Esta semana disfrutamos de una nueva entrega de la serie Del natural. El botánico Bernabé Moya nos lleva de viaje con el icónico escritor español Miguel de Unamuno, que visitó las Canarias en 1909 y descubrió la espectacular flora autóctona del archipiélago, ilustrada con esos almácigos que nos acerca el naturalista Fernando Fueyo
«Nuestra imaginación es la que ve y no los ojos.»
Benito Pérez Galdós (1843-1920)
El poeta Alonso Quesada, uno de los máximos exponentes del modernismo canario, trabó relación de amistad con el insigne rector de la Universidad de Salamanca, Don Miguel de Unamuno, durante su primera visita a la isla de Gran Canaria en el verano de 1909. La estancia se prolongó por espacio de un mes, tiempo que aprovechó para llevar a cabo algunas excursiones por el interior de la isla, visitar las poblaciones de Teror, Moya, Cruz de Tejeda y Artenara, impartir conferencias, y sobre todo, a recoger impresiones sobre el ambiente literario y el paisaje isleño.


A resultas de la visita publicó el artículo La Gran Canaria, que incluiría en la obra Por tierras de Portugal y España editada en 1911: “El pretexto para aquel viaje inolvidable, grabado ya en la roca de mi espíritu, fueron unos Juegos Florales a que me llamaron de… mantenedor (…) y, sobre todo, a conocer aquello y los espíritus que allí, en aquel a-isla-miento alientan y ansían. Y no parece que me desempeñé tan mal de mi cometido. Mas, sobre todo, traje afectos y dejé afectos allí, lo que bien vale un viaje.”
En la tarea de mantenedor de los Juegos Florales, a los que ha sido invitado por mediación del poeta canario Saulo Torón, tiene que valorar la participación de dos jóvenes poetas: Tomás Morales y Rafael Romero Quesada, este último firma sus obras bajo el seudónimo de Alonso Quesada: “… adelantóse a recitar una poesía premiada un jovencito endeble y muy movedizo. Empezó, no a recitar, sino más bien a canturrear algo quejumbrosamente, moviéndose de un lado para otro”.
El escrito de Unamuno recoge las impresiones de las excursiones que llevó a cabo a lomos de caballerías por el convulso interior de la isla, acompañado de su nuevo amigo Alonso Quejada. El texto está impregnado de su particular sentido de la cotidianeidad, fruto de una intensa vida intelectual en lucha constante consigo mismo y sus contradicciones, y también contra la vacuidad de la época en la que le tocó vivir. La intención es clara, sacudir las conciencias para sacarlas de la rutina y la trivialidad, para lo que se vale de un lenguaje combativo, directo y provocador.
El viaje a caballo les conduce a las cumbres centrales y a Los Tilos de Moya, la parte más frondosa de la isla: “Bajamos a los Tilos desde la finca de San Fernando por un abrupto atajo. Y allí, en el fondo, una riqueza de frondosidad. Y un arroyo, un verdadero arroyo, con agua fresca, rumorosa y corriente. En ella hundí mis pies enardecidos y en el chorro de una fuente chapucé mi cabeza. ¡Qué lejos del mundo en aquella quebrada de los Tilos, entre los tilos y eucaliptos! Era como un aislamiento más en el aislamiento de esta isla. Oscura capa de arbolado reviste las vertientes de la barranca. El rumor del arroyo y el canto de los pájaros son el tic-tac del reloj de la vida. Se siente ganas de quedarse, de quedarse a olvidar… ¿a olvidar? Tal vez más bien a recordar. ¡Quién sabe!… (…) No poder quedarse en una de estas quebradas, junto al arroyo, bajo los tilos que forman como una vasta catedral viviente, con sus miles de columnas y su bóveda de follaje; no poder quedarse allí, en un hoy perpetuo, sin ayer y sin mañana.”


Tras el fértil encuentro, el joven poeta adoptará una poesía más natural y preñada de palabras apegadas a la tierra. “Le veo suspirando en su jaula, en su isla, tanto la exterior y geográfica como la interior, y suspirando por la libertad. Y créame, es mucho más dulce cantar enjaulado a la libertad, que estar libre y sin canto…”. Unamuno le prologará el poemario: El lino de los sueños, que ve la luz en 1915: “No olvidaré tan aína mi viaje a las Islas Afortunadas, ni aquella estancia en Gran Canaria, ni mi correría, caballero, por sus barrancas centrales… Alonso Quesada ha tenido la fuerza de dedicarme sus “Poemas áridos” (…) Áridos, sí, como las cumbres de Gran Canaria, como aquellas negras tierras calcinadas. ¡Tierras de fuego!”.
¡Los montes
Eternamente secos, y el silencio
áspero y rudo de estas soledades!
(…) Pero hay aquí también frescura, y frescura de brisa doméstica. Todo lo que en estas poesías sabe a hogar, a un hogar en que al poeta acompañan seis mujeres, es como brisa que, cargada con los besos de las olas del mar, acaricia los raros árboles de las cumbres.”
Los árboles y los bosques, la casa común y el hogar de los canarios, es el fabuloso y exuberante bosque que describiera el ilustrado José de Viera y Clavijo en la obra Diccionario de historia natural de las Islas Canarias: “¿Qué desnudez más triste que la de un terreno sin árboles? Si me acerco a la célebre montaña de Doramas, el peristilo de acebiños y laureles por el cual entro, desde luego me anuncia que voy a penetrar a paraje más intrincado, donde los mayores árboles descuellan”. Cuando discípulo y maestro pasean por el árido paisaje, hace ya siglos que los bosques originales han desaparecido.
La impronta del feliz encuentro, se pueden rastrear en el texto de Alonso Quesada Nieve en la cumbre: “Las cumbres áridas, las cumbres desoladas de la isla, han aparecido esta noche cubiertas de nieve. Cuando las nubes se han marchado al horizonte y la buena luna ha surgido sobre el mar, la nieve ha brillado tan graciosamente en las cimas como si estuviera contenta de haber venido a un lugar que no conocía… (…) Y como en la ínsula nunca hay frío, todos nos acordamos siempre del día en que lo hubo (…) Estas cumbres secas, ardorosas, tostadas de sol de enero a enero, han recibido esta noche un espléndido manto de nieve. Parece que respiran estos montes, más serenos, más pausados… Como si hubieran apagado una insaciable sed. (…) Esta limpidez, esta suavidad lejana, esta armonía blanca y purísima ha penetrado también en las almas de los ciudadanos. Tan sencillos, sin abrigos, con sus cotidianas ropas, tiemblan de frío en el puente contemplando el panorama de la nieve en las cumbres. Esta nieve tan pura y tan alba, es como una anhelada alegoría insular: una visión serena, lejana e inaccesible de las cosas.”


A Don Miguel le impresionaron los cauces secos de la isla: “Es, en efecto, uno de los más extraños efectos de esta tierra el de asomarse a una barranca y no ver el agua en el fondo de ella. El agua está acá y allá embalsada cuidadosamente por el hombre o corre por canalillos de acequia, obra también de mano humana. Pero un río, un verdadero río, un río rumoroso, con sus cascadas, sus colas de caballo, sus remansos, sus rápidos, esto no se ve. Extraña impresión produce en esta misma ciudad de Las Palmas cruzar el puente del torrente del Guiniguada, que no es, en ésta época del año por lo menos, sino un lecho pedregoso y negro por donde no discurre ni el más leve hilo de agua. Y el agua es como el alma del paisaje; en ella se ven reflejados árboles y colinas y como que adquieren visión y conciencia de sí mismos.”
Más conocida es la expresión de Unamuno al visitar el municipio de Artenara, donde queda vivamente deslumbrado ante el convulso paisaje volcánico que le es dado a conocer, y que inmortaliza como la Tempestad petrificada: “Aquí se adivina lo que debió ser el terrible combate entre Vulcano y Neptuno, entre el dios del fuego y el dios del agua. Don Agustín Miralles en su excelente ‘Historia general de las islas Canarias’, nos habla de: ‘movimientos histéricos en el suelo, detonaciones horribles en los aires, espesas lluvias de hirviente arena que oscurecían la atmósfera, arroyos líquidos de fundida lava cruzándose en todas direcciones, dislocaciones titánicas, valles, montañas, desfiladeros y barrancas en confuso desorden, se presentaron por doquiera sobre su superficie, que un mar siempre en cólera azotaba con violencia’.”
Desde las altas cumbres del macizo de Tamadaba se extiende una abrupta red de barrancos, escarpes y roques volcánicos, precipitándose vertiginosamente en el azul profundo de las aguas oceánicas. Y allí, en el barranco de Guayedra, en el mítico lugar, el Redondo de Guayedra, refugio último del pueblo guanche, resuenan aun hoy los lamentos que el escritor lanzaroteño Benito Pérez Armas pondría en boca de los árboles en Lo que dice el Bosque: “¿Hablad, hablad, amigos del bosque¡, ¡Queremos vuestro juicio: en nombre de mi raza lo demando! (…) Tras inquirir a su participación, uno a uno los árboles isleños van tomando la palabra: “Todos sufrimos el golpe del hacha – añadió el viñátigo -. Los árboles escaseamos, hemos caído; pero vosotros, nobles insulares, significáis menos cada día ¡Talados, talados como nosotros no lo dudéis…! Y al fin, habló el árbol dragón “Yo sólo sé – añadió el Drago- que la tierra está fatigada de mentiras: el sol cansado de alumbrar muladares… Ocupaos en que brille la Verdad y florezca el jardín de vuestros corazones…”
