Con motivo de la celebración del Día Internacional de la Mujer, el 8-M, el escritor Antonio Sandoval repasa las obras más relevantes de literatura de naturaleza firmadas por mujeres desde el siglo XIX. «Es mucho lo que depende de cómo nos contamos el planeta, y de cómo nos contamos quiénes somos», reflexiona Sandoval, tras invitarnos a leer decenas de obras geniales escritas desde y por el medio ambiente
Nunca miramos sólo una cosa; siempre miramos la relación entre las cosas y nosotros mismos”, explica John Berger en su clásico Modos de ver. Para identificar esa relación entre lo que somos y nuestro alrededor, y para preservarla, o para cambiarla, nos servimos de las palabras. Es por eso que estamos tan hechos de ellas. Lo mismo que nuestra representación de lo que llamamos “la realidad”.
Mucho antes que mediante imágenes, ya fueran pinturas, esculturas, fotografías o representaciones digitales, nuestra especie aprendió a compartir con descripciones y metáforas las complejidades de lo que había visto, soñado, sentido o pensado. Así fue como empezamos a crear inventarios, narraciones o poemas. Entonces sucedió algo. Algo que los lingüistas Edward Sapir y Benjamin Whorf explicaron así: de pronto, el lenguaje ya no sólo servía para comunicar lo que percibíamos, sino que también influía en cómo entendíamos el mundo. En consecuencia, “La manera en que los individuos denominan o describen situaciones influye en la manera en que se comportan ante esas situaciones”.
Esa es una de las claves fundamentales para comprender los sobrecogedores retos medioambientales actuales y futuros. Y para afrontarlos con opciones de éxito. Porque sus causas son fruto, precisamente, de cómo nos hemos contado qué es el mundo, y qué la humanidad.
De ahí que la literatura sea cada vez más crucial.
Quienes en concreto escriben literatura de naturaleza, crean en gran medida con sus textos la percepción que de ella tenemos. Y la que tenemos de nuestra propia condición.
Volví a pensar en todo eso según avanzaba, fascinado y feliz, por las páginas de Una trenza de hierba sagrada, la obra maestra de Robin Wall Kimmerer que acaba de traducir David Muñoz Mateos para la editorial Capitán Swing.


Robin Wall Kimmerer se define a sí misma como científica, profesora y miembro de la Nación Potawatomi. Profesora de Biología Ambiental de la Universidad Pública de Nueva York, es además y fundadora y directora del Center for Native Peoples and the Environment. En este libro, un bestseller inesperado desde que se publicó en inglés en 2013, se nos presenta además como poeta. Y vaya si lo es.
«Robin Wall Kimmerer nos lleva entre bosques y prados por las sendas de la historia, la mitología y la sabiduría etnobotánica de los pueblos indígenas norteamericanos»
Se ha comparado Una trenza de hierba sagrada con una ceremonia que celebra nuestra relación recíproca con el resto del mundo viviente: debemos aprender a escuchar sus voces, y a devolverle los dones que de él hemos recibido. El novelista Richard Powers, autor de otro éxito literario en torno a lo vegetal, la novela El clamor de los bosques, ha afirmado que piensa en esta obra de Robin Kimmerer cada vez que sale a dar un paseo por el campo.
A mí también me ha sucedido estos días. De manera muy especial, con su apertura. Cuenta el mito Potawatomi de Mujer Celeste. Los animales de lo que entonces era solo agua la vieron un día desprenderse del cielo por un rayo de luz. Traía un paquete en su puño cerrado. Los gansos alzaron el vuelo para amortiguar su caída con sus alas. Una tortuga le ofreció su caparazón, para que descansara. Mientras tanto, las demás criaturas decidieron que aquella mujer necesitaba un trozo de tierra para crear su hogar. Pero lo único que había parecido era el cieno del fondo del mar. Varios de ellos intentaron llegar hasta él, sin éxito. Sólo la pequeña rata almizclera lo consiguió. Pero cuando llegó de regreso a la superficie, había muerto. Aún sostenía en su patita un poco de aquella tierra de las profundidades…
Robin Kimmerer continúa así:
«Ven, ponla sobre mi espalda y yo la sostendré», dijo la Tortuga. Mujer Celeste se agachó y con sus manos extendió el lodo sobre el caparazón de Tortuga. Conmovida por los extraordinarios obsequios que le entregaban los animales, entonó un canto de agradecimiento y empezó a bailar, y sus pies acariciaban el cieno. Este creció y creció, extendiéndose gracias a la danza, y de la pizca de barro que había sobre el caparazón de Tortuga se formó toda la tierra. No solo por obra de Mujer Celeste, sino por la conjunción alquímica de su profunda gratitud y los dones de los animales.


Juntos formaron lo que hoy conocemos como Isla Tortuga, nuestro hogar. Como todo buen huésped, Mujer Celeste no venía con las manos vacías. Conservaba aún el paquete en la mano. Antes de caer por el agujero del Mundo del Cielo, se había agarrado al Árbol de la Vida, que crecía allí, y había traído consigo algunas de sus ramas: frutos y semillas de toda clase de plantas. Las repartió sobre la nueva tierra y cuidó de todas ellas hasta que el color de la tierra pasó de marrón a verde.
La luz del sol manaba a través del agujero en el Mundo del Cielo y permitió que las semillas germinaran y crecieran. Por todas partes se extendieron hierbas, flores, árboles y plantas medicinales. Y muchos animales, ahora que tenían abundante comida, vinieron a vivir a Isla Tortuga”.
Son muchas las Mujeres Celestes que, igual que Robin Kimmerer, han sembrado y siembran un cambio de nuestros “Modos de ver” en nuestra concepción del mundo. Lo hacen con sus cantos de agradecimiento, celebración y compromiso. Con su literatura activista, íntima, sabia. Al extenderse, esas creaciones suyas hechas de palabras van dando forma a una idea nueva de la realidad. De la naturaleza. De quiénes somos.
Venimos conociendo a todas estas creadoras de naturaleza gracias a la creciente publicación en nuestro país de textos de lo que se ha acordado denominar Nature Writing. Es curioso, dicho sea de paso, cómo se ha impuesto esta expresión anglosajona a cualquier otra trenzada con el vocabulario de aquí…
Las que siguen son sólo algunas de esas autoras: aquellas que se han hecho un hueco en mi memoria lectora y en algunos de los estantes más especiales de mi biblioteca. ¡Seguro que me quedan muchas por descubrir!


Está, por ejemplo, La tierra de la lluvia escasa de Mary Austin (Volcano), una colección de cuentos y ensayos, escrita en 1903, que nos lleva a los paisajes naturales y humanos del suroeste de Estados Unidos. Colaboradora de Ansel Adams, se sentía tan a gusto entre el mundillo artístico de su tiempo como en las soledades semidesérticas. Una cumbre de la Sierra Nevada californiana lleva hoy su nombre.
El arroyo que fluye por las páginas de Una temporada en Tinker Creek, de Annie Dillard (Errata naturae) trae aguas algo diferentes. Su relación con la naturaleza es mucho más contemplativa y espiritual. La autora encuentra respuestas a las grandes preguntas en los pequeños detalles naturales de un rincón de Virginia. Así es: del otro lado del charco han llegado estas y otras obras fundamentales.
Pionera de todas ellas fue Susan Fenimore Cooper con su Diario rural (Pepitas de calabaza), escrito en 1850, cuatro años antes de que viera la luz el Walden de Thoreau.
La Norteamérica de entonces tenía poco que ver con la de hoy. Su naturaleza, a pesar de haber sufrido ya por entonces muy serios ataques por parte de sus colonizadores europeos, aún mantenía mucho de su vigor.
La desaparición de sus grandes bosques boreales, y de las culturas que vivían en ellos, son escenarios de la novela El bosque infinito, de Annie Proulx (Planeta de libros). A principios de aquel siglo había recorrido parte de Estados Unidos, recién llegado de Sudamérica, Alexander von Humboldt. Andrea Wulf publicó hace pocos años una magnífica biografía suya, La invención de la naturaleza (Taurus). Humboldt fue de los primeros en anunciar los desastres ecológicos que derivarían de una excesiva rapiña de los bienes naturales. Las consecuencias casi dos siglos después, en términos de biodiversidad y a nivel global, nos las describe Elizabeth Kolbert con modélica contundencia en La sexta extinción (Crítica), un texto muy necesario que mereció un premio Pulitzer.
Desde el mundo del pensamiento, Marta Tafalla revisa nuestra relación estética con la naturaleza en Ecoanimal. Una estética plurisensorial, ecologista y animalista (Plaza y Valdés). La más reciente premio Nacional de Poesía, la gallega Olga Novo, escribe de manera extraordinaria e imprescindible en Feliz Idade (Kalandraka editora) sobre un mundo rural que se difumina. Odile Rodríguez de la Fuente lo hace sobre su padre en Félix. Un hombre en la Tierra (Geoplaneta). Mónica Fernández Aceytuno, afincada también parte del año en Galicia, llevó hace dos años a infinidad de lectores de viaje hacia El país de los pájaros que duermen en el aire (Espasa).
Las aves están muy presentes en todas estas obras que vengo mencionando. Para la inmensa mayoría de autores y autoras, siguen siendo los animales más fascinantes. En El ingenio de los pájaros (Planeta de libros) Jennifer Ackerman nos revela por qué es así. También vuelan bandadas, o se escuchan suaves trinos, en las obras de las escocesas Nan Shepherd (La montaña viva, en Errata naturae; otra maravilla), Amy Liptrot (En islas extremas, Volcano) y Kathleen Jamie (Campo visual, Volcano). En H de Halcón, de la inglesa Helen McDonald (Ático de los libros), lo que pasa veloz es un azor.


Brotan otras criaturas en más libros de estas Mujeres Celestes. Ahí están, por ejemplo, El alma de los pulpos de Sy Montgomery (Seix Barral) y Gorilas en la niebla de Dian Fossey (Pepitas de calabaza). También los orangutanes de Birute Galdikas en Reflejos del edén (de nuevo Pepitas de calabaza), las abejas de Un año en los bosques y Desde esta colina de Sue Hubbell (ambos en Errata naturae), o los seres de las profundidades de Un mundo azul de Silvia Earle (RBA).
Acerca del origen de toda nuestra compañía en este misterio que es la existencia, se preguntan Lynn Margulis y Dorion Sagan en ¿Qué es la vida? (Tusquets). En cuanto a La biblioteca del hielo, de Nancy Campbell (Ático de los libros), a donde nos lleva es a los paisajes más fríos del planeta. Una vez en ellos, nos muestra en el hielo las huellas de cómo hemos llegado hasta aquí, incluidas las del giro que nos conduce hacia el crac climático, sobre cuyo empeoramiento, si no corregimos nuestra trayectoria, la ciencia no cesa de advertir con creciente espanto.
«Es mucho lo que depende de cómo nos contamos el planeta, y de cómo nos contamos quiénes somos»


Nuestra Isla Tortuga, este mundo natural que nos ha amparado a lo largo de nuestra evolución como especie, al que debemos cuanto somos, sufre hoy una acelerada crisis que nunca antes había conocido. La retahíla de conmociones que la provocan es ya tan larga como conocida. A la agudización del problema climático se suman la veloz pérdida de biodiversidad, la plastificación de los ecosistemas, la acidificación de los mares… Qué etcétera tan doloroso. ¿Cómo superar, pero de verdad, esta tendencia?
Entre otras soluciones, todas tan bien conocidas como en apariencia difíciles de asumir e implantar por la inmensa mayoría de decisores (¿cómo llamar a este síndrome que todos ellos sufren?), está volver a conversar con el resto de lo vivo. Pero ya no más desde el pedestal de una autoproclamada superioridad, sino ya para empezar desde la asunción de que “Cuando dependemos tanto de otras vidas, se hace evidente la urgencia de protegerlas” y de que, a la vez, “Todos somos producto de nuestra propia concepción del mundo” (Robin Wall Kimmerer).
La concepción del mundo: ahí está la clave. Al menos, una de las más importantes. Es mucho lo que depende de cómo nos contamos el planeta, y de cómo nos contamos quiénes somos. De ahí el papel crucial de cuanto crean con su literatura Mujeres Celestes como Rachel Carson, Robin Wall Kimmerer y tantas otras, las citadas aquí y muchas, muchas más.
