A pesar de ser uno de los cinco árboles frutales más importantes de la historia del Mediterráneo, la higuera es a menudo la gran olvidada. La pluma del botánico Bernabé Moya y las acuarelas del pintor Fernando Fueyo nos recuerdan su enorme influencia social y cultural
“En los días de calma, recuerda Octavio, la higuera era una petrificada carabela de jade, balanceándose imperceptiblemente, atada al muro negro, salpicado de verde por la marea de la primavera. Pero si soplaba el viento de marzo, se abría paso entre la luz y las nubes, hinchadas las verdes velas. Yo me trepaba a su punta y mi cabeza sobresalía entre las grandes hojas, picoteada de pájaros, coronada de vaticinios.”
Octavio Paz (1914 – 1998)
Encaramado en el árbol, como un anhelante grumete a la búsqueda de nuevos mundos, la imaginación del escritor surca el cielo. Sueña que la higuera y él son uno. Brillos de jade, nubes, alas, velas, augurios…


En la cultura mediterránea, cinco “árboles” frutales son los grandes protagonistas de una de las mayores epopeyas en beneficio de la humanidad: la higuera, el olivo, la vid, el granado y la palmera datilera. El acontecimiento, toda una revolución, tuvo lugar en el período Neolítico en la región conocida como el Creciente Fértil. Un vasto y fructífero territorio que abarca la orilla oriental del Mediterráneo, Mesopotamia y Persia, y el fluir de tres grandes ríos: el Tigris, el Éufrates y el Nilo. Pero a pesar de la generosa aportación de estas plantas a nuestro bienestar, no las hemos tratado a todas por igual.
Mientras el olivo y la vid, es decir el aceite y el vino, se han convertido en auténticas super vedetes: atraen miradas apasionadas, reciben halagos a todas horas, levantan pasiones en las alfombras rojas e irrefrenables deseos de posesión. Las granadas y los dátiles han ido quedando descuidadamente relegados de nuestra mesa, y apenas si alcanzan a encontrar algún papel de actor secundario. Pero, en la actualidad, y sin lugar a duda, el más olvidado de todos ellos, al que ya casi ni le aceptan como mero figurante, es la higuera. Ya se sabe que el paso del tiempo no hace necesariamente justicia ni con los hechos ni con sus protagonistas.
Desconocemos lo que opinarían de todo ello Miguel Ángel Buonarroti, Miguel Hernández o los poetas andaluces del siglo XI que alababan el dulzor de los higos de la costa de Málaga. Lo que sí sabemos es que la higuera es uno de los árboles frutales más antiguos domesticado, gracias a unos restos de higos carbonizados hallados en los sedimentos de una excavación arqueológica en el valle del Jordán. Vienen a atestiguar cómo sus deliciosos, nutritivos y perfumados frutos ya formaban parte de la dieta mediterránea hace unos 9.000 años a. d. C.
La higuera, el primer árbol citado expresamente en el Antiguo Testamento, tiene una larga historia relacionada con el conocimiento, la tentación y la carne. Aunque el Génesis no aclara con precisión cual es la especie ni el tipo de fruto que ofrece el árbol de la ciencia del bien y del mal, sí señala, que, tras haber cometido Adán y Eva el pecado original, se ruborizaron de su desnudez y la ocultaron con las hojas de la higuera. El genial autor de la Capilla Sixtina, apelado en su tiempo “el Divino”, se decidió por ella para presidir la bóveda, pero se resistió a cubrir con las hojas grandes, y por cierto bastante ásperas, las partes pudendas del primer hombre y la primera mujer.
La extendida idea del manzano como colaborador necesario en el pecado original, es, según algunos autores, un juego de palabras o un error de traducción, dada la similitud en latín entre los términos malum “manzana” y mālum “el mal”, “sufrimiento” o “castigo”. Lignus scientiae boni et mali reza en la historia sagrada. Así mismo, hay que señalar que el vocablo malus se utilizaba en la antigua Roma como un término genérico de uso popular para denominar a las frutas carnosas llegadas de Oriente, como las peras, albaricoques o melocotones.


También hay autores que afirman que la intromisión del manzano es una recreación, estrategia o licencia de los artistas del norte de Europa en el período del Renacimiento. Según estos, se necesitaba de un árbol más cercano a la cultura de aquellos pueblos, y que al mismo tiempo el fruto ofreciera la plasticidad, el colorido y el brillo cautivador que muchos admiramos en las manzanas maduras. Quedaba por resolver el problema de cubrir la desnudez, ya que sus hojas no son especialmente adecuadas a tal efecto, dado su reducido tamaño. Los grandes pintores del norte de Europa, como Alberto Durero y Lucas Cranach “El Viejo”, se valieron de ramitas foliadas de manzano para representar la escena. Mientras Tiziano, exponente de la escuela de pintura veneciana, utiliza la higuera para cubrir las partes nobles de Adán, al tiempo que el manzano hace lo propio con las de Eva.
Entre las diferentes interpretaciones de los textos bíblicos, no han faltado los paladines en favor de la higuera. Al parecer, el papa Julio II que encargó la decoración era uno de ellos. En palabras del pintor, “(…) cuando había hecho algunos dibujos, me pareció que resultaría cosa pobre; por lo que me dio otro encargo, de incluir las historias de más abajo y me dijo que hiciera en la bóveda lo que quisiera”. Miguel Ángel la introdujo en la escena dedicada a la caída del hombre, el pecado original y la expulsión del Paraíso, asociándola con el árbol del conocimiento del bien y del mal. La Capilla Sixtina quedará presidida por una higuera de respetables dimensiones, con sus hojas grandes y hendidas, el tronco grisáceo, liso, diríase marmóreo, y las ramas surtidas de frutos.
En el fresco, la presencia del paisaje natural en el conjunto de la obra es testimonial. Miguel Ángel sitúa a los personajes, independientemente de su naturaleza divina o terrenal, en un marco arquitectónico o suspendidos en el vacío. En la bóveda, por otra parte, no faltan los árboles secos y las zocas taladas. En la escena El diluvio universal, se muestran como símbolo de la destrucción de toda forma de vida sobre la faz de la tierra. En La creación de Eva, Adán se recuesta en una zoca seca, evocando la triste soledad y la infertilidad del primer hombre en un mundo nuevo. En la Creación de los astros y de las plantas, un puñadito de hojas variadas se asoma de forma muy discreta en el ángulo inferior izquierdo del fresco. La higuera, dispuesta hacia la mitad de la Capilla Sixtina, es el árbol principal.
Desde un punto de vista botánico, lo primero que hay que aclarar es que el higo no es un fruto, sino un fruto de frutos. Es decir, que internamente está tapizado por numerosas, diminutas y delicadas flores carnosas de ambos sexos. En la naturaleza, las higueras silvestres necesitan de la participación de un tercer actor, al estar asociada la reproducción sexual con una diminuta avispilla que penetra en el interior del higo para fecundarlas. Pero, la domesticación tiene sus consecuencias, y por ello no debe extrañar que en la actualidad ya no necesiten de la colaboración de las avispillas. Las diminutas bolitas que sentimos en nuestro paladar en forma de pequeños chasquidos al masticar el higo son los verdaderos frutos, y en algunos casos las semillas. En las variedades domesticadas las simientes se pueden formar a partir de células sexuales femeninas no fecundadas. Es decir, la higuera puede recurrir al llamado “engendramiento virginal” o partenogénesis, en el que para dar lugar a frutos y descendencia no existe el imperativo categórico de la participación masculina. Cuestión que resultó clave para que los paleobotánicos pudieran datar los primeros vestigios de su cultivo en Oriente Medio.
Siglos más tarde, el poeta Miguel Hernández también caerá rendido ante los seductores encantos de la higuera. El “poeta pastor”, un apasionado del campo y la naturaleza que conoce muy bien a los árboles frutales muestra preferencia por su fruto. La higuera de pasiones, como a él le gusta llamarla, será su musa y fiel compañera en poemas como El adolescente, Al polo norte, Árbol desnudo, Como la joven higuera, El alma de la huerta o Elegía a Ramón Sijé. En los apasionados versos de la obra Oda a la Higuera, la fusión entre el poeta y el árbol alcanza su mayor intensidad.
Abiertos, dulces sexos femeninos,
o negros, o verdales:
mínimas botas de morados vinos,
cerrados: genitales
lo mismo que horas fúnebres e iguales.
Rumores de almidón y de camisa:
¡frenesí! de rumores en hoja verderol, falda precisa,
justa de alrededores
para cubrir adánicos rubores.
Tinta imborrable, savia y sangre amarga;
malicia antecedente,
que la carne morena torna torna y larga
con su blancor caliente,
bajo la protección de la serpiente.
¡Oh meca! de lujurias y avisperos,
quid de las hinchazones.
¡Oh desembocadura! de los eros;
higuera de pasiones,
crótalos pares y pecados nones.
Al higo, por él mismo vulnerado
con renglón de blancura,
y orines de jarabe sobre el lado
de su mirada oscura,
voy, pero sin pasar de mi cintura.
Blande y blandea el sol, ennegrecido,
el tumor inflamable.
El pájaro que siente aquí su nido,
su seno laborable,
se ahogará de deseo antes que hable.
Bajo la umbría bíblica me altero,
más tentado que el santo.
Soy tronco de mí mismo, mas no quiero,
ejemplar de amaranto,
lleno de humor, pero de amor no tanto.
Aquí, sur fragoso tiene el viento
la corriente encendida;
la cigarra su justo monumento,
la avispa su manida.
¡Aquí vuelve a empezar!, Eva, la vida.


Para ir concluyendo. La parte más enrevesada de esta historia es que son cientos las variedades de higos obtenidas a lo largo de milenios por nuestros antepasados a los que les negamos la mesa. Las viejas higueras van desapareciendo calladamente del paisaje, casi sin darnos cuenta, y con ellas, el fragante y seductor perfume de sus frutos, el color de jade de las hojas y su cómplice sombra. Algo que debería estar considerado imperdonable.
