El sueño del tritón - La Mirada del Agua - EL ÁGORA DIARIO

El sueño del tritón

Por Antonio Sandoval Rey

El naturalista Antonio Sandoval nos traslada a un rincón de Galicia donde, entre riachuelos llenos de tritones, hórreos y antiguos campos de trigo, el abandono de lo rural significa la pérdida de un mundo irremplazable

Donde el riachuelo se remansa, porque traza una curva más amplia, o porque su fondo gana unos centímetros de profundidad, los tritones sueñan. Para verlos mejor, debes orientarte de forma que tengas el sol a tu espalda. Y a ser posible, venir hacia el comienzo de la mañana, o al final del día.

Busca entonces una postura cómoda, e intenta mantener su misma quietud.

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Ejemplar de tritón (Triturus) nadando.

Concéntrate en su figura, apenas mayor que tu meñique. También en ese agua que fluye en torno a ellos de forma no muy diferente a como lo hace el tiempo alrededor de ti. Y en el reflejo de las nubes sobre la tersura del espejo líquido que os separa: ellos todo criatura anfibia. Tú todo pensamiento anfibio.

Quizá poco a poco adviertas su sueño. Como todos, también este aspira a ser un relato, pero no del todo. Comienza con un rebaño de cabras que llega acompañado por un enorme mastín blanco. Se acercan a la orilla. Beben. Sobre sus cabezas vuelan un par de libélulas de abdomen casi tan largo como un lapicero decorado con anillos negros y amarillos.

«Hablan de oportunidades de trabajo, de hacer fortuna, en lugares muy lejanos. Sus rostros se vuelven hacia el mar»

Se remontan con una trepidación de sus alas transparentes. Se alejan sobre unos campos de trigo, de centeno y de maíz que bailan al viento marino siguiendo algún ritmo. Es un compás difícil de apreciar. Tiene que ver con las temperaturas del océano y de la tierra. También con la música de las esferas, sobre todo con la parte que tocan a dúo este planeta y su compañera la Luna. Y con la actitud del Sol. Y la de quien sueña, claro. Y la de quien mira soñar.

En medio de esos campos, varias personas con atuendos de trabajo antiguos acaban de trillar una parcela. Han llenado varios sacos de grano. Los cargan en dos burros. Guardarán esa cosecha un tiempo en sus hórreos. Se cruzan con otros vecinos, también con burros cargados de sacos de grano. Se saludan. Quienes llegan van camino de los molinos que, aquí cerca, toman con sus canales el agua de este mismo riachuelo.

Son jóvenes y mayores. Conversan, ríen, se fatigan, mezclan sus voces y suspiros con el cuchicheo de la multiplicada corriente, con el zumbido de esas dos libélulas cuando pasan veloces hacia donde cantan un carrizo y un acentor. Con el ladrido distante de varias gaviotas. Hablan de oportunidades de trabajo, de hacer fortuna, en lugares muy lejanos. Sus rostros se vuelven hacia el mar.

Hórreos junto al Océano Atlántico en Fisterra, A Coruña, Galicia.

Allá, entre las olas, las velas de dos barcos han puesto rumbo hacia este puerto. Va a cambiar el tiempo. A peor. Lo dicen el color del firmamento, el sabor del aire, la forma en que crecen las nubes. En un par de horas esos barcos anclarán al abrigo de la resguardada bahía. Y ahí seguirán, hasta cuando puedan zarpar de nuevo. Quizá en pocos días. Quizá no antes de dos o tres semanas.

Suena ahora otra música. Surge del mismo lugar por donde el agua tomada al riachuelo regresa a este para desprenderse luego por el acantilado y mezclarse, a sus pies, con las rocas y la espuma. A esa otra melodía sí se le pilla enseguida el ritmo. Lo marcan la rotación de la rueda y de la muela. La conversión del grano en harina. Alguien se pone a cantar.

Un rato después, terminada esa tarea, también esas gentes regresan al pueblo. En sus hornos, convertirán esa harina en pan. Quienes lleguen impulsados por esas velas que acaban de ver sin duda pagarán bien por unos bollos recién cocidos. Además, quizá arriben más barcos a lo largo del día. Conviene tener reservas.

Los molinos son ahora unas ruinas pintorescas, un reclamo para los turistas que se acercan a ellos para paladear la nostalgia que emana de su vacío

Uno de los tritones se estremece. Con un gesto repentino, nada hacia donde acaba de aparecer, de entre la penumbra de la orilla, una hembra. Ya junto a ella, curva su cola hacia uno de sus costados y comienza a hacerla vibrar. Ella va descifrando el espectrograma. Suena a futuro. También a pasado. A estirpe.

Levanta entonces tu mirada. El riachuelo y los tritones siguen ahí. Quizá también el mastín y las cabras, y las libélulas. Pero no los campos de trigo, de centeno y de maíz. Ni las gentes. Si acaso, hay dos o tres personas. El dueño de esos animales. Algunos senderistas. Lo que durante siglos fueron campos de mieses es hoy una extensión de zarzas y de helechos. Y sobre todo, de eucaliptal.

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Molino de agua gallego antiguo en madera.

Los molinos son ahora unas ruinas pintorescas, un reclamo para los turistas que se acercan a ellos para paladear la nostalgia que emana de su vacío. El riachuelo continúa desviándose por sus canales hacia su interior. Parece empeñado en escuchar de nuevo lo que cantaban la rueda, la muela y aquella voz.

Este mismo invierno cerró la última panadería que quedaba en el pueblo. Hace ya tiempo que la harina llegaba de otro lugar, en furgoneta. Ahora lo hacen las barras, las bollas, los bollos, las empanadas, los bizcochos… No muchos. Fuera del verano, la mayoría de las viviendas permanecen vacías. Al mismo tiempo, una familia ha puesto en marcha una explotación de agricultura ecológica, y busca un molino tradicional que todavía funcione para moler sus primeras cosechas de trigo. Y en una casa que han arreglado, una pareja llegada de muy lejos lleva tiempo haciendo cada día su propio pan según las instrucciones de un libro de recetas tradicionales.




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