Claudio de Lorena, el agua y el ideal clásico de paisaje

Claudio de Lorena, el agua y el ideal clásico de paisaje

Por Julián H. Miranda

Nuestro experto en arte Julián H. Miranda repasa esta semana la vida y sobre todo la obra de Claudio de Lorena, pintor francés establecido en Italia que destaca como uno de los grandes paisajistas clásicos de todos los tiempos

En la historia del paisaje hay algunos nombres que sobresalen en las diferentes escuelas pictóricas del viejo continente. Uno de ellos, sin duda, es Claudio de Lorena (Chamagne, ca 1600- Roma, 1682), uno de los mejores paisajistas del siglo XVII, con encargos de muchas de las monarquías europeas y hombres poderosos de su tiempo como los que tuvo por parte del Conde-duque de Olivares para decorar el palacio del Buen Retiro del rey de España, Felipe IV. Por eso actualmente el Museo Nacional del Prado cuenta con uno de los mejores conjuntos de pinturas salidas de la mano del pintor francés, que pasó la mayor parte de su larga vida en Italia.

En 1984, Juan José Luna, conservador del Museo del Prado, comisarió una exposición muy importante, Claudio de Lorena y el ideal del paisaje clásico del siglo XVII, que reunía pinturas y esculturas de varios creadores que definieron ese canon artístico del Seicento con su modo de captar la naturaleza. No hay que olvidar que su fuerza compositiva sirvió de inspiración en la escuela francesa de su siglo y del XVIII y guió a artistas como William H. Turner o Corot, entre otros.

Claudio de Lorena. Paisaje con el entierro de Santa Serapia. Hacia 1639. Óleo sobre lienzo, 212 x 145 cm. | Museo Nacional del Prado. Sala 002

Precisamente fue Juan J. Luna – fallecido en 2020 por el Covid y que donó al Museo del Prado casi todos sus bienes- quien se convertiría en muy buen amigo mío y me llevaría unos años después a descubrir cómo Claudio de Lorena desarrolló un nuevo concepto plástico para captar el paisaje, ya fuera por la luz y las estaciones. Y sobre todo me enseñó cómo de su paleta sabía trasladar composiciones equilibradas, armónicas, con una evocación bucólica que nos retrotrae a los versos de Virgilio y a una contemplación de la naturaleza, en un estado cercano a la felicidad. Todo esa plenitud alcanzada del natural, junto a arquitecturas, puertos y masas de árboles en el bosque me suscitó curiosidad. Aprendí mucho con Juan Luna sobre el modo de componer y de introducir las figuras, de estudiar la luz y de crear una atmósfera que despertara la ensoñación del espectador.

Desde muy joven Claudio de Lorena se inclinó por el arte y como hicieron muchos jóvenes pintores se trasladó a Roma y más tarde a Nápoles cuando era poco más que un adolescente. En la Ciudad Eterna conoció al pintor italiano, Agostino Tassi, quien le enseñó la tradición del paisaje lírico, clasicista, siguiendo la estela de algunos creadores de las escuelas del Norte. Lorena le cogió el gusto a pintar escenas panorámicas, representando puertos de mar y barcos. En 1625 regresó a Francia con todo este bagaje plástico pero dos años después volvió a Roma, ciudad en la que trabajó el resto de su trayectoria.

Claudio de Lorena. Paisaje idílico con la huida a Egipto, 1663. Óleo sobre lienzo. 193 x 147 cm. | Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid

A partir de ese momento y con sus dotes de observación, Claudio de Lorena, reflejó un mundo clásico sutil, refinado, siempre tomando como referencia la campiña de Roma o la magia del entorno de la costa napolitana con torreones cercanos al agua del mar, confiriendo amplitud a los elementos que introducía en sus cuadros. Ya fueran arquitecturas clásicas, barcos, escenas religiosas, la luz del amanecer o del atardecer, sus pequeñas figuras siempre estaban al servicio de esas vistas del natural. Supo extraer poesía con sus pinceles y crear una unidad pictórica e imaginativa gracias a esa inspiración que encontraba en su entorno italiano.

Como expresaba al principio de este artículo, la obra de Claudio de Lorena está muy presente en la colección del Museo Nacional del Prado, con algo más de una decena de pinturas y con otra de su último período en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, comprado por el barón Hans Heinrich Thyssen en 1966. En el caso de las pinturas del Prado abarcan un fértil período creativo, que va desde 1636 a 1644, mientras que Paisaje idílico con la huida a Egipto, propiedad del Thyssen, está datado en 1663.

Se conoce que fue un encargo de uno de sus protectores, Lorenzo Onofrio Colonna. Claudio de Lorena eligió un formato vertical y a ambos lados recreó dos grandes árboles para que las hojas permitieran descubrir la luz, la atmósfera y también una barca con dos figuras y ese característico sol de atardecer. Sitúa la escena nuevamente en un paraje idílico, con ruinas de un templo con un tema ampliamente reproducido como la huida a Egipto, siempre con ese ambiente calmo que desprende la imagen.

Claudio de Lorena. Vado de un río. Hacia 1636. Óleo sobre lienzo, 98 x 131 cm. | Museo Nacional del Prado. Sala 002

Entre las obras propiedad del Museo del Prado y en orden cronológico conviene destacar Vado de un río (1636), en el que el maestro francés vuelve a incluir sobre el fondo de una puesta de sol un puente y un río, como eje para dividir el paisaje. Nuestra vista repara en esos pastores y varios animales, sin olvidar cómo la luz y la naturaleza adquieren todo el protagonismo, algo dramático en este caso, que posteriormente transformó en obras más serenas como Paisaje con Santa María de Cervelló (1637), cofundadora de la orden Mercedaria, a la que representa como una eremita en medio de una naturaleza exuberante, donde no faltan árboles, rocas, ciervos, edificaciones e incluso una población a orillas de un río, todo ello con un ambiente teatral, lo que revelaba una sensibilidad especial a los efectos lumínicos.

Un año más tarde pintó Paisaje son las tentaciones de San Antonio, algo diferente a otras por ser una escena de carácter nocturno, en la que el santo aparece entre ruinas y parece implorar la ayuda de Dios ante la presencia de unos diablillos. Observamos algunas edificaciones y un puente que cruza el río, elementos comunes en otras pinturas.

Claudio de Lorena. Paisaje con las tentaciones de San Antonio. Hacia 1638. Óleo sobre lienzo, 159 x 239 cm. | Museo Nacional del Prado. Sala 002

Tanto estos cuadros como los del bienio 1639-1640 encargados por el monarca español Felipe IV para decorar el Palacio del Buen Retiro se convirtieron en un buen friso de ese modo de pintar del natural. Un buen ejemplo lo representan Paisaje con el entierro de Santa Serapia (1639), en la que el pintor lorenés plantea una cierta ensoñación del monte Aventino, lugar en el que al parecer enterraron a Santa Serapia y Santa Paula Romana, con el fluir del río Tiber y el Coliseo, junto a algunos vestigios de templos clásicos romanos, lo que culminó una obra de gran belleza.

Claudio de Lorena. Paisaje con Santa María de Cervelló. Hacia 1637. Óleo sobre lienzo, 162 x 241 cm | Museo Nacional del Prado. No expuesto

Otra obra de exquisita factura quizá sea un cuadro de ese mismo año, El embarco de Santa Paula Romana, noble viuda romana que se retiró al desierto para orar y hacer penitencia. El momento elegido por Claudio de Lorena fue cuando ella iba a partir desde el puerto de Ostia, recreado con fantasía por el pintor, porque en ese bienio uno de los temas que más y mejor cultivó fueron las escenas en los puertos, capaz de representarlos con mucha libertad, introduciendo una potente luz dorada que llegaba a cegar a quien miraba el cuadro o los edificios de Roma, mientras en primer plano fijaba forzadamente la imagen de la comitiva que despide a la santa, algo que resolvió mejor en otros caso como en El embarco de Santa Úrsula, hoy expuesta en la National Gallery de Londres.

6.- Claudio de Lorena. El embarco de Santa Paula Romana. Hacia 1639. Óleo sobre lienzo, 211 x 145 cm. | Museo Nacional del Prado. Sala 002

De ese mismo período, el Prado exhibe en sus salas Moisés salvado de las aguas, óleo en que Claudio de Lorena escoge el instante en que Moisés es encontrado en la ribera del Nilo por la hija del faráon. El pintor introduce con pericia un paisaje frondoso, con una palmera, un río de gran caudal y una ciudad que probablemente recuerdan más a los alrededores romanos que a Egipto; El Arcángel Rafael y Tobías, en la que este último arranca las entrañas de un pescado para curar la ceguera de su padre, dejando detrás un río caudaloso y dotando a la línea del horizonte de un tono más rojizo con ese halo poético en su narración plástica.

Claudio de Lorena
Claudio de Lorena. Moisés salvado de las aguas. 1639 – 1640. Óleo sobre lienzo, 209 x 138 cm. | Museo Nacional del Prado. Sala 002

Para cerrar, una obra, no expuesta en el Prado, titulada El vado, pintada en 1644, en la que nuevamente Claudio de Lorena fue fiel a los elementos que introducía en su ideal de paisaje; el agua, el cielo, la luz, las arquitecturas elegantes pero decadentes, la masa boscosa, entre otros, todo ello con el objetivo de transmitir un instante calmo y sencillo que conmoviera al espectador tras su contemplación en ese magisterio que parecía detener el tiempo.

Claudio de Lorena
Claudio de Lorena. El vado. Hacia 1644. Óleo sobre lienzo, 68 x 99 cm. | Museo Nacional del Prado. No expuesto

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