Borrascas desde el más allá - La Mirada del Agua - EL ÁGORA DIARIO

Borrascas desde el más allá

Por Antonio Sandoval Rey

El naturalista y escritor Antonio Sandoval nos guía entre nubes negras y espumas agitadas para contarnos en clave poética el viaje de las borrascas atlánticas, esas que cada otoño e invierno azotan Europa tras recorrer miles de kilómetros de mar abierto

Se llamaban Vinlandia, Hy Brasil, Antillia, la isla del paraíso de San Brandán, la isla de las Siete Ciudades… En muchas de las más antiguas cartas de navegación del océano Atlántico norte, trazadas cuando los europeos comenzábamos a explorar esa inmensidad marina tan a menudo bronca y agitada, figuran con esos nombres pequeños archipiélagos que solo se conocían por relatos, rumores o noticias indirectas. O porque ya habían aparecido en una carta anterior, en la que se basaba la nueva, y tampoco era cuestión de eliminarlas sin más, cuando, a pesar de todo, acaso sí existieran…

¿Cómo sería por entonces asomarte desde un alto acantilado hacia el más allá oceánico, mientras recibías en tu rostro el aliento de la distancia? Imagino en cualquier finisterre de aquella a un erudito medieval con su imaginación lectora repleta de geografías eventuales, todas tan probables como improbables. Su olfato trata de descubrir vestigios aromáticos de esas islas en un viento que llega, más veloz que el tiempo, sobre unas olas encrespadas. Cierra sus ojos, inspira con fuerza, cata el ventarrón, discrimina en él salados matices y termina por abrigarse, del frío y del fracaso, con su capa y su condición de hombre entregado a la duda sistemática.

Cuando vuelve a abrir los ojos, pasa ante él, poco más allá de las rompientes, una bandada de pequeñas aves. Son del mismo color gris que una borrasca que se precipita hacia esa costa más aprisa de lo esperado.

borrascas

Es entonces cuando a sus espaldas se abren por un instante las nubes, y el sol brilla entre ellas como un foco encendido para iluminar la escena decisiva de una comedia sin otro personaje que él mismo. Se despliega entonces en el escenario un arco iris doble que resplandece sobre un fondo de lluvia oscura cada vez más tenebroso. La bandada de aves titubea sobre las crestas de espuma y termina por posarse en un valle líquido entre las olas.

Son falaropos picogruesos, pero esto el erudito no lo sabe. Sus cabecitas diminutas y erguidas bailan al compás del vaivén pelágico mientras barruntan la inminencia del aguacero. Vienen de muy lejos. De mucho más allá del horizonte. De mucho más allá de donde estarían Vinlandia, Hy Brasil, Antillia, la isla del paraíso de San Brandán o la isla de las Siete Ciudades. Su origen es una tierra todavía desconocida para la inmensa mayoría de Europa, de la que quizá solo sepan algo algunas gentes escandinavas: un lugar frío casi todo el año, pero lleno de vida durante un verano siempre breve.

Mucho tiempo después, se conocerá como Norteamérica. El origen de esas aves es pues es el mismo que el del viento que arrastra ese chubasco denso y furioso que ya se echa encima de ellas, del sacudido litoral y del alarmado erudito, quien corre a buscar refugio bajo una piedra inmensa en la que alguien, mucho tiempo atrás, trazó unos símbolos misteriosos.

Entre los muchos viajeros míticos que se aventuraron hacia el lugar desde donde nos llegan esas galaxias acuáticas recargadas de cúmulos de borrascas, estuvieron San Amaro, el monje Trezenzonio y el propio San Brandán

Hoy, cada otoño y cada invierno, esos convoys de borrascas atraviesan en diagonal, como gigantescos ríos aéreos, la cartografía meteorológica digital accesible desde cualquier teléfono móvil. A menudo tienen forma de galaxia acuática que, compuesta por una infinidad prodigiosa de cuerpos celestes y translúcidos, dibuja un vasto giro entre Canadá y el golfo de Vizcaya. Solo cuando alcanzan las costas irlandesas, británicas, escocesas, galesas, francesas e ibéricas, y descargan aquí su siembra líquida, somos conscientes de hasta qué extremo estamos conectados y dependemos de aquella otra orilla del océano.

No son pocas las aves que lo saben desde hace mucho. Desde mucho antes, de hecho, de que nadie trazara esos petroglifos en la piedra que guarece al erudito, o incluso de que cualquier Homo sapiens hollara lo que hoy llamamos Europa. Entre ellas está la estirpe de los falaropos picogruesos. Sus áreas de cría están sobre todo en el ártico canadiense y en Groenlandia. Son tan pequeños que caben con comodidad en el cuenco de la mano de un niño. Y a la vez, capaces de viajes transatlánticos mucho más dilatados que los de esas borrascas.

Son las hembras las que cortejan a los machos, compiten por el territorio y defienden sus nidos. Y poco más: una vez ponen sus huevos, se marchan, dejando a sus parejas la tarea de incubar y después cuidar de sus pollos. Cuando a mediados de verano estos son por fin capaces de migrar, parten con sus padres rumbo al mar abierto. El destino de la gran mayoría, tras pasar sobre todo frente a las costas occidentales de España y Portugal, son las aguas frente a Mauritania, Senegal, Guinea… Permanecerán en ellas hasta que la primavera les avise de que ha llegado el momento de regresar hacia el norte.

Un ejemplar de falaropo picogrueso (‘Phalaropus fulicarius’) con plumaje de invierno.

Entre los muchos viajeros míticos que se aventuraron hacia el lugar de donde provienen cada verano los falaropos, y de donde nos llegan esas galaxias acuáticas recargadas de cúmulos de borrascas, estuvieron San Amaro, el monje Trezenzonio y el propio San Brandán. O los marinos protagonistas de esos relatos irlandeses denominados genéricamente ímmrama o echtra, quienes llegan a archipiélagos paradisíacos situados a varios días de navegación de su tierra, para encontrar en ellos gentes que disfrutan de una juventud eterna.

El erudito, todavía bajo la piedra colmada de símbolos antiguos, hace memoria de todas esas fuentes. Y como no para de llover, también de las que recogen los viajes del griego Piteas. Y de esa novela perdida de Antonio Diógenes que menciona Focio, el patriarca de Constantinopla, y que situaba a sus personajes en ciertos mundos maravillosos más allá de Thule.

Pasan largos los minutos, y no escampa. El erudito saca de bajo su capa un poco de queso y de pan y se los come pensativo. Cuando termina, extiende la mano, deja que la lluvia la llene, se la lleva después a la boca y bebe. Esta vez, sin buscar matiz alguno en la frescura que colma su boca.




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