Con la llegada del otoño, el divulgador ambiental José Luis Gallego nos recomienda asistir a uno de los espectáculos naturales más asombrosos: la berrea, y nos relata un episodio emocionante reflejado en los ojos infinitamente limpios y bellos de una cierva
Quien viene siguiendo mi labor como divulgador ambiental en los medios de comunicación sabe de la pasión que siento por uno de los acontecimientos más espectaculares que tiene lugar en el bosque mediterráneo: la berrea del ciervo.
Cada año, coincidiendo con la llegada del otoño, insisto en recomendar éste espectáculo de la vida salvaje: sin lugar a duda uno de los más impresionantes de cuantos nos brinda la fauna ibérica.
En España tenemos la inmensa fortuna de mantener una población de ciervos más que saneada, incluso demasiado numerosa en algunos rincones de nuestra geografía, lo que da lugar al necesario control de las poblaciones de este potente ungulado para evitar una excesiva erosión de la cubierta vegetal que podría poner en peligro el equilibrio ecológico.
Existen diferentes opciones para disfrutar de tan asombroso acontecimiento natural en buena parte de nuestras comunidades. El Parque Nacional de Monfragüe en Extremadura, el Parque Natural de Cazorla, Segura y Las Villas en Andalucía, las Reservas de Boumort o el Parc Natural del Alt Pirineu en Cataluña. La Montaña Palentina, la Sierra de la Culebra en Zamora o la de la Demanda burgalesa en Castilla y León.
Los magníficos parajes de Redes en Asturias o de Saja-Besaya, Liébana y Campoo en Cantabria. Los montes de Ezcaray en La Rioja, el macizo del Gorbeia en Álava, la Selva de Irati y otros lugares de los maravillosos bosques de Navarra… son tantos y tan magníficos los destinos que cuesta recomendar uno en concreto desde éste rincón de El Ágora.
Este año el lugar al que acabo de acudir para disfrutar de la berrea ha sido el Parc Natural del Cadí-Moixeró: uno de los espacios protegidos más imponentes y mejor conservados de los Pirineos.
Llego con mi compadre Andoni Canela, gran naturalista y uno de los mejores fotógrafos de naturaleza del mundo. En la mañana del primer día, parapetados tras unos arbustos de boj, logramos alcanzar tal mimetismo con el entorno que al poco tiempo logramos pasar desapercibidos para la “gente” (como diría el bueno de Dersú Uzala) de la montaña.
El desfile de animales salvajes que pasan frente a nuestro escondrijo o se dejan ver en el entorno es entonces constante: jabalís, liebres, rebecos, marmotas, zorros… y por supuesto ciervos: muchísimos ciervos. En uno de los conteos calculamos más de 200 ejemplares, incluidos media docena de machos realmente espectaculares, las cuernas en alto, restregando las cuernas contra el suelo y los árboles y lanzando sus espectaculares bramidos al aire.
Concentrados en observar las escaramuzas y persecuciones por el control de los rebaños de hembras (uno de los machos, el más espectacular, gobierna un harén de casi 40) no atendemos a lo que ocurre en nuestro entorno más próximo. Cuando de repente noto un codazo de Andoni, quien con sus ojos me indica que baje mi mirada al frente.
Y ahí está: una hembra de buen tamaño con su cervatillo de apenas unas semanas parada a menos de veinte metros. Quieta, sin apenas parpadear, perfectamente inmóvil: como si el tiempo se hubiera congelado a su alrededor.
Es tanta la proximidad que al alzar los prismáticos para observarla quedo atrapado en su mirada. Los ojos de la cierva, como dos enormes bolas de cristal oscuro, me miran fijamente. Pero no me trasladan su miedo, sino su tensión. No es temor, es pregunta. Una mirada valiente que atraviesa las lentes de los binoculares y me agarra por dentro, me interroga, me desafía: ¿Quién eres? ¿Qué haces ahí? ¿A qué has venido?
Me siento interrogado pero no amenazado. Con el vello de punta y profundamente emocionado soy incapaz de hacer otra cosa que no sea atender a esa mirada. Desde mis prismáticos, clavados literalmente a la cuenca de mis ojos, observo los suyos y me parecen infinitamente bellos, infinitamente limpios, infinitamente nobles. Unos ojos libres y salvajes que son en sí mismos la mirada de la naturaleza.
Una mirada de desconfianza, de sospecha, de prevención. Eso soy para esta preciosa cierva con su cervatillo refugiado entre sus piernas. En eso nos hemos convertido para el resto de seres vivos con los que compartimos planeta: en sospechosos. Y esa es una sensación que a quienes amamos la naturaleza con todas las fuerzas y dedicamos nuestra vida a defenderla nos produce una profunda desazón.