El naturalista Carlos de Hita vuelve a El Ágora con un nuevo post. En esta ocasión, nos trae el sonido de la selva y los bosques. Un patrimonio sonoro de hace millones de años que te envuelve y te hace formar parte de algo que poco a poco está desapareciendo
El aire convertido en agua o cuando la magia deriva de la física. Ya que es un fenómeno de la física atmosférica el que hace posible la presencia de estas selvas húmedas, siempre verdes, a poco más de cien kilómetros de las costas saharianas y del desierto más grande del planeta. La lluvia suministra el mayor aporte de agua, pero es la niebla, el manto húmedo de los mares de nubes formados por los alisios que soplan desde el nordeste, la que trae la humedad, poca pero continua, que mantiene siempre verde a este monteverde.
Las microgotas de niebla se depositan en las hojas, escurren por el ápice, empapan los troncos, gotean desde las ramas. El suelo crepita, hay una suave llovizna bajo las copas, aunque el sol luzca con fuerza por encima del dosel arbóreo. Y esa humedad en el ambiente colorea las voces de las aves. El timbre de mirlos y herrerillos brilla, en contraste con los arrullos roncos de las palomas de laurisilva, la turque y la rabiche. En los barrancos, además, las paredes húmedas de roca volcánica actúan como espejos y amplifican los sonidos.
Con la caída de la noche el elenco cambia, pero la acústica y eso que llamamos silencio (en realidad, la serenidad del fondo del bosque) son los mismos. Una becada sobrevuela en círculos, las ranitas meridionales croan desde cualquier charca y las llamadas pulsantes de los búhos chicos pespuntean la noche. La niebla sobrevuela las selvas; bajo los lauros, aceviños y viñátigos parece que sigue lloviendo.
