Hay quien dice que el transparente no es un color, pero para José Luis Gallego es el color perfecto, el que deja ver y resalta los demás, el que refresca los momentos más intensos del contacto con la naturaleza. El naturalista vuelve a El Ágora para revivir recuerdos en los que la transparencia del agua se quedó grabada a fuego en su memoria
El paso de la borrasca Gloria deja un siniestro rastro de muerte y destrucción, amarga constancia de que el clima se está extremando. Además de la lamentable pérdida de vidas humanas, el mapa de daños en viviendas e infraestructuras eleva el coste económico a cifras récord. Especialmente en el litoral donde las aguas han vuelto a exhibir su título de propiedad, echándonos a patadas de sus dominios, donde nunca debimos asentarnos.
Acaso ahora comprendamos porque las aseguradoras llevan tanto tiempo alertando de los riesgos del calentamiento global, siendo las primeras en aportar recursos e incentivar la acción climática. En 2006 el Informe Stern pronosticó que el cambio climático podría alcanzar un coste equivalente al 20% del PIB mundial. Gloria ha sido apenas un anuncio de lo que viene si seguimos sin actuar: sin mitigar, sin adaptarnos.
Pero pasado el temporal, lamentando las pérdidas y esperando que todos seamos conscientes de la necesidad de actuar, quiero anotar aquí la oportunidad de reencontrarme con algo que venía añorando desde hacia mucho tiempo: la transparencia.
Las lluvias intensas y el viento huracanado de la borrasca que nos acaba de zarandear, agorera de lo que nos aguarda, han pasado la bayeta por el paisaje, que ahora se muestra más limpio que nunca: neto, diáfano… transparente
Soy un cazador de transparencias. A lo largo de mi vida he tenido la suerte de disfrutar algunas del todo invisibles, que son las mejores. Y la mayoría de ellas las he hallado junto al agua, en plena naturaleza.
Recuerdo un transparente absoluto cuando era adolescente. Fue durante una larga excursión por las rutas que se adentran en los bosques de la Sierra de Cazorla, en Jaén. Al cruzar un viejo puente de madera dejé de otear los riscos en busca de las cabras monteses y dirigí mi mirada hacia abajo, hacia el rio, donde las aguas resonaban con fuerza al saltar entre las rocas y se detenían en pozas que parecían repletas de centelleantes esmeraldas. Pero no vi el agua. Era tal su nivel de transparencia que apenas se veía resbalar por el cauce rocoso.
Parecía como si las truchas estuvieran fuera de ella, moviéndose como lagartijas barnizadas por entre las piedras. Unas piedras que en realidad eran el lecho del río. Aquel era un perfecto transparente. Un color (siempre digo que el transparente es mi color favorito) que al no verse permitía admirar el resto: esmeraldas, añiles, verdes, celestes… todos se ofrecían a mis hipnotizados ojos gracias a la transparencia del agua.
También me ha ofrecido maravillosos transparentes el color del agua en el manantial de la cumbre, cuando tras una larga caminata hasta llegar a ella, acudes a su refrescante auxilio y sumerges las manos en la surgencia, allí donde el agua mana a borbotones, para beber de ella.
No existe mayor placer en el mundo que el de saciar la sed del camino en un manantial de montaña. Esas aguas minerales absolutamente invisibles, no es que sean transparentes: son del color del aire; aire líquido. No es beber: es revivir. Por eso es necesario preservar la transparencia.
Ése ha sido y sigue siendo uno de los motivos que me impulsan a escribir historias de plenitud en la naturaleza como las que dejo escritas en este rincón de El Ágora: este diario del agua que además de dar crónica del medio ambiente celebra la transparencia y reclama su presencia.
Y aunque para muchos resulte poco riguroso afirmar tal cosa (no es un color, dicen) yo seguiré insistiendo en que no hay color más bello que el transparente y persistiré en su búsqueda por todo el planeta.