El puente más largo - EL ÁGORA DIARIO

El puente más largo

Por Antonio Sandoval Rey

Vuelve a visitar El Ágora el escritor y naturalista Antonio Sandoval, esta vez para nadar sobre el Sena con el recuerdo de lecturas que marcaron su juventud. En su rincón 'En el fondo', las aguas, las anátidas, París, Cortázar y Proust se mezclan para que volvamos a disfrutar de sus evocadoras palabras

Pont des Arts desde el Quai de Conti, París.

No existía río más largo. Bastaba, y es solo un ejemplo, con pasar por el Quai de Conti hacia el Pont des Arts. Desde este, acodado en el pretil de hierro, miraba la opacidad de sus aguas. Su superficie brillaba con los reflejos de infinidad de palabras, que se encendían y apagaban según yo pensaba en cada una de las estrellas de un firmamento construido con los deslumbramientos de tantas lecturas aún adolescentes.

¿Cómo podría haber imaginado en qué me convertiría aquel fluido?

Me convirtió en pato.

Me contemplo las palmeaduras fruto de tantas horas de natación, grazno un desengaño algo falso (soñé sucesivamente con ser la nutria de Coleridge, la garza de Li Po, una de las lentas, altas gaviotas de Ángel González…) y refugio mi pico bajo el ala de Julio Cortázar: “Ahora escribo pájaros. / No los veo venir, no los elijo, / de golpe están ahí, son esto, / una bandada de palabras…”.

Ahí vienen, revolviéndose bajo el cielo como un garabato libre. Se posan:

Aprendí a soñar que vuelo, pero con un ojo abierto. Es algo que a los patos no se nos da mal. Las aguas y sus brillos se transformaron en mi cobijo en caso de peligro. Las corrientes, en un desafío en el que dejarme llevar, o contra el que nadar con tesón, según cuadre. El cielo, en una tercera orilla. Y el fluido, en una de las formas de ese soñar atento.

Ahora, cada poco, un remolino insiste en que me pregunte de qué lado del río estoy. Con creciente frecuencia, en estos últimos tiempos, a partir de premisas que hábilmente equidistan de demasiadas respuestas.

Yo estoy del lado de las anátidas. De las nutrias. De las garzas. De las lentas, altas gaviotas. De las buscas de los andarríos, las pintas de los salmones, los golpes de remo de los ditiscos, las raíces de sauces y alisos, los sosiegos de las salamandras, las fantasías de los tritones, las leyendas de las náyades, los fragores de la espuma, los reflejos titubeantes de las nubes, los pies refrescados, y también de la sed. Yo estoy del lado de cualquier sed honesta y justa, por patosa que a veces pueda parecer.

Existen en el mundo cerca de 156 especies de anátidas, entre gansos, patos, cisnes, serretas, barnaclas, eideres, tarros, porrones, cauquenes y yaguasas. Y 13 de nutrias, 64 de garzas, 55 de gaviotas, 5.000 de ditiscos, 400 de sauces, 695 de salamandras y tritones, 1 de humanos…

Ánade azulón (Anas platyrhynchos).

La flora y la fauna de los ríos del planeta es de una diversidad tan asombrosa, que reparar en ella, como ejercicio de recreación imaginaria, y sin perder de vista los miles o millones de ejemplares de cada una de esas especies, procura a quien lo intenta el mismo tipo de arrebato filosófico que la contemplación de una noche estrellada. O incluso mayor. Porque los ecosistemas a los que todas esas criaturas contribuyen con su existencia hacen algo muy especial: cuidan del agua que los hace posibles, a pesar de que se les vaya entre las aletas, las patas, las colas, las raíces, las manos o la mirada, a veces también entre las canciones y los poemas, con esa prisa suya de regresar al mar de donde salió, quién sabe cuándo, y cuántas veces.

¡Cómo no estar de ese lado!

En él, una cosa se tiene clara de inmediato. Que donde no se puede estar es del lado de quienes nada de eso quieren comprender, y desde la fortaleza de la fe en su ignorancia cañonean balas de codicia e injusticia contra nuestros ríos, humedales y océanos. Contra nuestra misma esencia: esa que se sostiene gracias a ese puente con el resto de vidas que es el agua. Los humanos lo son en un 60% de su cuerpo, jamás lo deberían olvidar.

Agua. Acaso no exista sustancia más democrática. Acaso, por eso mismo, esté cada vez más en el punto de mira de esos artilleros. ¿No lo está la propia democracia? Siempre lo ha estado, pero en estos tiempos de remolinos hábiles en propiciar equidistancias, indiferencias y desánimos, corre muy serio riesgo de que se le sequen los puentes líquidos que la sostienen.

¿Cuántos ríos hay en el planeta? ¿Cuántos puentes de agua entre regiones o rincones a veces tan diferentes? He aquí otro fabuloso ejercicio de evocación. No he sido capaz de encontrar cifras como las que reuní arriba. Acaso nadie lo sepa. Acaso no se pueda saber. ¿A qué llamamos río? ¿Qué regato, arroyo, reguero, torrentera…? ¿Depende de su extensión, de su anchura, de su caudal? ¿Quizá de su duración, efímera tras un chubasco, o mayor que la de las culturas que crecieron junto a algunos de ellos? ¿Son las nubes ríos voladores? Hay mapas de cuencas que nos  muestran los continentes como organismos repletos de arterias. ¿Dónde termina y comienza cada una de ellas? ¿No es acaso el ciclo global del agua un infinito río en bucle? El agua que bebo de una fuente, y que desciende fría por mi pecho para luego distribuirse por cuanto soy, ¿no es es aquí dentro parte de él? ¿Quiénes bebieron antes el agua que soy? ¿Con cuánta sed?

¡Cuac! No los veo venir, no los elijo, de golpe están ahí, son esto, una bandada de palabras…

Echan a volar sin motivo aparente y se posan de nuevo, pero en otro orden:

Cruzo nadando ese mismo ejemplo del Sena bajo el Ponts des Arts, esta vez corriente arriba. A la altura, precisamente, del Quai de Conti, casi frente a donde termina la Île de la Cité, me subo de un salto elástico al muelle. Sacudo mi plumaje, meto de nuevo el pico bajo el ala y, a la vez que sueño con un ojo, observo con el otro.

Allá viene Horacio Oliveira, a uno de sus no-encuentros con la Maga, cuya silueta delgada ya se inscribe en el puente, “a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua”. Allá viene Charles Swann, camino del salón de Madame Verdurin, que está aquí mismo, para encontrarse otra vez, desesperadamente, con Odette de Crécy, “Imaginándose que en una cosa real se puede saborear el encanto de lo soñado”.

Cortázar, Proust, bandadas de palabras. ¿Y yo? Yo aquí, patosamente en busca de mi largo río perdido, lanzando este tejo palabrero a la rayuela de sus aguas.


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