La naturaleza en el arte y la cultura estadounidense ha tenido una irradiación poderosa en los libros de Henry David Thoreau, uno de los primeros conservacionistas de los recursos naturales, y en los versos de Walt Whitman en los que elogiaba la naturaleza y el papel del ser humano en ella, o bien en las pinturas de artistas de los siglos XIX y XX, cuyas composiciones suponen una mirada a un territorio amplio, donde no faltan los bosques, ríos y lagos y se dan la mano el medioambiente, la historia, la ciencia y la vida urbana, entre otros temas representados. Ahora, como cierre a los actos conmemorativos del centenario del nacimiento del barón Hans Heinrich Thyssen-Bornemisza (1921-2002), el Museo Thyssen presenta hasta el 26 de junio Arte americano en la colección Thyssen, que reúne alrededor de 140 pinturas, la mayoría coleccionadas por ese gran mecenas de las artes durante tres décadas, y que ha sido comisariada por Paloma Alarcó y Alba Campo. La muestra cuenta con el apoyo de Terra Foundation for American Art y la colaboración de la Comunidad de Madrid.


Observar este conjunto de cuadros, en las salas 55 a 46 de la planta primera del museo, es una ocasión única para acercar al público una trayectoria rica, variada y compleja de los últimos dos siglos de las artes plásticas en los Estados Unidos de América, caracterizados por la gran transversalidad donde caben aspectos de género, etnia, clase social, de la vida en la naturaleza, pero también en las urbes.
Para una mejor comprensión el recorrido se ha articulado en cuatro secciones temáticas: Naturaleza, Cruce de culturas, Espacio urbano y Cultura material, que a su vez se dividen en varios apartados para ayudar a establecer un diálogo de diferente datación y autores para definir una mirada de los siglos XIX y XX de un arte no muy conocido en nuestro país, salvo los artistas del siglo XX como Hopper, Georgia O’Keeffe, Pollock, Rothko o Rosenquist, entre otros.
“El primer paisajismo americano fue una adaptación de la tradición romántica europea a la exuberancia del Nuevo Mundo”


Precisamente en la primera sección, Naturaleza, encontramos el modo de abordar el paisaje, porque el concepto y las posibilidades de los espacios naturales en la joven nación norteamericana resultó esencial al estar tan vinculado ese género con la historia y el desarrollo de la conciencia política estadounidense.
Esta pintura de paisajes reflejaba muy bien una naturaleza virgen como la norteamericana y servía también para representar y reafirmar el espíritu de un país. A comienzos del siglo XIX, tras la independencia en 1776, muchos de los artistas presentes en esta muestra se habían formado siguiendo el canon europeo pero conscientes de la grandeza del edén que habitaban.
El primer paisajismo americano fue una adaptación de la tradición romántica europea a la exuberancia del Nuevo Mundo, combinada con un sentimiento religioso y patriótico. En el apartado América sublime se recogen composiciones que son un ejemplo de cómo la naturaleza era fuente de espiritualidad y orgullo, de conectividad, de vida y muerte.
En obras como Cruz al atardecer, pintada por Thomas Cole hacia 1848, un pintor que desvelaba la relación del hombre con la naturaleza bajo las convenciones del romanticismo sublime y en plasmar un sentimiento religioso; en Paisaje tropical (1855), Frederic Edwin Church supo incorporar un toque científico a su alma de explorador; y en otra pintura de George Inness, autor de una obra poética que busca despertar la emoción del espectador. Sin olvidar a expresionistas abstractos del siglo XX como Willem de Kooning, Mark Rothko y Clyfford Still, que siguieron vinculados a ese sentido sublime o también ese modo original de Georgia O’Keeffe de reflejar los lirios y un paisaje cambiante.


A mediados del siglo XIX, dentro del apartado Ritmos de la tierra, hubo una segunda generación de paisajistas cercana al naturalismo y preocupada de reflejar la transformación permanente de la naturaleza como se observa en Un arroyo en el bosque (1865), de Asher B. Durand, en la que muestra un realismo minucioso que se inspira en la ciencia, algo que también se ve en la obra de James McDougal Hart.
Poco a poco irán interesándose por el uso de la luz y el color como en la obra de Frederic Church, con su original modo de plasmar la evolución del paisaje en las diferentes estaciones y con condiciones atmosféricas cambiantes. Y algo más avanzado el siglo XX algunos pintores como Theodore Robinson o William Merritt Chase revelaban la influencia del impresionismo francés en ese modo fugaz de captar el paisaje. O la fuerza de un expresionista abstracto como Jackson Pollock, en los años 50, con toda la potencia de su cuerpo en movimiento sobre el lienzo en una especie de danza vinculada al mundo natural.


Y por último dentro de esta sección, el impacto humano en la exploración que partía de escenas bucólicas de colonos con el entorno natural a otras escenas en las que resulta patente la huella de la actividad humana, desde las estampas en los puertos en la costa atlántica en la Vista de Nueva York desde Brooklyn Heights (1836) de John William Hill; o en Kingston Point, río Hudson (1873) de Francis A. Silva, hasta que a finales del siglo XIX una obra de Winslow Homer, La señal de peligro (1890-1896) , esboza la confrontación del hombre con las fuerzas de la naturaleza, algo en lo que Hopper ahondará pero con nuevas propuestas.


En Cruce de Culturas late la huella de los contactos entre diferentes comunidades, desde los escenarios, a través de la representación del paisaje natural en el que se describen narrativas que ensalzan la presencia euroamericana frente a la indígena o la afroamericana, de la domesticación humana de las tierras salvajes con continuas referencias a la inevitabilidad de la extinción de los indios, con ejemplos de Charles Wilson Peale o Josep Henry Sharp en Montando el campamento, Little Big Horn, Montana. Antes de pasar a Hemisferio donde se refleja la expansión territorial, política y económica de los Estados Unidos para reemplazar a Europa como vector principal como en esos cuadros de George Catlin cuando representa Las cataratas de san Antonio o los paisajes de Church o Martin Johnson Heade, Playa de Singing, Manchester, 1862, que captó con destreza lugares exóticos. Así como las interacciones al representar a diferentes tipos humanos que nos han legado costumbres de poblaciones indígenas, a veces vistas con exotismo por artistas como Remington.


En el tránsito de la naturaleza hacia el Espacio urbano se comenzó a explorar otro escenario de la nueva sociedad en su desarrollo de la modernidad. Las ciudades se convirtieron en lugares de encuentro de culturas diferentes y ese paisaje se fue transformando gracias a los transportes, al urbanismo con grandes avenidas y rascacielos.
Ese desarrollo de las metrópolis sirvió de inspiración para los artistas como le ocurrió a Charles Sheeler en su modo de evocar la ciudad vertical como una metáfora de las formaciones geológicas de los cañones; el realismo de Richard Estes en las cabinas telefónicas; o Autopista de ultramar, de Ralston Crawford, que simboliza la libertad e independencia del sueño americano con el horizonte del mar sugerido. Y la soledad del hombre y la mujer contemporáneo con sus historias personales en las obras de Edward Hooper, entre otros roles presentes en las composiciones.
Además, se refleja el modo de disfrutar del ocio en las ciudades, tanto en los parques públicos como en los entornos rurales o cerca del mar en las playas, ámbitos en los que poder evadirse de la realidad de la urbe, y que se convirtieron en temas artísticos para John Sloan o Ben Shahn, en cuyos lienzos se plasma el jazz, de origen afroamericano, porque esta disciplina alcanzó gran popularidad entre los pintores como se puede ver en obras de Arthur Dove y Stuart Davis.


La última sección está dedicada a la Cultura material, ese amplio espacio que abarca la voluptuosidad, en la que se celebra la vida a través de obras de Georgia O’Keeffe y de Lee Krasner, donde nuevamente se conectaba el arte con la naturaleza.
Asímismo se cultiva con otro enfoque la pintura de bodegones, que a los artistas pop les sirvió para criticar la sociedad de consumo, visible en Tom Wesselmann, Lichtenstein o Rosenquist; la alusión a lo efímero y al paso del tiempo en esa naturaleza muerta de William Michael Harnett, renovador del género entre finales del XIX y principios del XX o los assemblages de Joseph Cornell; y el universo de los rituales, expresión de los índígenas, al ofrecernos información de los instrumentos y objetos de las diferentes tribus en la vida cotidiana o en los santuarios de esos mismos moradores.


