La pluma del botánico Bernabé Moya y el pincel del artista Fernando Fueyo nos trasladan esta semana a Ponferrada (León), donde una fascinante planta trepadora lleva casi un siglo erigiéndose como símbolo de la belleza natural escondida que el ojo atento debe y puede ver sobrevivir en los rincones de cualquier ciudad
Entre los monumentos más visitados del casco antiguo de la ciudad de Ponferrada (León), hay uno en el que la vida palpita de una manera especial. Lleva más de un siglo exhalando su delicado y profundo mensaje, que ha calado en lo más íntimo del pueblo berciano. Con su presencia añade una nota de distinción a edificios tan emblemáticos como la Basílica de Nuestra Señora de la Encina o la milenaria Fortaleza Templaria. La Glicina de la Casa de los Escudos, nuestra protagonista, es una fascinante planta trepadora que tiene fijada su residencia en el Museo de la Radio “Luis del Olmo”.
Su explosiva floración primaveral llama a la esperanza cuando más frías y dormidas se muestran las piedras cargadas de historia. Tras el duro letargo invernal engalana, con la ilusión de miles de florecillas violáceas recogidas en grandes racimos, la fachada principal de la residencia señorial. Es difícil pasar ante ella y no emocionarse. Aunque solo le dediquemos una mirada fugaz, la impresión quedará grabada de forma indeleble en nuestra memoria.
La Casa de los Escudos es una noble edificación del barroco tardío construida a lo largo del siglo XVIII. Formada por varios cuerpos, destaca el principal, donde sobresale un amplio balcón de cuerpo volado con jambas molduradas, gola y remate inferior, flanqueado por dos escudos de armas de la familia García de las Llanas. Estas heráldicas tallas dan nombre a la casa solariega y a la Glicina. No menos importantes, al menos por la trascendencia que han tenido como asideros para la pertinaz trepadora, son los sólidos enrejados y barandillas de balcones y ventanas.


Contemplando el grueso tronco, evidencia incontestable de su obstinación y persistencia, no debería extrañarnos que ya en su juventud, y una vez tomara conciencia del escogido lugar en el que pasaría el resto de sus días, aspirara a recoger en fraternal abrazo al edificio que la acoge. No conocemos la fecha ni la mano benefactora de quien la plantó, pero todo parece indicar que tan feliz acontecimiento debió acaecer entre finales del siglo XIX y principios del XX.
La plantación de glicinas en Europa es un hecho de orden histórico y paisajístico que tiene su origen con la llegada de las primeras plantas nativas procedentes de América a Inglaterra a principios del siglo XVIII. La gran explosión se producirá a en los inicios del siglo XIX con la incorporación a las colecciones privadas y jardines botánicos del viejo y del nuevo mundo de las especies llegadas de oriente, de China y Japón. El ambiente social de la época se desvive por el exotismo. El desarrollo industrial revoluciona las comunicaciones facilitando los intercambios comerciales entre los puntos más distantes del planeta. La bonanza económica de la que disfrutan las clases nobles y burguesas les permite acceder a la flora y la fauna de los más remotos lugares, y exhibirlos como un signo de posición y distinción social. Las expediciones de botánicos, geógrafos, naturalistas y aventureros se mueven en el afán de descubrir nuevos paisajes inexplorados y sorprendentes culturas milenarias. En este contexto, las plantas recién descubiertas son testimonio innegable del progreso. Lo exótico está de moda. Y cuanto más extravagantes sean las formas, deslumbrantes los colores y embriagadores los perfumes, mucho mejor.
Para nuestra Glicina, pasar la vida en la ciudad no le ha resultado fácil, tal y como muestra su cuerpo en forma de profundas e imborrables huellas, heridas y cicatrices.
La pasión por las glicinas viene de lejos, y motivos no faltan. En la China central son veneradas desde hace milenios por su abundante, vistosa y deliciosa floración azul-violácea dulcemente perfumada. Pero también por el verde broncíneo con el que se tiñen las hojas recién brotadas tras la floración primaveral. No menos atractivo es el poderoso vigor y la densa frondosidad con la que visten su copa a lo largo del periodo vegetativo. La caducidad del follaje, marcado por el tono amarillo pálido que lucen las hojas durante el otoño; o la bella desnudez de su ramaje invernal, dejando entrever sus poderosas y entrelazadas ramas, resultan cautivadores. Con estos atributos, las glicinas pasaron a acicalar los viejos muros de piedra, las fachadas principales y las fastuosas pérgolas de los edificios más emblemáticos del planeta.
Para nuestra Glicina, pasar la vida en la ciudad no le ha resultado fácil, tal y como muestra su cuerpo en forma de profundas e imborrables huellas, heridas y cicatrices. Lo delata la extraña dirección que toma la inclinación del tronco, contraria a la fachada que lo debía sostener. Fueron innumerables los cables y alambres que, habiendo sido dispuestos con la sana intención de ayudarle a dirigir su crecimiento y facilitarle la escalada, quedaron olvidados y acabaron por estrangular el paso de savia. Ello le obligó a deformarse para tratar de sortear una muerte cierta, de la que muy pocas escapan. Le asían la garganta con mano de hierro, mientras ella se esforzaba en hacer llegar a las hojas el agua vital. Giró, se retorció, y volvió a girar, creciendo de forma asimétrica, tratando de escapar de los férreos lazos que recorrían su cuerpo. Su única defensa era continuar creciendo y no dejar de florecer. En ello le iba la vida: tenía que seguir llamando la atención cada primavera.
Sobrevivir en una ciudad supone una larga y dura odisea, incluso para una planta trepadora. En los bosques originales donde crecen silvestres, las glicinas también necesitan de apoyos sólidos con los que avanzar hacia la luz. No disponen, como otras enredaderas, de estructuras morfológicas especiales como zarcillos, raíces adventicias, espinas o discos adherentes con los que trepar. Su estrategia es otra, se basa en el vigoroso crecimiento anual de sus tallos -que en condiciones favorables pueden llegar a superar el metro de longitud-, y en hacerlos girar sobre su propio eje para facilitarles el entrar en contacto con algún tutor o rama próxima a la que asirse.


En los bosques, les gusta, especialmente, aprovechar las oportunidades que les ofrecen sus vecinos más elevados, los árboles. Ya que disponen de una madera más dura y resistente, y numerosas ramas escalonadas en altura, ofreciéndoles una sólida estructura sobre la que ir sucesivamente encaramándose en su aventurero viaje hacia la bóveda forestal. Una vez instaladas, comienzan a extender sus ramas sobre las copas de los árboles vecinos, y pasan a colgar de ellas sus copiosos, muy dulces y nutritivos racimos creando exuberantes cascadas de flores azules en el corazón de las florestas.
El extraordinario vigor de las glicinas puede ser muy ventajoso en el medio natural, pero, si creces en una ciudad, también suele ser fuente de conflictos. Siguiendo las pautas que rigen su propia naturaleza, la Glicina de la Casa de los Escudos alcanzó en muy poco tiempo la cubierta de pizarra de la edificación. Este tipo de cerramiento tradicional, basado en la habilidad para entretejer lajas de piedra, ofrece un buen aislamiento y estanqueidad a la hora de evacuar la presencia del líquido elemento, independientemente de su estado, sea en forma de hielo, nieve o granizo. Pero, como bien sabemos, es estructuralmente frágil y sensible a la presión y a los movimientos laterales entre las lajas. Esa es, desdichadamente, la forma en la que el crecimiento de una glicina interactúa con un tejado, sea de teja o de pizarra.
A causa de ello, y desde la más temprana edad, el crecimiento en altura fue limitado por las podas. Esta contrariedad acabó interfiriendo en su táctica de acceder lo más deprisa posible a lo más alto. Un malentendido que acabó instaurando una dura y silente batalla. Por una parte, los residentes y propietarios, que le deseaban lo mejor, trataban de impedir a toda costa que las ramas invadieran la parte superior del edificio. La Glicina no debía saberlo, pero si en su crecimiento causaba la destrucción del soporte que la sustentaba, precipitaría su propio fin. Desde luego, aunque aquella también fuera su residencia, quedaba claro que desconocía cómo funcionaba. Estas situaciones suelen plantearse a menudo en la convivencia entre humanos y árboles. Aunque nos deseemos lo mejor, y desde luego los necesitamos, no los conocemos lo suficiente como para ponernos de acuerdo, respetarlos y de esta forma envejecer tranquilamente juntos.
Ante este tipo de situaciones solemos responder cortando por lo sano, y tantas veces como sea necesario. Esto hizo mermar la fortaleza del tronco y de las ramas, que acabaron por separarse de la fachada. La Glicina de la Casa de los Escudos pudo sobrevivir gracias a su vigor extraordinario y a que algunas de las ramas quedaron sólidamente aferradas a los balaustres y barandales de los balcones y de las rejas de las ventanas. Ellos han sido los verdaderos asideros que le han permitido continuar agarrada a la vida. Afortunadamente, el espectacular mensaje de su floración triunfó, y los sucesivos inquilinos, agradecidos, acabaron cediendo a sus cada vez más gruesas y musculosas ramas algunas de las privilegiadas vistas al Castillo Templario.
«La ciudad cambia, y tras algunos periodos de excelencia vinieron otros más austeros, hubo incluso quien planificó su final, pero también quienes se opusieron tenazmente a ello. Y triunfaron.»
Sí todo esto sucedió en la parte más visible del monumento, no es menos duro lo que aconteció en la parte más misteriosa y oculta a la que le prestamos menos atención: las raíces. La Glicina ancla sus raíces en plena calle Gil y Carrasco para obtener el alimento -explorando la riqueza del suelo las raíces cubrieron una distancia de más de veinte metros-. Pero pronto la calle empezó a cambiar, a transformarse, y con ellas llegaron las infraestructuras subterráneas. Estas sustanciosas y necesarias mejoras para la vida urbana trajeron para nuestra planta algunos problemas. Se le redujo el espacio subterráneo vital y se seccionaron las raíces, aumentando las dificultades para conseguir el agua, los nutrientes y el imprescindible oxígeno con el que respirar. Pero en esta “disputa” radicular hay un aspecto de notable interés a su favor, en ninguna de las restauraciones y rehabilitaciones llevadas a cabo en el edificio se han detectado daños en los cimientos causados por las raíces de la Glicina.
La ciudad cambia, y tras algunos periodos de excelencia vinieron otros más austeros, hubo incluso quien planificó su final, pero también quienes se opusieron tenazmente a ello. Y triunfaron. Finalmente, se produjo un nuevo esplendor y, con él, las imprescindibles restauraciones y rehabilitaciones fueron llegando a los monumentos del casco histórico de Ponferrada. La semilla que era la Casa de los Escudos se transformó en un fruto sin igual, pasando a ser la sede del Museo de la Radio “Luís del Olmo”. Una maravillosa metamorfosis y una excelente oportunidad para que la Glicina pudiera continuar trasladando sus mensajes con mayor eficacia.
Pero, frecuentemente, los árboles son los últimos de la fila, especialmente en cuanto a la restauración de monumentos se refiere. El peso de las adversidades que se habían ido acumulando a lo largo de aquellas interminables batallas estaba a punto de pasarle cuentas. Extenuada, casi exhausta, el estado de salud se agravó, la aparente robustez se vio comprometida y el futuro se presentó incierto. Necesitaba urgentemente que se le prestara verdadera atención. Tras los estudios pertinentes, el diagnóstico no dejó lugar a dudas. El colapso era inminente. Se hacía imprescindible instalar toda una serie de apoyos para reforzar la estructura, que, “Entre-Tejidos” escultóricamente han venido a restituir su mermada fortaleza, al tiempo que simbolizan la íntima relación que los vecinos y residentes en tierras bercianas mantienen con ella, y con la discreta pero abundante vida que acoge en su seno.
Son demasiado escasas las ocasiones en las que una planta pasa a formar parte de la historia, de los sentimientos y de la memoria de una ciudad. Les animamos a reconocerlos y a recuperarlos. Afortunadamente, el pintor Fernando Fueyo ha sido el encargado de inmortalizarla para la posteridad en la obra que ahora se presenta: La belleza del silencio.
