Antonio Sandoval regresa a El Ágora para recordar la llegada a A Coruña, va a hacer 500 años, de medio centenar de indios norteamericanos. Fue el primer traslado masivo hasta Europa de gentes oriundas de aquel continente. Uno de ellos acaso contribuyó, según las crónicas, al trazado de aquella costa en el primer mapamundi científico de la historia, el Padrón Real creado por Diego Ribero para la corona española en 1527
Si fue como cuentan las crónicas que he leído, imagino al indio inclinado sobre la mesa iluminada por varias candelas, la sombra de su exótico perfil recortada contra una pared encalada, la inyección de su mirada hincada en el plano que su señor mantiene abierto ante él. Por la ventana abierta entran la brisa marina, un aroma a pescado fresco y varias voces en gallego, ese idioma que intenta aprender a la vez que el castellano. Hay en su boca un gesto de duda: ¿cómo reconocer su lejana tierra en esas líneas marcadas con tintas negra y roja sobre la extensa carta náutica? El portugués que le acoge desde que llegó a A Coruña ha dibujado en ella varios circulitos bajo una cuña en forma de V muy cerrada, y ha escrito junto a ellos: “C. de muchas islas”.
Diego Ribero, así se llama quien mantiene ahora la pluma entre los dedos, le consulta con la mirada. Es el Cosmógrafo Real de la Corona Española. Su labor cartográfica es alto secreto. El indio, aunque confundido, asiente. Diego Ribera está delineando una sección concreta del litoral que va desde Florida hasta Terranova. Formará parte del que será el primer mapamundi científico de la historia, el Padrón Real que él mismo prepara.
El portugués dibuja un circulito más. Luego, tras decidir que es suficiente, escribe sobre esos trazos: “Tierra de Estevam Gomez. La qual descubrió por mandado de su magestad el ano de 1525: ay en ella muchos arboles…”. Para el indio, esas nuevas manchas en hileras son tan incomprensibles como las otras. De modo que asiente otra vez, según las letras se siguen personando bajo su nariz. Hasta que el portugués termina el párrafo así: “El mantenimiento de los indios es maíz. Son de grande estatura”, y de nuevo se gira hacia él, esta vez muy sonriente. Advierte el desconcierto de su ayudante, y de inmediato, con un gesto de disculpa, le lee en voz alta lo que acaba de escribir, marcando con un índice cada palabra.
El indio no escucha más allá de “Estevam Gomez”. Es porque al oír ese nombre su memoria ha volado, sobre las olas y el tiempo, hacia el día en que alguien se lo nombró por vez primera.
Las olas. El tiempo. Pronto va hacer quinientos años de aquella escena. ¿Vendría a caminar a veces aquel indio por aquí mismo?
He venido al puerto de A Coruña en busca de gaviotas raras. En estas fechas invernales es posible encontrar en estos muelles especies de la costa atlántica norteamericana. Por ejemplo, la gaviota de Delaware.
Fue descrita para la ciencia en 1815 por el ornitólogo norteamericano George Ord, a quien su necrológica (1866) describió como “uno de esos extraños caballeros de una época pasada: un hombre de negocios rico que se retiró joven y dedicó el resto de su larga vida a la erudición”. Sobre todo, a las aves. Su padre había hecho una inmensa fortuna como corsario para los independentistas de Washington durante la guerra contra los ingleses. Luego supo invertirla, de manera aún más provechosa, en la construcción naval. Ord hijo nombró a la gaviota, en atención al sistema científico binomial, “Larus delawarensis”. Larus es gaviota en latín. Delaware es el río en cuya orilla prosperaba el negocio familiar.


Esteban Gómez había navegado frente a la desembocadura del Delaware cuatrocientos años antes de los estudios pajareros de Ord. Quienes allí vivían por entonces eran los Lenape, (“La gente de verdad”). Pertenecientes a la nación algonquina, matrilineales, enemigos de los iroqueses e ignorantes de la propiedad privada, cultivaban en efecto el maíz, vivían en Lenapehoking (“Tierra de los Lenape”) y llamaban a aquel litoral suyo Scheyischbi: «El lugar que se aproxima al océano».
A aquellas alturas de su expedición, el también portugués Gómez debía de estar más que desesperado. Había zarpado de A Coruña varios meses antes, encomendado por la Casa de la Contratación de la Especiería, aquí mismo creada por la corona española, para buscar por el litoral norteamericano un acceso hacia el Pacífico. De haber existido, esa puerta de un océano a otro habría sido la ruta idónea hacia las Molucas. Aquellas islas de lo que hoy es Indonesia producían dos especias que valían más que su peso en oro: la nuez moscada y el clavo de olor. Elcano las había visitado en 1521, durante la primera circunnavegación del planeta, muerto ya su jefe Magallanes. Y aún intentó el vasco regresar de nuevo, en esa segunda ocasión como parte de la expedición comandada por García Jofre de Loaisa, zarpada también desde A Coruña. Pero de camino allá se lo llevó el escorbuto, o quizá la ciguatera, enfermedad causada por el consumo de peces de aguas coralinas, como la barracuda.
Incapaz de encontrar paso alguno, ni nada de valor material que llevar consigo de regreso a España, Gómez fue rumiando una idea casi desesperada. Hasta que un día decidió llevarla a cabo. Tenía un concepto de la audacia bastante personal. Su nao había desertado de la expedición de Magallanes antes de que esta doblara el peligroso cabo de Hornos. Compareció ante la justicia y fue encarcelado por ello.
Ya fuera en Scheyischbi, como lo llamaban los Lenape, o en cualquier otro lugar de esa larga costa, que en eso no se ponen de acuerdo las crónicas que he leído, Gómez ordenó a sus hombres que capturaran al mayor número de indígenas posible. A continuación, los subió con urgencia a su carabela y se los trajo como botín a este otro lado del Atlántico, para desembarcarlos en este exacto lugar por el que he venido hoy a pasear: el puerto de A Coruña.
No veo ninguna gaviota de Delaware. Sería mucha suerte. Se detectan solo una o dos al año. El río Delaware y su bahía se llaman así, lo mismo que el estado, en recuerdo de Thomas West, tercer Barón De La Warr, colonizador de esa región para los británicos, a menudo a sangre y fuego. En la zona de Virginia se enfrentó a la gente de la célebre Pocahontas. Pero eso sucedió un siglo después de la visita de Gómez.
Las olas. El tiempo. Quinientos años. Medio centenar de indios asomándose desde la cubierta de Gómez al paisaje urbano de A Coruña de entonces. Apretándose entre sí. Susurrándose, sobre todo las madres a los niños, en su lengua.


“Lengua” fue, precisamente, el cometido asignado al que, de entre ellos, acabó como ayudante del Cosmógrafo Real Diego Ribero. Eran “Lenguas” los más hábiles en la traducción, los intérpretes de entonces.
A Gómez no le salió bien la jugada. Lejos de permitirle la trata con aquellas personas, las autoridades le obligaron a liberarlas, y con urgencia. Treinta y ocho fueron bautizados y repartidos por las casas más acomodadas de la ciudad. Trece fallecieron poco después de llegar. A siete se los llevó consigo a la Corte de Toledo, donde rindió cuentas del fiasco de su viaje.
Antes que él, habían visitado parte de aquellas costas norteamericanas al menos Caboto, Corterreal, Verrazano y varias expediciones mercantiles y pesqueras bretonas, normandas y portuguesas. Conocemos que en 1517 unos normandos capturaron en Terranova a siete Beothuks y se los llevaron a Francia. Y que quizá Verrazano raptara a un niño de los brazos de su madre. Pero hasta la expedición de Gómez nunca antes habían llegado hasta aquí tanta gente de allá. El propio Carlos V llegó a interesarse por la suerte de todos ellos en una carta dirigida años después, en 1533, al regidor de esta ciudad.
Imagino al “Lengua” abandonando aquella misma noche la casa de Diego Ribero. Tras haber concluido el mapa, su señor ha cenado y se ha acostado. Y así, mientras el cosmógrafo sueña con tierras que jamás visitará, su criado va recordando aquella otra a las que jamás regresará.
Camina por entre oscuras calles al encuentro de los suyos. Procuran reunirse en los muelles cada cierto tiempo, para conversar. Para hacerse más y más preguntas. A veces, también para cantar como cantaban allí.
Sabemos, así lo dejó Ribero por escrito, que aquel “Lengua” se llamaba Diego. Como su señor. ¿Cuál sería su verdadero nombre, con el que le saludaron sus compañeros cuando llegó hasta ellos aquella noche?
¿Y cómo serían aquellos indios? De su aspecto, ¿qué llamaría más la atención a los coruñeses de entonces? Verrazano describió así a los que encontró en lo que hoy es Rhode Island: “Nos superan en tamaño y son de tez muy blanca, algunas se inclinan más a un blanco y otras a un color rojizo; sus caras son afiladas y su cabello largo y negro, adornado con grandes plumas; sus ojos son oscuros y de mirada afilada, sus expresiones suaves y agradables, muy parecidas a las antiguas».
Si fue como dicen las crónicas que he leído, imagino a Diego el indio alumbrado por la luz de la luna, que llega a la vez del cielo y de reflejarse en las olas que baten al pie del muelle. Explica en voz baja y antigua a sus compadres cómo es, en los mapas, la costa de donde les arrebataron. Habla de circulitos, de cuñas, de letras. De cómo aquel lugar ya no se llama Lenapehoking, la “Tierra de los Lenape”, sino “Tierra de Esteban Gómez”.