En la bahía de Caneliñas, Galicia, funcionó hasta el año 1985 una de las últimas factorías balleneras de España. El naturalista y escritor Antonio Sandoval recorre esa ensenada en nuestros días recordando los tiempos no tan remotos en los que se mataba a los grandes cetáceos para aprovecharlos comercialmente
La rampa de cemento, de unos cuatro metros de ancho y un poco cóncava, parte de la boca cuadrada de una vacía, fea y ruinosa nave industrial. Las paredes exteriores de esta, levantadas a base de bloques de hormigón, están parcialmente tapizadas por un amplio lienzo de hiedra. Todo alrededor crece una vegetación farragosa y redundante.
Me asomo al interior de la nave desde la puerta caída de una verja perimetral, agujereada aquí y allá como por una carcoma. Esos huecos son como una invitación a que te cueles. A que penetres con recogimiento y escalofrío en esa especie de templo; y a que una vez dentro, a la luz aguamarina de sus claraboyas, bajo sus techos de uralita a dos aguas, y rodeado por el tipo de vacío que parece contener todos los ecos, evoques lo que durante tanto tiempo sucedió aquí.
La rampa continúa después a través de unas dunas leves, y de una playa de arenas finas, cubiertas por abundante arribazón de algas pardas, pedazos de conchas y esa multicolor orla de desechos de origen humano tan habitual en todos los litorales del mundo. A uno y otro lado, varias lanchas sestean a prudente distancia de las olas, para que no se las lleve ningún temporal.
Corre hoy un viento frío de marzo, un aliento a ráfagas que llega chapoteando sobre el océano desde del suroeste, trepa después por esa lengua y entra en esa boca, como para rebuscar, también él, respuestas en su interior. Viene de por donde el horizonte es rectilíneo y líquido. Y como de atravesar otra puerta más, una cuyo dintel es el cielo, y su jamba occidental el cabo de Fisterra, término de tantos caminos. La oriental es la costa de Carnota, coronada por ese otro emblema granítico que es el monte Pindo, donde se dice que habitó la Raíña Lupa, aquella que, según la narración recogida en el Códice Calixtino, envió de manera malintencionada a quienes traían el cuerpo del Apóstol Santiago a ver al rey de Duio, un lugar precisamente al norte de Fisterra.
Me subo la cremallera del chubasquero y continúo por la rampa hasta donde esta se introduce en lo profundo de esta estrecha bahía de Caneliñas para desdibujarse braza a braza bajo la pleamar. Por aquí subieron durante décadas, hasta esa nave que ahora tengo a mis espaldas, arrastradas por cables y dejando tras de sí un rastro de sangre que los camarones se aprestaban a devorar, decenas y decenas de ballenas, para ser descuartizadas y cocidas. Se dice nunca se vieron aquí tantos camarones como en aquellos años. Esta factoría fue en origen creada por unos noruegos en 1914, y retomada años después por un grupo de inversores gallegos. Trabajó hasta 1985, a partir de cierto momento con asesoramiento de técnicos japoneses. Sabemos por ejemplo que en 22 meses de la segunda mitad de los años veinte se procesaron aquí 1.295 ballenas. Una media de casi dos por día.


«Las ballenas se dedicaban a fabricar aceites alimentarios e industriales, lubricantes, pinturas antioxidantes, excipientes, cosméticos y jabones, lápices de labios, fijadores de perfumes…»
Voy y vengo por la arena, levantando algas y plásticos, mojándome las botas en la espuma, hasta encontrar una astilla de hueso de una de ellas. El tiempo la ha redondeado hasta convertirla en una ligera y porosa piedra pómez que ahora flota en mi imaginación. Llenan esta escenas de rorcuales comunes, norteños y aliblancos, y también cachalotes. Se revuelcan en las olas. Saltan fuera de ellas para caer luego con fenomenales explosiones líquidas. Lanzan al cielo sus surtidores, como para empapar las nubes. Intentan después escapar a su velocidad cetácea del acoso de un buque que les da caza. Reciben en sus lomos brillantes el impacto de arpones lanzados desde cañones. Comienzan a morir mientras aún pretenden huir de la muerte. Hasta que se agotan. Son amarrados a un costado de esos buques. Mientras todavía agonizan, se les hincha de aire para que floten. Se los trae hasta aquí.
Aquel rey de Duio aprisionó a quienes traían el cadáver de Santiago el Mayor, pero estos pudieron escapar. Y a pesar de todo regresaron a ver a la Raíña Lupa, quien se la volvió a jugar: los envió a un monte donde habitaba un dragón temible. De nada sirvió. El dragón fue vencido por los símbolos cristianos. Pero aún hubo un tercer engaño. Lupa les ofreció a continuación, para conducir a su muerto tierra adentro, un carro que resultó estar tirado por unos feroces toros salvajes. También estos fueron domados gracias a cruces y rezos.
Los toros que acarreaban rorcuales y cachalotes dentro de la boca de esta nave industrial, para ser dentro de ella masticados y deglutidos, eran mecánicos. Motores. Grúas. Poleas. Tras el procesamiento industrial de aquellos cadáveres inmensos, lo obtenido se destinaba, entre otros fines, a la celebración de mil y una eucaristías propias de nuestra era: aceites alimentarios e industriales, lubricantes, pinturas antioxidantes, excipientes, cosméticos y jabones, lápices de labios, fijadores de perfumes…


Justo al norte de Duio, aquel lugar donde Lupa envió a ver al rey local a aquienes traían a Santiago desde Jerusalén, y pasada la estrecha playa de Arnela, está uno de los castros de la edad de hierro más impresionantes de cuantos existen en Galicia. No es demasiado conocido. Cubierto por la vegetación, su gran silueta verde fácilmente te puede pasar desapercibida. Hasta que sabes que está ahí. Entonces se convierte la médula de todo ese paisaje. Lo domina igual que un síntoma: es a la vez memoria y oráculo; todo él conjetura. Para alcanzarlo, hay que dejar el coche en la aldea de Castromiñán y, tras atravesar un pinar en el que los vientos se pierden como por entre las cuerdas de un arpa múltiple, caminar luego por un terreno abierto que cada primavera las alondras siguen regando de música desde el azul, tan altas e invisibles como si cuanto de ellas existiera fuera su salmo cristalino. Llegas entonces a un istmo a cuya izquierda se desploman sobre un acantilado inmenso las aguas de una fuente oculta tras unos juncos. Manan al pie de un monte que llaman O Castelo. Frente a él se levanta el doble amurallamiento del castro, con vistas a los cabos de Touriñán y A Nave, y a las playas de Rostro y Nemiña. Es otro fin del mundo más, también rodeado de océano. En su cúspide, en su croa, cuentan que hubo una torre.
¿Quiénes vivieron allí? ¿Qué hablaban, por quiénes se tenían? Según los historiadores romanos, pertenecían al pueblo de los Neri: los “fuertes”. Atravesaban este mar en embarcaciones de cuero, probablemente no muy diferentes de las currach irlandesas que sí han sobrevivido hasta hoy. Hay quien ha propuesto este lugar como uno de los emplazamientos de las tres Aras Sestianas, unos altares dedicados al emperador Augusto por Lucius Sestius Quirinales, gobernador de la Hispania Citerior entre el 22 y el 19 a.C., que fueron levantados en esta costa noroccidental de Iberia según refirieron Mela, Plinio o Ptolomeo.
Entre las olas al pie de ese castro de O Castelo o de Castromiñán, un poco mar adentro y durante otro imperio muy diferente, o acaso no tanto, naufragó entre espasmos de fuego y bocanadas de gases un dragón mucho más abominable que el que tuvieron que afrontar los acompañantes del cuerpo del apóstol por culpa de la Raíña Lupa. Se llamaba Casón, y su agonía provocó en diciembre de 1987 la muerte de 23 de sus 31 tripulantes, todos de nacionalidad china, así como la urgente evacuación de cerca de 15.000 personas que vivían a varios kilómetros a la redonda. Armado con bandera panameña en 1969, el Casón transportaba más de 1.000 toneladas de productos químicos, tóxicos y corrosivos, algunos de ellos inflamables al contacto con el agua. Todavía hoy se discute si en sus contenedores no habría además materiales radioactivos.


«En las temporadas más recientes, hasta se han avistado ballenas azules frente a las Rías Baixas y la Costa da Morte»
Por entonces, en el invierno del Casón, apenas aparecían ya por aquí ballenas. La moratoria a su caza, aprobada en 1982 por la Comisión Ballenera Internacional, había entrado en vigor un año antes. Pero la masacre global había sido tan eficaz durante ese siglo, que aquí en Galicia ni siquiera podías contar con tener la fortuna de ver una ellas. Durante las muchas horas que pasé durante esa y las décadas siguientes escrutando las olas desde los cabos gallegos para ver y contar pardelas, alcatraces o charranes, solo llegué a descubrir una. Surgió gigantesca de un mar oscuro para desaparecer de inmediato en él. Fue como un fugaz guiño oceánico. No supe qué creer. Durante mucho tiempo dudé si la habría soñado despierto.
Luego todo empezó a cambiar. De nuevo comenzaron a verse con frecuencia ballenas en estas aguas, sobre todo a partir del cambio de siglo, y en los últimos 10 años. Ahora incluso se organizan excursiones en barco para ir a su encuentro. En las temporadas más recientes, hasta se han avistado ballenas azules frente a las Rías Baixas y la Costa da Morte. Yo mismo he llegado a ver rorcuales a diario frente a Estaca de Bares. Algún día, hasta cinco juntos.
Con la astilla de hueso en mi puño, igual que un talismán que me defienda de dragones, camino hasta el muelle de piedra que cierra esta bahía de Caneliñas, en apariencia también abandonado y ruinoso. Hay una sola gaviota posada en su extremo. Para llegar hasta allí he de pisar con cuidado entre algunos sillares de granito arrancados por la fuerza del mar. La gaviota alza el vuelo sin prisa, se deja levantar en el viento de marzo y, tras volar unos metros, se posa en unas rocas próximas. Desde allí me observa.
Sopeso el pedazo de hueso en mi mano, ahora abierta. Como un paleontólogo, intento recrear a quién perteneció. Su volumen. Su fuerza. Su vitalidad. Su muerte. Entonces arrojo este hueso lo más lejos que puedo. Hacia el interior de otra puerta más.
