia de formación académica en la materia, tuvo sus consecuencias: el establishment científico la trató, según explica ella misma en aquella entrevista de 2003 “con total horror y desprecio, y también con cierto resentimiento, porque era un éxito de ventas”. Para ellos, “Yo era una advenediza, estaba en esto solo por dinero».
Lejos de achicarse, decidió afrontar de cara aquella respuesta, y dedicar en consecuencia buena parte del resto de su vida a profundizar en la teoría del mono acuático. Elaine Morgan falleció en 2013 con 91 años. Durante su última década fue distinguida, entre otros títulos, como Oficial de la Orden del Imperio Británico, por sus servicios a la literatura y la educación.
La teoría defendida por Sir Alister Hardy y Elaine Morgan (y esbozada también en su momento por el alemán Max Westenhöfer, quien llegó a ser en Chile profesor de Salvador Allende) sigue despertando los más encendidos y apasionantes debates.
Son mayoría las voces discrepantes, o muy discrepantes, sobre todo a causa de la carencia de pruebas tangibles o evidencias que la sostengan, en forma por ejemplo de restos fósiles o arqueológicos. Pero no deja de haber quienes no la rechazan.
Entre estos cabe mencionar por ejemplo al destacado filósofo de la ciencia Daniel Dennet, miembro de la Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias y de la Academia Europea de Ciencias y Artes. Por su parte, Sir David Attenborough, durante su presidencia de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia organizó una jornada de discusión de un día completo sobre la «atractiva» teoría de Morgan. Además, le dedicó unos instantes en uno de sus documentales. El paleontólogo sudafricano Phillip V. Tobias ha afirmado que “ahora, al menos, los estudiosos deberían ser capaces de examinar el modelo acuático con la mente más abierta que antes, cuando todo estaba cubierto por la hipótesis de la sabana”.


En su completo repaso en el blog mujeresconciencia.com a estas y otras opiniones y actitudes respecto a la propuesta de Hardy y Morgan, la bióloga y divulgadora científica Carolina Sánchez Pulido recogió en 2018 la postura a su favor del ecólogo marino y profesor de investigación del CSIC Carlos Duarte.
En otro artículo con varios firmantes, este de 2014, se lee al respecto: “Duarte considera que la hipótesis de Hardy podría explicar el gran tamaño del cerebro y la capacidad intelectual humanas, porque nuestros antepasados -mariscadores que se alimentaban de moluscos, erizos del mar, algas y huevos de aves marinas- habrían tenido una dieta rica en omega-3 precisamente por haber vivido junto al mar.


Esto habría provocado que nos parezcamos más a los delfines que a cualquier mamífero terrestre en la alta proporción de ese tipo de grasas que acumula nuestro cuerpo y en el enorme tamaño de nuestro cerebro en relación al tamaño corporal”. Tras a continuación mencionar a los detractores de esta hipótesis, los autores, integrantes del Área de Cultura Científica del CSIC, y que firman en conjunto como “Mar Gulis” (en homenaje a la bióloga evolutiva Lynn Margulis), rematan su texto así: “La controversia está servida…”.
