Antonio Sandoval repasa en esta nueva entrega de su columna algunos títulos recientes que merece la pena leer – o regalar- en estas épocas de fiestas familiares. Reflexiona también sobre la literatura y su influencia en la experiencia vital, como si esta pudiera verse como una biografía de lecturas acumuladas en la memoria, y hace un elogio del libro, como objeto único, material y artesanal del que cuesta desprenderse
Estos días de reencuentros y regalos no dejan de entrar y salir de casa, igual que palomas mensajeras, más y más libros de todos los tamaños, contenidos y extensiones. Cada vez que recibo uno de manos amigas, me lo represento casi como una criatura. Pienso: este volumen en concreto, ¿cuánto tiempo habrá estado esperando en una librería para, un día, salir volando exactamente hacia aquí?


Tengo a un lado de mi mesa una pila con los llegados a lo largo del último mes. El que ocupa el basamento de la columna no es el que lleva más tiempo. Quien cumple esa tarea, fruto del cálculo de estructuras, el de mayor volumen y peso de su papel: La Luna. Símbolo de transformación, una monografía sobre los mitos asociados a nuestro satélite, firmada por Jules Cashford (Atalanta, 2018; trad. de Francisco López Martín). Sus 644 páginas repletas de ilustraciones son la mejor raíz posible para ese árbol que he plantado en mi mesa.
Su copa es, por el momento, Mi carta más larga, la autobiografía de la senegalesa Mariama Bâ (Wanafrica ediciones, 2019; trad. de Sonia Martín Pérez). Me lo ha regalado mi amigo Rafa, quien supo de él hace unos años, en una playa del sur de Italia: se lo recomendó un vendedor ambulante de libros, también senegalés, que recorría aquella costa con una mochila llena de papel a la espalda. En los meses de invierno, le dijo, buscaba cualquier trabajo en Milán. En verano le iba bien repartiendo lecturas a pie por aquella costa. Comienza así: “Aïssatou, recibí tu carta. Mi respuesta es este cuaderno, punto de apoyo en mi desamparo: nuestra larga experiencia me ha enseñado que las confidencias ahogan el dolor”. Y dos párrafos después: “Si los sueños mueren con el correr de los años y la realidades, yo conservo intactos mis recuerdos, la sal de la memoria”. No he podido pasar de ahí. Ignoro lo que sigue, pero ya palpita.
Como en cada pájaro que observo, en cada libro que abro por vez primera juego a adivinar una fracción mi destino: ¿a dónde llevarán sus páginas mi mirada?
Los augures etruscos y romanos practicaban la adivinación observando las aves que atravesaban una sección concreta del cielo. Ascendían a un promontorio destacado, el auguraculum, y desde él delimitaban imaginariamente una sección del firmamento con su bastón sagrado, el lituus. Ese espacio así creado era el templum. A continuación procedían a estudiar con todo detalle los movimientos de los pájaros que por él pasaban: cuáles eran, en qué dirección y cómo volaban, cómo sonaban sus voces, también sus alas, al rozar la brisa o el viento.


Contemplo esa columna de recién llegados, y las otras dos que cubren mi mesa (lecturas para regalar, lecturas para trabajar), y las estanterías atestadas de libros que me rodean, y es como si todas esas ramas y troncos conformasen el dosel arbóreo de un templum por el que van y vienen los recuerdos de mis lecturas, para que yo los interprete. ¿Qué se supone que debo adivinar al evocarlos?
En la columna de libros que regalar están los que ya he leído y considero que deben llegar a otras personas. No esos en concreto, que esos me los quedo, sino sus hermanos, unos seres casi idénticos que brotaron el mismo día en la misma imprenta, pero con un sino final diferente. Regalar un buen libro es implicarte en el destino de otra persona. Regalar un buen libro que ya has hecho tuyo, el volumen en concreto que te ha acompañado por donde no imaginabas volar, es casi como recortarte un trozo de tus alas. Solo a veces lo hago.
Una de las obras de esa columna es El infinito en un junco, de Irene Vallejo (Siruela, 2019). Busco una marca que dejé en una de sus páginas y leo: “Un grupo de operarios llega de madrugada a las riberas del río para segar juncos, y el susurro de sus pasos despierta a los pájaros dormidos, que levantan el vuelo desde el cañaveral”. El río es el Nilo. La escena tiene lugar uno o dos milenios antes de nuestra era. Esos hombres han bajado a la orilla del agua en busca de la materia prima con la que luego se fabricarán papiros, los primeros soportes portátiles y ligeros para la escritura y la lectura, antepasados, con los pergaminos, de los actuales libros. La obra de Vallejo es una amenísima historia de la creación de todos esos artefactos. Y de las librerías, las bibliotecas, las modas literarias… Sobre todo, en el mundo clásico. ¿Cómo, hacia dónde, y con qué sonidos, volarían las aves despertadas por los cortadores de papiro?


De entre la infinidad de relatos que han colmado mi felicidad lectora pasando las páginas de El infinito en un junco, acudo justo ahora al recuerdo de aquellos que refieren cómo, hasta no hace tanto, los textos aún se leían en voz alta, tanto para otros como para ti mismo. Entonces mi memoria, igual que un perro viejo trayéndome un palo para volver a jugar, recuerda la portada del número 1 de la revista Litoral en su tercera y efímera época, cuando en México, allá por 1944 intentaron revitalizarla José Moreno Villa, Emilio Prados, Manuel Altolaguirre, Juan Rejano y Francisco Giner de los Ríos.
Me levanto y voy a buscarla. Debo agacharme hasta un primer estante. Aquí está. Emerge de entre otros libros como del pasado más remoto, pero no como un fósil, sino tan ligera y flexible, era inevitable, como un junco. Bajo el subtítulo Cuadernos mensuales de poesía, pintura y música, en negro sobre un azul desvaído por el tiempo, un ave posada en la copa de un árbol arroja lenguas ante sí. Según se explica en su interior, es una paloma. Aparece ahí como consecuencia de una leyenda que Alexander von Humboldt recogió en su visita a México, junto al pico Colhuacan, el Ararat azteca, a principios del S. XIX: “Los hombres nacidos después del diluvio eran mudos. Una paloma posada en el árbol les reparte las lenguas representadas en forma de pequeñas comas…”.
Imagino de repente lo que podría ser uno de mis emblemas. Yo recién nacido, va a hacer 53 años, y sobre mí un ave de cuyo pico, como una lluvia, emanan los mejores libros de cuantos leeré a lo largo de mi vida, aquellos que determinarán en buena medida quién seré. Cada uno de ellos como una coma, excepto el último. Tan real llega a ser esta visión, que hasta intento leer los títulos que me deslumbrarán en los próximos años. ¿Estará ya alguno de ellos en esa columna que tanto ha crecido estos días?
«Llega un mirlo y se posa en una antena, negro como un grafema. Abro la ventana y lo escucho cantar»
Regreso a mi mesa con ese primer número de Litoral en las manos. Pero no me siento. Es porque algo llama mi atención desde el otro lado de la ventana. Voy hasta ella y me asomo a esa sección rectangular y vertical del cielo que me es tan familiar.
No hay ni una nube. Sobre las azoteas que se apretujan en su pie de página, en su orilla, se extiende limpia la atmósfera azul. Pasan varias gaviotas, una cuadrilla de estorninos, un par de urracas. Llega un mirlo y se posa en una antena, negro como un grafema. Abro la ventana y lo escucho cantar.