Un 7 de enero de 1925 nacía Gerald Durrell, autor de libros imperecederos sobre el descubrimiento de la naturaleza. Regresar a las páginas de títulos como ‘Mi familia y otros animales’, escribe el naturalista y escritor Antonio Sandoval, es “celebrar cuánto debo a esta obra, desde que me la regalaron siendo aún niño, más o menos de la edad del pequeño Gerry en sus aventuras”. Sus obras siguen siendo el mejor regalo para nuestros pequeños
Es 7 de enero. Los días crecen, pasado el solsticio invernal, y hace varios crepúsculos que canta el primer mirlo junto a mi casa. Las gaviotas llevan un rato muy alteradas. Me levanto de mi butaca de lectura y me asomo a la ventana de mi despacho en busca de la causa de tanto alboroto. Bajo unas nubes muy oscuras, un águila calzada se deja llevar planeando. Hace años que invernan aquí en A Coruña y sus alrededores dos o tres de ellas.


Echo la mano hacia mis prismáticos, sin perderla de vista. Los tengo siempre en una de los baldas de la estantería que está a mi derecha: es este un gesto automático, que repito a menudo. Pero esta mañana apilé con prisa ahí mismo varios libros que tenía dispersos por la mesa de trabajo. ¡No lo recordaba! Se avecina un derrumbe literario. Abandono al águila y acudo in extremis en rescate de la columna de textos. Bufff, por poco… Me prometo que esta misma tarde los devolveré a sus huecos originales en mi biblioteca. Solo uno de ellos se muestra en desacuerdo. Y con motivo.
Es Mi familia y otros animales, de Gerald Durrell. Lo traje aquí hace unos días. No quería olvidarme de que hoy su autor habría cumplido 96 años, de no haber fallecido con 70 en 1995. El año pasado se celebró el 45º aniversario de la primera edición de esta traducción al español, un trabajo maravilloso de la Premio Nacional María Luisa Balseiro para Alianza Tres. Regresar a esas páginas sería mi manera de celebrar cuánto debo a esta obra, desde que me la regalaron siendo yo todavía un niño, más o menos de la edad del pequeño Gerry en sus aventuras.
Lo sopeso en mis manos. Míralo, me digo. Y también: mírame. Tanto este volumen como los otros dos de la llamada Trilogía de Corfú (Bichos y demás parientes y El jardín de los dioses) están entre los más curtidos de cuantos conservo de entonces. Acaricio con mis veteranos dedos los desgastes de sus lomos y de sus bordes, fruto de multitud de relecturas, primero infantiles, después juveniles. Es como si mi tacto se reencontrara con el de aquel crío lector. Y con nuestra clave más personal: “Libros y animales, animales y libros. ¡No hay mayor felicidad!”.
“Regresar a ‘Mi familia y otros animales’ es celebrar cuánto debo a esta obra, desde que me la regalaron siendo yo todavía un niño, más o menos de la edad del pequeño Gerry en sus aventuras”
¡Corfú! Ya con sólo nombrar ese lugar… “La” isla es para mí Corfú. Ha habido otras, pero ninguna mejor. No existe, y a la vez sí existe. Es real, pero su geografía pertenece a la de mi imaginación. Está en el mar Jónico, pero en mi biblioteca. Pero no en la de las estanterías, sino en la de mis mejores vivencias, ensueños y anhelos. Con todo el respeto por la Ítaca de Cavafis, es a Corfú a donde yo siempre he querido ir. A donde sigo viajando. Con el mismo deseo, eso sí, de que mi camino sea largo.


Salgo de mi despacho hacia el rincón Durrell de mi casa. Hace unos meses, tuve que reunir de nuevo en él varios de sus libros. Mi hijo (10 años, la edad de Gerry cuando llegó a Corfú) los había hecho suyos. Por supuesto, fue una alegría compartirlos con él. Lo mismo que comprobar cómo, una vez terminados, los integraba con toda naturalidad en su propia biblioteca. Con todo, tan grata satisfacción paternal no fue obstáculo para que, pasado un tiempo prudencial, y sin necesidad de anunciarlo, fuesen restituidos al lugar de donde habían salido. Aquí están, en su estante.
“En enorme medida, aprendí a mirar a los animales a través de los ojos y las letras de Durrell”
Junto al hueco de este ejemplar de Mi familia y otros animales, el lomo de una edición de bolsillo en inglés, de Penguin Books, me invita a echar una ojeada a su interior. Se despliegan unas páginas de color canela pálido. ¿Tanto hace que la compré? Cuando busco en su página de créditos el año de su publicación, aparece en primer lugar el de su edición inicial: 1956. De modo que este 2021 se cumplen 65 años de su llegada hasta sus primeros lectores. Y de su éxito inmediato.
Desde aquel mismo momento se convirtió en un clásico, que con el tiempo mereció varias adaptaciones para la televisión, la más reciente, de hace nada, con notable éxito de público y crítica. Quién se lo iba a decir a Durrell cuando comenzó a escribirlo, en mitad de un severo ataque de ictericia, muy preocupado por sus finanzas personales y alojado temporalmente en la casa de su hermana Margo en la turística Bournemouth, al sur de Inglaterra.
Corría el año 1955. Su esposa Jackie y él habían llegado meses atrás de una desastrosa expedición a Paraguay, durante la que tuvieron oportunidad de experimentar las feas consecuencias de un golpe de Estado.


Su objeto, como el de otros naturalistas de la época, entre ellos sir David Attenborough, había sido obtener animales salvajes para los zoológicos británicos. A su regreso, con la hucha casi vacía, Durrell tuvo además que afrontar la exclusión por parte del mundillo al que despachaba sus capturas. Entre otros, del superintendente del zoo de Londres.
“Gracias a este texto, se abrió una puerta fundamental en este hogar que es mi yo lector y naturalista. Por ella entraron después muchos otros libros, que a su vez abrieron ventanas”
Para aquellas personas, sus métodos resultaban demasiado blandos: procuraba mantener a sus animales en las mejores condiciones, jamás capturaba más ejemplares que aquellos que consideraba que iba a poder cuidar bien… Jackie le convenció de que escribiera un libro capaz de sacarlos de aquel apuro económico. El único que había publicado hasta entonces, El arca sobrecargada, se había vendido muy bien.
Gerald, con ictericia y todo, se encerró en su habitación y se puso a teclear: “Esta es la historia de cinco años que mi familia y yo pasamos en la isla griega de Corfú. En principio estaba destinada a ser una descripción levemente nostálgica de la historia natural de la isla, pero al introducir a mi familia en las primeras páginas del libro cometí un grave error. Una vez sobre el papel, procedieron de inmediato a tomar posesión de los restantes capítulos…”.
Son los hermanos de Gerry: Larry, Leslie y Margo. Y su madre, la señora Durrell… Y junto a ellos, una inolvidable constelación de vecinos, amigos y compañeros de aventuras, entre quienes brillan de manera muy especial el taxista Spiro y, sobre todo, Teodoro Stephanides, naturalista y sabio. Y los animales, por supuesto.
“El paisaje mediterráneo y la extraordinaria habilidad narrativa de Durrell envuelven cada capítulo como un regalo extraordinario, repleto tanto de buen humor como de instantes de un lirismo auténtico”
En primer lugar, el perro Roger, infatigable compañero de aventuras de Gerry. Y muchos, muchos otros, salvajes y domésticos, todos retratados con su propia personalidad, huyendo de considerarlos nada más que meros especímenes. El paisaje mediterráneo y la extraordinaria habilidad narrativa de Durrell envuelven cada capítulo como un regalo extraordinario, repleto tanto de buen humor como de instantes de un lirismo auténtico, jamás afectado.
Lo releí por última vez hace un par de años. Una vez más, me dejé asombrar por muchos de sus párrafos, y recobré parte del hilo de mi propia peripecia vital.
En enorme medida, aprendí a mirar a los animales a través de los ojos y las letras de Durrell. Así es como llegan a marcarte tus primeras lecturas más entusiastas: de regreso junto a la ventana, no veo en esas gaviotas que siguen dando vueltas en el cielo una mera bandada de su especie (Larus michahellis, gaviota patiamarilla).


Lo que tengo ante mí es, en cambio, una misteriosa danza aérea creada por muy diferentes formas de ser, y tan salpicada por conceptos historia natural como de evocaciones. Gracias a este texto, se abrió una puerta fundamental en este hogar que es mi yo lector y naturalista. Por ella entraron después muchos otros libros, que a su vez abrieron ventanas, revelaron nuevas habitaciones…
Tal fue el éxito de Mi familia y otros animales, que Gerald y Jackie no solo salieron de la bancarrota, sino que pudieron poner en marcha su sueño de crear su propio zoológico. Lo hicieron en la finca de una mansión del siglo. XVI en la isla de Jersey.
A la vez que aquel proyecto crecía, y funcionaba de manera modélica, Durrell continuó escribiendo. Otras de sus obras que recuerdo con mayor afecto es La guía del naturalista, aquí publicada por Blume en 1982. ¡Cuántas excursiones me inspiró, siempre en soledad y por los alrededores de esta ciudad! Mi compañía eran unos prismáticos de segunda mano y, en una mochila, varios botes de cristal y guías de campo. También su ejemplo. Aún conservo, en cada una de mis salidas pajareras y naturalistas, el mismo tipo de emocionada actitud en la que aprendí a reconocerme entonces.


Las gaviotas se van posando en tejados y azoteas. Algunas se quedan como pensando en el susto que acaban de pasar. Otras arreglan su plumaje, o emprenden con sus picos una lucha sin cuartel contra los parásitos que se ocultan entre su plumón. Una que suele permanecer siempre más cerca de esta ventana, bien la conozco tras tantos años de compañía mutua, me mira como si me interpelara. Así que regreso a mi butaca de lectura, aparto a un lado el libro en el que estaba enfrascado hace un instante y abro por su primera página Mi familia y otros animales. Allá voy otra vez.
